Название: El continente vacío
Автор: Eduardo Subirats
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
Серия: Historia
isbn: 9786075475691
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Una advertencia tiene que hacerse, sin embargo. El maravilloso círculo lógico de guerra y dominación, culpa y servidumbre, y la instauración de una única forma cristiana de vida nunca se cerró sin fisuras. Se engañaban los franciscanos con sus fantasías de una triunfal cruzada en América. La doctrina heroica de Cortés y la doctrina teocrática de la guerra de salvación de Sepúlveda fueron construcciones quiméricas, por efectivo y total que fuera el poder de la destrucción que legitimaban. Los propios Colloqvios y doctrina christiana, acaso uno de los testimonios más estridentes del absolutismo misionero, no ocultan el principio de una ruptura, de una resistencia por parte del vencido y del fracaso del ideal conversor. Su transcriptor, Bernardino de Sahagún, dejó entrever al final de su vida una nueva conciencia escéptica que se distanciaba claramente del triunfalismo de las primeras generaciones de aventureros cristianos, y la no-publicación de aquellos Colloqvios, cuando ya el tribunal de la Inquisición había otorgado el permiso de hacerlo, quizá respondiera a este distanciamiento del sueño heroico de los primeros años de la conquista.97
La respuesta de los filósofos nahuas a los frailes cristianos muestra claramente que la asunción de la violencia conquistadora bajo la forma interiorizada de la culpa, la servidumbre y la conversión no era ni unívoca, ni perfecta. «Decían nuestros progenitores que ellos, los dioses, son por quien se vive […] ellos nos dan nuestro sustento, nuestro alimento […] en verdad ellos nos dieron su norma de vida […] los que vinieron a ser, a vivir en la tierra, no hablaban así», replicaban a la doctrina franciscana que reservaba exclusiva y tajantemente el nombre de teteo, la palabra nahua que designaba los males para los dioses originales de América.
Sin duda, los Colloqvios constituyen un precioso y dramático documento del final de una cultura, de una civilización y de un imperio azteca. Por consiguiente ponen también de relieve aquella figura negativa de la conciencia del vencido que he tratado de definir desde el punto de vista de su contraposición y complementariedad con el alma sustancial y heroica del cristiano. Pero no todo acaba en esa burda contraposición de indios vencidos y cristianos vencedores. «¿Acaso aquí […] debemos destruir la antigua regla de vida? Los que vinieron a ser, a vivir en la tierra, no hablaban así […] es ya bastante que hayamos perdido», se preguntaban los últimos sacerdotes nahuas. He aquí la expresión de una sorda resistencia espiritual y política que también formularon un Guamán Poma, un Garcilaso y, no en último lugar, la inacabable historia de la resistencia anticolonial en la América ibérica.98
El reconocimiento del dolor («estamos perturbados […] espantados») y la claudicación («haced con nosotros lo que queráis»), y la visión pesimista del futuro por parte de los sacerdotes-filósofos nahuas («tal vez solo vamos a nuestra perdición, a nuestra destrucción»)99 señalaban efectivamente un límite radical bajo el signo de la desolación y la angustia. En idéntico sentido escribía el poeta anónimo del «Canto del huérfano» en los Anales de Tlatelolco: «Las casas han perdido sus techos […] los gusanos hierven por las calles […] las aguas están como rojas […] Y entonces bebimos esta agua salitrosa […] hemos comido la madera coloreada […] hemos mascado la grama […] la arcilla de los ladrillos, lagartijas, ratones […] se fijó nuestro precio […] todo lo que era precioso no valía nada».100 Tampoco puede concluirse a partir de estas palabras que este poeta asumiera absolutamente su depresión final ensalzada por los misioneros como su nueva condición existencial de culpa, pecado y servidumbre.
El cronista de Tlatelolco no claudicaba frente al conquistador. Los sacerdotes de Tenochtitlán tampoco renunciaron a aquello de lo que los franciscanos pretendían privarles impunemente en el postrer acto de la fatal guerra: su norma de vida, su memoria, su fuente de existir, tanto en un sentido espiritual, como material. No hubo una destrucción simple de la memoria y de la propia realidad existencial. Este es el verdadero límite, el auténtico fracaso inherente a toda concepción absolutista del poder. De hecho sabemos que esa memoria histórica, ligada a los dioses, a su culto y a la experiencia del mundo que garantizaron, ha pervivido hasta el día de hoy. Ha sobrevivido de una manera ciertamente fragmentaria, violentada, hibridizada y adaptada a las condiciones impuestas por los nuevos dispositivos de dominación. Pero no ha muerto. Esta memoria fue también el centro neurálgico de los planteamientos humanistas de Garcilaso: el reconocimiento de la propia historia como único punto de partida legítimo para un nuevo proyecto civilizador que bajo ningún concepto aceptaba como legítima la liquidación de la propia forma de vida en los términos de autodisolución que exigían el conquistador y el misionero. También Guamán Poma revertió los signos de la conversión colonizadora en un sentido paralelo: restituyendo la historia incaica en el interior de la historia bíblica y cristiana, restaurando un orden cosmológico antiguo dentro del nuevo orden moral y subjetivo de la cristianización, en fin, «canibalizando los repertorios disponibles del discurso europeo en la terrible empresa de decirlo todo de nuevo», por citar la fórmula que ha empleado Mercedes López-Baralt.101
Esa misma actitud de una postrera resistencia no es ajena al espíritu de los sacerdotes-filósofos nahuas. «Que no muramos […] aunque nuestros dioses hayan muerto» respondieron en esos llamados Colloqvios.102 Este último «no» al concepto teológico y militar de vasallaje entrañaba la afirmación de la propia autoconciencia y la propia memoria histórica. Miguel León-Portilla cita el testimonio, algo más tardío, de un señor de Texcoco, Carlos Ometochtzin, que en los interrogatorios a que fue sometido en su cautiverio afirmaba el mismo principio de resistencia: «Sigamos aquellos que tenían y seguían nuestros antepasados y, de la manera que ellos vivían, vivamos».103
Frente a la concepción heroica de la conquista americana como cruzada, gloriosa de un inefable exterminio y destrucción, los testimonios de los llamados vencidos encierran un importante secreto. Allí donde la muerte rompió efectiva e indistintamente todo vínculo social y donde la derrota impuso el silencio, allí también dio comienzo el reino de la palabra extraña. Palabras nuevas que nunca antes se habían escuchado y que, al comienzo, resultaban completamente incomprensibles para el habitante de América. Pero palabras también que, aun antes de que el vencido pudiera distinguir sus articulados sonidos, y aun antes de ser comprendido su significado, y de experimentar en la propia carne la crueldad que las inscribía en su existencia, se declaraban como verdaderas. La palabra exterior, la que no podía comprenderse, la que representaba formas de vida extrañas, era al mismo tiempo la palabra absoluta y la única verdad.
Esta imposición de nombre, como la llamó Garcilaso, define, al mismo tiempo el silencio fundacional del orden colonial.104 El nuevo nombre era al mismo tiempo verdadero y absoluto porque carecía de cualquier referente comunitario y era inmune e inaccesible a toda experiencia. Pero este nombre vacío que traían consigo el conquistador y el misionero era al mismo tiempo el irremisible principio de subjetivación e identidad del conquistado. Era el nombre del bautismo: principio de identidad fundado en este silencio, levantado sobre las ruinas de su comunidad lingüística. La estrategia sacramental de la culpa, la remisión y la restitución, como principio efectivo del proceso subjetivador cristiano, СКАЧАТЬ