Название: El continente vacío
Автор: Eduardo Subirats
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
Серия: Historia
isbn: 9786075475691
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Los llamados Colloqvios y doctrina christiana, aquellos sermones que los primeros franciscanos que llegaron a Nueva España dictaron a los últimos filósofos nahuas de la destruida Tenochtitlán, son reveladores en este sentido. Su primera y fundamental tarea era la interiorización del sacrificio humano y de la existencia miserable como pilar fundamental de la definición cristiana del vencido (el verdadero significado teológico-político de las crónicas de sangre y llanto de los indios subyugados que hoy se han institucionalizado como «visión de los vencidos»). En esta crónica de la conversión por medio de la violencia se anticipan ejemplarmente los hitos fundamentales de la función subjetivadora y subyugadora de la culpa, y de la moral ascética y el nihilismo ontológico ligado a ella, que siglos más tarde expuso Friedrich Nietzsche en Zur Genealogie der Moral. «Si allá queréis entrar en el cielo, donde está el dador de la vida, Jesucristo, mucho a vosotros os hace falta que aborrezcáis, despreciéis, no queráis bien, escupáis a aquellos a los que habéis andado teniendo por dioses […] y es necesario que quede limpio lo que está oscuro, lo que es vuestra suciedad, por medio del agua preciosa del dador de la vida».89
Conciencia negativa, reconocimiento invertido de sus formas de vida como lo sucio y lo oscuro, como pecado y culpa; introyección de una deuda originaria por la que se selló un pacto de dependencia indefinida con la identidad absoluta del colonizador, una deuda irremisible que se ha reproducido durante siglos y siglos bajo sus secularizadas metáforas económicas y políticas; y su consecuencia final, una moral de la sumisión y el vasallaje, elevadas a principio trascendente de libertad, y la conciencia servil que compelía al indio a una organización militar del trabajo etnocida como castigo y expiación: esos han sido los caminos misioneros para alcanzar el reino de la pureza interior y la libertad infinita, más tarde secularizados en un orden mundial levantado sobre el principio del progreso y el ideario de la razón instrumental.
No hace falta decirlo: todavía en la española cultura del siglo XIX se seguía alimentando esta representación de un indio animalizado y satanizado. Sus ejemplos no hay que buscarlos lejos: Salvador de Madariaga, en su inconfesada novela caballeresca sobre Hernán Cortés, los indios eran, una vez más, habitantes de «un espacio poblado de duendes y fantasmas, y un tiempo tejido de presagios y malos agüeros […] No les era dado interpretar una ley humana consistente, ya fundada en razón, ya en revelación».90 Frente a esta definición, la doctrina del «buen salvaje» no constituye más que un fenómeno superficial, lógica e históricamente subsidiario de la estigmatización del americano como un tabula rasa y la constitución real y efectiva del Nuevo Mundo como un continente vacío. Para la teología de la colonización el indio podía llegar a ser un buen cristiano, pero no un salvaje bueno. Su definición existencial seguía dividida entre el partido aristotélico que defendía su servidumbre natural, y el partido paulino que esgrimía su esclavitud moral. Ello elevaba al indio a los cielos de un juego de representaciones fatuas. El indio demoníaco y perezoso, el indio sodomita y lascivo, el indio ladino y embustero, y el indio corrupto y desdichado no eran solamente signos o íconos de un nuevo «orientalismo», por recordar la crítica del imaginario eurocéntrico de Edward Said.91 Aquellas visiones negativas y espectros político-teológicos del indio lascivo y diabólico tuvieron la fuerza para justificar la guerra, y en manos de los misioneros han fungido como eficaces instrumentos morales de destrucción de lenguas, memorias culturales y conocimientos hasta el día de hoy. La conquista y colonización de América no fue un simple juego de representaciones, ni la obra sagaz del genio comunicador de la Iglesia romana. Fue fundamentalmente un acto de negación, de no-reconocimiento teológico, ético y militar de la existencia americana; y un eficaz instrumento de destrucción total.
La definición del descubrimiento colombino como «encuentro» entre los «dos mundos», y como reconocimiento del otro en cuanto a la diferencia semióticamente reducida de su otredad, según lo ha formulado Todorov, es trivial. Por supuesto que existió una construcción imaginaria del «indio» o del «otro» como mera proyección negativa de la propia búsqueda de una identidad de las sociedades cristianas europeas. «Esos rudos conquistadores habían traído su propio salvaje para evitar que su ego se disolviera en la extraordinaria otredad que estaban descubriendo», ha escrito en este sentido Roger Bartra, en una investigación antropológica sobre la representaciones del salvaje americano en el mundo precolonial europeo que reúne, al mismo tiempo, la crítica de los valores dominantes en el panorama europeo occidental y la más delicada ironía.92
Pero reducir el problema de la expansión colonial cristiana y la guerra de avasallamiento del indio a esa clase de reconocimientos semióticamente neutralizados como question d l’autre es un risible eufemismo.93 Supone ignorar el significado constituyente, y no solo representacional, de la universalidad o globalización impositiva que necesariamente entrañaba la noción paulina y cristiana de salvación.94 Significa desconocer la dialéctica de destrucción y vaciamiento de las culturas, las comunidades y las conciencias americanas como condición necesaria a la instauración de una identidad cristiana y racional universal, y los poderes coloniales con ella. Significa desconocer el papel de la violencia en la dialéctica del reconocimiento de colonizador y colonizado. Además, significa no reconocer que efectivamente en ese «otro» habita una concepción de la sexualidad, del cosmos, de la comunidad y de lo sagrado radicalmente conflictiva con la escolástica cristiana del siglo XVI y con el racionalismo formalista de la tradición cartesiana o estructuralista de la civilización industrial.95
Es la capacidad de no reconocer, no comprender, y de negar y eliminar teológica, filosófica y militarmente a cualquier existente, a cualquier forma de vida humana colectiva, y a todo conocimiento que no asuma las premisas metafísicas del mesianismo sacrificial cristiano, ni las premisas epistemológicas del paradigma científico newtoniano; es, en fin, la heroica capacidad de rechazar y eliminar cualquier concepción de la existencia no dañada y no estigmatizada por aquella condición exilada de toda patria real que precisamente definía la identidad cristiana; es esta voluntad nihilista lo que constituye la superioridad de la razón occidental y su maravilloso poder de lo negativo, la cual nace precisamente de aquella confluencia entre el descubrir y el dominar, el conocer y el destruir, como las dos caras de un mismo principio lógico de identidad, cuya primera forma teológica moderna revelaron hombres como José de Acosta, y cuya primera expresión filosófica moderna formuló Francis Bacon, y cuyas raíces teológico-políticas fueron formuladas por la «teología de la liberación» del apóstol Saúl, Saulo o Pablo.96
Sí, es cierto que el descubrimiento colombino significó un punto culminante de este logos cristiano. Pero ello no significa el triunfo de la verdad universal ni la triunfante instauración del discurso de todos los discursos. Señala, más bien, los comienzos y los fundamentos de la configuración de un orden occidental global y de una civilización universal que llamamos y celebramos como moderna. Pero señala también el comienzo de una edad de devastaciones de culturas, lenguas, dioses a escala planetaria. Un proceso que no podemos dar todavía por finalizado en nuestra edad presidida por los grandes genocidios de Auschwitz y Hiroshima como los factores decisivos de la configuración del orden político mundial vigente.
Desde el punto de vista de la historia imperial de las monarquías cristianas europeas СКАЧАТЬ