Sola ante el León. Simone Arnold-Liebster
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Название: Sola ante el León

Автор: Simone Arnold-Liebster

Издательство: Автор

Жанр: Биографии и Мемуары

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isbn: 9782879531670

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СКАЧАТЬ A causa del crepitar de las llamas, los santos no podían oír mis rezos. Me desperté gritando. Mamá se sentó al borde de la cama y me secó el sudor que me bañaba la frente debido al miedo. Mi cama era un lío de sábanas. Mamá las ordenó, me arropó y me dio un beso. Me volví a quedar dormida del agotamiento, pero una pesadilla igual de horrible volvió a aterrorizarme. A la noche siguiente, no me quería ir a dormir. Mi cama se había convertido en un infierno.

      La cabeza de Zita recuperó su tamaño habitual. ¡Había tenido cachorros! Poco después, la señora elegante pasó por mi lado un día soleado empujando un carrito de bebé. Su barriga también había encogido. Corrí apresuradamente hacia mamá y le pregunté:

      —¿Las madres llevan a sus bebés en la barriga como Zita?

      Tras la respuesta de mamá, me quedó claro que la señora Huber y Aline ¡eran unas mentirosas!

      —Pero, entonces, ¿por qué dice la gente que debo dejarle un azucarillo a la cigüeña si quiero tener una hermanita?

      —Eso es un cuento para los niños pequeños.

      ¡De nuevo me consideraban una niña pequeña! Y yo ya no lo era.

      —Mamá, ¿por qué mienten los adultos?

      No obtuve respuesta.

      —¿Acaso Dios no dice: “No debes mentir”? ¿No tienen miedo de ir al infierno?

      Esa noche, bajo las sábanas, me resolví a evitar a la señora Huber. No pensaba volver a dirigirle la palabra. Pero, ¿por qué no respondió a mi pregunta mamá? ¿Por qué mienten los mayores a los niños? ¡Tendría que tener cuidado con ellos a partir de entonces! Todo eso me puso de muy mal humor.

      ♠♠♠

      Era fantástico tener como compañero de juegos a papá: siempre me animaba a probar cosas nuevas. La peonza que el tío Germain me había hecho me estaba dando problemas. Perdía velocidad y enseguida comenzaba a tambalearse hasta caer y quedarse inmóvil. Para poner la peonza en movimiento, tenía que enrollarle el cordón alrededor, poner la punta en un llano y soltarla tirando del cordón.

      —Sigue intentándolo. Lo harás mejor la próxima vez —me decía papá desde el balcón desde donde me observaba. No bajaban coches por nuestra calle, así que la tenía toda para mí. Algunos de nuestros vecinos, que se pasaban las tardes de verano sentados sobre los cojines mirando por la ventana, se metían conmigo. Eso me impelía a volver a intentarlo. Pero, aunque aún no se había puesto el Sol, llegó la hora de irme a la cama. Hacía tanto calor que mamá decidió no cerrar las contraventanas completamente.

      —¡Mamá! ¡Papá! ¡Socorro, corred, socorro! ¡Está ardiendo todo!

      Una fuerte luz roja anaranjada había inundado mi habitación. Papá me sacó en brazos de la cama y me acercó al balcón. Las señoras Huber, Beringer, Eguemann… todas habían salido a contemplar aquella espectacular gama de colores. El Sol se había puesto, la línea azul de la montaña se había vuelto negra, el cielo había adquirido un color rojo intenso, y abajo, nuestro vecino adolescente John tocaba un “blues” con su mandolina.

      —¿Quién abrió la puerta del infierno?

      —Eso no es el fuego del infierno. ¡Es una puesta de sol maravillosa!

      —¡Pero solo un fuego gigante puede teñir el cielo de un rojo tan intenso!

      Mamá y papá se miraron uno al otro y negaron con la cabeza.

      —Estoy segura de que es el infierno porque el sacerdote dijo que las personas solo pueden bajar al infierno o subir al cielo —insistí.

