Название: Sola ante el León
Автор: Simone Arnold-Liebster
Издательство: Автор
Жанр: Биографии и Мемуары
isbn: 9782879531670
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—¡Somos católicos! —repetía papá.
“¡Eso estaba claro! ¿En qué estaba pensando papá?”, me pregunté. No pude oír la respuesta de mamá.
Papá se enfadó mucho y le respondió:
—Tenemos que ser fieles —y añadió algo acerca de una piedra en Roma llamada Pedro y el Papa que se sienta encima. De repente, papá se levantó y yo retrocedí apresuradamente para volver a la cama, pero ya era demasiado tarde. Me había visto. Salió indignado del salón y le dijo a mamá:
—¡Haz lo que quieras!
Siguió andando, pero de repente se dio la vuelta y, dirigiéndose a mamá, le dijo enfáticamente:
—¡Te prohíbo que le hables a Simone de tus ideas y de lo que lees!
¡Ninguno se había acordado de mí! ¡Me habían ignorado y tratado como a un bebé! Quería gritar de rabia. Estaba tan enfadada con papá que me resolví a protestar.
La primera cosa que le pregunté a mi madre por la mañana fue:
—¿Qué lees todos los días, mamá?
—Publicaciones bíblicas.
—¿Qué es eso?
—La Biblia es la Palabra de Dios.
—Yo también quiero leerla.
—Más tarde.
—No, ahora.
—Simone, prometí a tu padre que no te enseñaría la Biblia protestante ni ninguna otra publicación de ese tipo.
¡Ya sabía yo que me estaban ocultando algo!
—¡Pero papá no está aquí!
—Pero yo se lo he prometido.
—¡Papá no te verá y yo no se lo diré!
—Eso no estaría bien, sería mentir. Mira pequeña, tu padre trabaja mucho para poder darte algo que comer y pagar el alquiler de la casa. Así que tiene el derecho de tomar ciertas decisiones que conciernen a tu educación.
Por dentro, yo me moría de rabia.
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué no pudo leer lo que yo quiera?
En nuestra casa se respiraba un ambiente enrarecido. Mamá seguía sin ir a la iglesia, pero al menos ya no se le quemaba la comida. Papá apenas hablaba, ¡ni siquiera del socialismo! Saludaba a mamá de manera mecánica, sin ternura ni entusiasmo, solo con preguntas.
—¿A quién has visto? ¿Adónde has ido?
¡Qué preguntas más tontas! Papá sabía que solo visitaba al vendedor del ultramarinos, al carnicero y al panadero. ¿Por qué no la dejaba tranquila? Cierto día, su interrogatorio fue peor.
—¿Me estás diciendo que los hombres que te dieron estos folletos no han vuelto?
—Efectivamente, no han vuelto y eso me molesta porque tengo muchas preguntas que hacerles.
Esta respuesta no satisfizo a papá. Estaban tan inmersos en su conversación que no se dieron cuenta de mi presencia. Papá seguía.
—¿Quién te trajo estos otros folletos?
—Los encargué yo —y acto seguido sacó nerviosa un paquete marrón con sellos—. Aquí tienes la prueba —añadió enfadada.
—¿Por qué encargaste tantos? Y ¿dónde están todos?
—Encargué tres diferentes folletos y ellos me mandaron diez ejemplares de cada clase.
—Y ¿qué hiciste con ellos?
—Se los di a algunos vecinos del edificio y de nuestra calle.
Papá movió la cabeza enojado.
Yo estaba escondida en una esquina de la habitación y pensaba que papá había olvidado mi presencia. Quería seguir pasando inadvertida.
Miró a mamá a los ojos y dijo recalcando cada palabra:
—¿Ahora te dedicas a distribuir propaganda?
Mamá palideció. ¿Se defendería ahora? ¡Yo lo haría en su lugar! Papá la estaba tratando como a una niña.
Después de unos segundos le respondió:
—Adolphe, todos tienen el mismo derecho de escoger que nosotros, pero para poder hacerlo, deben tener esa opción. Esto no es propaganda.
Pensé, “¡Bien hecho, mamá!”. Y sin darme cuenta, comencé a murmurar que la gente tenía derecho a leer lo que quisiera y que yo también lo haría. Ambos se giraron para mirarme fijamente, y luego enmudecieron.
CAPÍTULO 3
Libros que ampliaron mi perspectiva
Después de la muerte de Frida, éramos cuatro las niñas que, camino del colegio, pasábamos por la acera de enfrente de los edificios de apartamentos. En uno de ellos vivía una joven que nunca antes había visto. Tosía tan fuerte que se la oía desde la calle. Blanche la conocía. Se llamaba Jacqueline. Tras una larga estancia en un sanatorio, los médicos la habían mandado de vuelta a casa sin haberse curado. Era mayor que nosotras y padecía tuberculosis. Queríamos saber qué clase de enfermedad era esa, y puesto que yo era la enfermera, les prometí al resto que lo buscaría en mi libro de medicina.
En lo más alto de la escalera de la biblioteca de mi padre, el corazón me latía con fuerza. Podía sentir los golpes en las sienes. Me temblaban las manos cuando intentaba alcanzar el pesado libro rojo de piel del “doctor en casa”. Decidí sentarme en lo alto de la escalera, de forma que tan pronto oyese a mamá bajar por las escaleras del sótano a guardar las herramientas del jardín, tendría tiempo de devolver el libro a su sitio, bajar y retirar la escalera.
Una voz en mi interior no dejaba de decirme: “No has pedido permiso. ¡Pero si se lo pido a mamá, me dirá que no! Soy enfermera y tengo que aprender. ¡No voy a arriesgarme a que me diga que no!”. Mis padres ya me habían prohibido leer ese libro que llaman la Biblia. Era muy emocionante hacer las cosas sola. Me gustaba la sensación de hacer cosas en secreto.
El libro de medicina se había convertido en mi lectura secreta favorita. Me hubiera gustado poder copiar los esquemas, ¡pero podrían pillarme! Y contenía tantas palabras raras… A menudo, la descripción de una enfermedad concluía con la misma expresión: “Es mortal”.
“Todo sucede según la voluntad de Dios”, dice siempre nuestro sacerdote. “Dios decide el momento de la muerte.” Sin embargo, tal y como se representa en este libro, las formas de morir pueden ser aterradoras. Aun así, СКАЧАТЬ