Название: Sola ante el León
Автор: Simone Arnold-Liebster
Издательство: Автор
Жанр: Биографии и Мемуары
isbn: 9782879531670
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—¡No fui a la iglesia, mamá! —le susurré al oído cuando la besé.
—Ya sabía yo que eras una niña muy obediente. —Mamá me sacudió la nieve de encima, me trajo las zapatillas calientes y le conté lo duro que había sido el camino de vuelta a casa.
—Y ¿sabes qué? La pobre Frida tuvo que sentarse en la última fila de clase completamente sola porque tosía.
—¡Cuando tosa, vuelve la cabeza hacia el otro lado!
Por la tarde el cielo quedó despejado, pero Frida volvió a faltar a clase. El banco vacío al final del aula me hizo recordar lo malo que era estar enfermo. En ese momento decidí que antes de convertirme en santa, sería enfermera.
Sentada en clase pude ver cómo los gorriones se posaban enfrente sobre la repisa de la ventana de la iglesia. Imaginé los rayos de sol pasando a través de las vidrieras e iluminando el altar. Sin embargo, no podía entrar a verlo.
Bajo las sábanas, echaba pestes contra mis padres. Intenté que papá me diera permiso para ir a la iglesia.
—¿Qué te dijo tu madre? —Y como era de esperar, se puso de su parte.
¿Por qué mis padres siempre se ponían de acuerdo en mi contra? Cuando mamá decía algo, papá la apoyaba. Y si le pedía algo a mamá, ella siempre preguntaba:
—¿Hablaste con papá? Si no lo has hecho, se lo preguntaremos juntas.
Fuera como fuera, no había forma de salirme con la mía. No podía dormir.
Mis padres estaban sentados en el salón como todas las noches: papá leía en voz alta mientras mamá hacía punto. Pero en ese momento estaban hablando. Quizás sobre mí… ¡seguro que estaban hablando de mí! Me levanté de la cama para poder oír lo que decían, pero los latidos de mi corazón eran tan fuertes que tuve que volver a la cama e intentar escuchar desde allí.
Estaban hablando de religión. Era difícil seguir la conversación, a menudo las voces no se oían bien.
—Adolphe, es cuando menos inaceptable, si no imposible que Dios quiera bajar en forma de oblea sagrada mediante unas manos tan sucias como las del sacerdote.
—Emma, los humanos no tenemos el derecho de juzgar a Dios…
Me resultaba muy difícil entender esta conversación. Me cubrí de nuevo con las mantas preguntándome si el cura no sabría que debía lavarse las manos antes de decir misa.
De pie en la puerta lateral de la iglesia, mi corazón se aceleró. “Esta es la casa de Dios. No puede haber ningún peligro, ¿verdad?” Abrí la puerta. La iglesia estaba vacía y oscura. ¡Cerré rápidamente la puerta y me marché! Al día siguiente, me había decidido. Iría a la pila de agua bendita para santiguarme rápidamente caminando de puntillas y agachada, escondiéndome entre los bancos de la iglesia. Una vez enfrente del altar me arrodillaría velozmente y pediría perdón por no quedarme más porque no me estaba permitido estar en la iglesia sola. Atravesaría toda la iglesia y saldría por el otro lado.
Los saltos que me dio el corazón casi me hicieron desistir. La puerta chirrió al abrirla. Me estremecí de la cabeza a los pies. Las caras de los santos parecían moverse. Alcancé el altar casi sin aliento. Cuando llegué al otro lado tuve la sensación de que mis piernas no podrían dar un solo paso más. Me pareció oír una voz en la nave. Crucé la puerta lateral tan rápido como pude y la cerré de un golpe.
Mi conciencia estaba confusa en cuanto a si debería volver sola a la iglesia o no. Finalmente, llegué a una conclusión: “Dios está por encima de mis padres. Además, ellos no conocen mi meta: yo quiero ser una santa”. Era mi mayor secreto. Estaba dispuesta a pagar cualquier precio, incluso a enfrentarme a la desaprobación de mis padres. Pero nunca tuve que hacerlo porque ellos nunca se enteraron de mis visitas secretas.
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Estaba consagrada a la Virgen María desde el bautismo, así que tenía que participar en la procesión. El sacerdote caminaría bajo un palio llevado por cuatro hombres, sostendría la imagen dorada de un sol delante de su cara y las niñas arrojarían pétalos de rosa a su paso. ¡Qué maravilloso servicio sagrado tendría que realizar! Mi madre me hizo un vestido de organdí blanco con un cinturón azul claro. Me compró unos zapatos nuevos y una corona de rosas para la cabeza. ¡Estaba deseando que llegara ese día! Pero, de repente, todo se canceló porque comencé a toser. Nunca antes había estado enferma, ¿por qué tenía que enfermar gravemente de tos ferina? ¿Estaba Dios enfadado conmigo? ¡Mi madre le regaló a otra niña mi precioso vestido! ¡Me moría de celos! Tan solo tres días después, me encontraba lo suficientemente bien como para salir de nuevo. Eso me hizo sentir aún peor.
De vuelta a la escuela, Frida seguía sin aparecer por clase. El doctor había dicho que no podría asistir a clase hasta que le desapareciera la tos. Iba a llamarla todos los días a su casa, pero nunca me contestaban.
Un día, al pasar al lado de su pequeña casa vi unas macetas de preciosas flores blancas en el patio de atrás. Por fin, alguien se había interesado por Frida y había tenido un detalle con ella.
Mamá me envió a la tienda de Aline a comprar un poco de azúcar para las fresas. Subí los cuatro escalones de la entrada al ultramarinos y me puse a la cola detrás de una mujer con zapatos de piel de cocodrilo. Era alta y llevaba un abrigo de verano, una auténtica dama, muy diferente del resto de las mujeres de nuestra calle.
Cuando vi su mano izquierda con un guante de encaje, me di cuenta de quién era. Por fin, ¡allí estaba la maravillosa dama que tanto admiraba! Debí de quedarme boquiabierta. Menos mal que mi madre no podía verme.
Aline me susurró: “Simone, no te quedes con la boca abierta. La señora comió muchas cerezas y luego bebió agua”. ¡Qué decepción! ¿Acaso no sabía controlarse esa señora? No me había dado cuenta antes de la barriga tan grande que tenía. Solo había visto su preciosa blusa y su bonito collar. Pero ahora también podía ver su enorme barriga que parecía a punto de explotar. Me eché a un lado, y tan pronto como tuve la compra en mis manos, ¡salí corriendo lejos de aquella estúpida señora!
—Simone, ¿por qué no llevaste a Zita contigo a la tienda? —preguntó mamá.
—Zita está enferma y Claudine también. —Con el traje que mamá me había hecho jugaba a ser enfermera.
—Pero eso es solo un juego. Y Zita necesita salir —dijo mamá.
—¡Como está enferma, la vestiré y la llevaré en el carrito de Claudine!
Mamá se rió. Sabía cuánto me gustaba vestir a mi perrita y tumbarla de espaldas como a un bebé dentro del carrito y así sorprender a los que pasaban por el lado.
—Pero Zita necesita ahora ponerse de cuatro patas.
—Pero mamá, ¡está muy enferma! —yo lo sabía mejor que ella, СКАЧАТЬ