      Papá me explicó algo acerca del fuego y lava que hay en el interior de la Tierra, lo que confirmó mi idea del infierno y me aterrorizó todavía más. Mamá me llevó de nuevo a la cama. Se sentó conmigo y me repitió una vez más que no era el infierno, sino el Sol.

      —No tengas miedo del infierno. Tenemos santos que rezan por nosotros, además del ángel de la guarda.

      Eso no me consoló porque sabía lo malo que era morir sin estar preparado.

      ¡Y si mis padres morían por la noche! ¡Qué horror! Cada noche entraba a hurtadillas en la habitación de mis padres para ponerles el dedo bajo la nariz, y así asegurarme de que seguían respirando. ¡Solo así podía dormir!

      Un domingo, como de costumbre, salimos los tres a dar un paseo después de comer y pasamos por delante de una fonda con un jardín. Yo recordaba haber estado allí cuando contaba tres años. Había bailado sobre una mesa y los clientes me habían aplaudido. Papá también lo recordaba y me dijo con voz firme y severa:

      —¿Recordáis este lugar? Después de lo que pasó aquí, llegué a una conclusión: ¡Mi hija nunca se dedicará al espectáculo!

      ¡Totalmente de acuerdo! Aquella advertencia era innecesaria. Ahora era una chica formal, pronto cumpliría los siete años. Ya estaba al corriente de lo que eran la enfermedad, la muerte, el purgatorio, el infierno y de que Dios nos mandaba toda clase de vicisitudes para probar nuestra fe. Mis padres intentaron animarme, pero mi infancia libre de preocupaciones y pesares había llegado a su término. En la escuela, la educación religiosa que había recibido me enseñó lo dolorosa que podía ser la vida en la Tierra y cuánto esfuerzo se requería para llegar a ser una santa. Y este era mi mayor deseo.

      Este año de educación religiosa intensiva me había sumido en un estado de temor continuo, de temor a Dios, un padre duro y exigente. No tenía ganas de bailar. ¿Cómo podría hacerlo?

      Sentada en una banqueta estaba dando clase a Claudine. Quería enseñarle la pronunciación del alfabeto alemán. A mamá le tocaba limpiar las escaleras de nuestro rellano. Como ella era de la opinión de que deberían encerarse hasta brillar, siempre se quejaba de que nuestra vecina las limpiara solo con agua. La oí hablar con alguien en las escaleras. De repente, entró a por algo y volvió a salir.

      —Los leeré —oí decir a mamá—. Creo que Dios debe de estar durmiendo y no ve todo lo que está pasando. Me interesa saber lo que piensan ustedes.*

      ¡No podía entender por qué mamá había dicho algo así! ¿Y si iba al infierno por eso? ¡Me arrodillé desesperada ante mi altar y le supliqué a los santos que abogaran en su favor para que Dios no se enojara con ella! ¡Estaba tan preocupada por su alma!

      Ese mismo día me tocó lavar los platos, pero no era capaz de limpiar la comida quemada del fondo de las ollas.

      —Le echaremos un poco de agua para que se reblandezca y luego será más fácil limpiarlas —me dijo mamá medio ausente. Colocó las ollas sobre un estante en el balcón detrás de una persiana que había puesto para que los vecinos no pudieran ver el interior de la cocina. ¡Las ollas se quedaron fuera durante días!

      Mamá estaba entusiasmada con los folletos que había recibido. Fue a la librería y compró una Biblia. Se pasaba los días leyendo, ya casi no cocinaba. Desde el día en que me había prohibido ir a la iglesia sola, no había vuelto a asistir ni para confesarse ni para la comunión. Comenzó a ir a otra iglesia católica cercana, pero, después de un tiempo, decidió no volver a ir a misa nunca más. Así que papá y yo íbamos solos. Papá parecía muy triste, y yo no estaba mucho mejor. Ni siquiera la maravillosa música del órgano conseguía hacer que me sintiera mejor.

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