Название: Sola ante el León
Автор: Simone Arnold-Liebster
Издательство: Автор
Жанр: Биографии и Мемуары
isbn: 9782879531670
isbn:
La noche del 24 de diciembre, cuando venía el Niño Jesús, apenas pude dormir de los nervios. Me había propuesto permanecer despierta. A media noche, mi madre me sacó de la cama. Una luz suave provenía del comedor. Mamá me atusó el pelo, me puso la bata y dijo:
—Ya vino el Niño Jesús, veamos qué te trajo.
¡Casi no podía creerlo! En la esquina de la habitación había aparecido un pequeño abeto cubierto de resplandecientes guirnaldas y adornado con pequeñas velas encendidas que se reflejaban en las bolas de cristal. En la base del árbol, bajo las ramas, había naranjas y nueces. Cuando me aproximé, encontré un carrito de bebé y una preciosa muñeca.
—¡Mamá! ¡Papá! ¡Mirad! ¡El Niño Jesús sabía exactamente lo que quería!
Cuando nuestra curiosa vecina me había preguntado con anterioridad qué le iba a encargar al Niño Jesús, mamá había acertado al contestarle:
—¡Un regalo no se puede encargar, y el Niño Jesús sabe perfectamente lo que Simone quiere y merece!
La muñeca estaba sentada con los brazos abiertos llamando a su mamá. Y el Niño Jesús sabía cuánto deseaba una hija. Cogí mi muñeca e inmediatamente le puse de nombre Claudine.
Al día siguiente era la representación de Navidad. El telón cayó tras el primer acto. Más que los aplausos del auditorio, fue la enhorabuena del profesor lo que me dio la confianza que necesitaba para el largo acto que todavía restaba. ¡Cuántas veces había soñado que me quedaba con la boca abierta y sin voz en el escenario!
Durante la pausa, la tía Eugenie vino a buscarme.
—Deja tus alas aquí y ven conmigo. Tenemos tiempo de sobra.
La tía Eugenie trabajaba como institutriz para la familia Koch.
—Los Koch quieren conocerte. Están con tus padres esperándote en uno de los palcos.
La luz era tan tenue que apenas podía ver el palco. Era diminuto. Tenía un extraño olor a humedad y butacas de terciopelo rojo. El señor Koch se levantó y, con una inclinación, me extendió su mano derecha.
—Me siento honrado de conocer a una pequeña señorita tan agradable y capaz —dijo. Me cogió la mano y me la besó con delicadeza.
No sabía cómo reaccionar. Afortunadamente, la señora Koch intervino:
—¡Y qué bien vestida va!
—Sí, ¡mi mamá me hizo este vestido! —Me encantaba mi vestido de terciopelo negro con una guirnalda de pequeñas rosas alrededor de la chaqueta, y quería que todo el mundo lo supiera.
De repente, la puerta del palco se abrió. Henriette, una pobre niña retrasada mental, estaba de pie a la entrada con una cesta colgando del cuello. Temblaba de arriba abajo. Con ojos implorantes puso la cesta ante las narices de alguien.
—Compren un número, por favor, por favor. Seguro que toca.
Todos los que estaban en el palco le compraron uno, tras lo cual salió corriendo. Fue al siguiente palco donde estaba un hombre solo que, sacudiendo la mano y la cabeza, dio a entender que no quería nada. Henriette se ruborizó y huyó. ¡Pobrecilla! ¡Qué horror! Sentí tanta pena por ella… Mi madre decepcionada clavó sus ojos en aquel hombre. Seguí la mirada de mamá y reconocí a nuestro párroco.
El timbre sonó para avisar que iba a comenzar el siguiente acto. Tenía que marcharme. Las luces se apagaban lentamente. Me crucé con Henriette que bajaba del vestíbulo. El párroco la había llamado para que volviese al palco.
La obra fue un éxito. El telón cayó tras el último acto, pero casi inmediatamente se levantó otra vez. Volvimos a subir al escenario y algunos de nosotros tuvimos que dar un paso adelante. Los aplausos hicieron que se me llenasen los ojos de lágrimas. El teatro de la ciudad estaba lleno y todo el mundo aplaudía. Quería salir corriendo, pero parecía que tenía los pies clavados al suelo. El telón de terciopelo rojo volvió a caer. Todos bajamos del escenario, pero alguien tuvo que llevarme de la mano. Estaba agotada y solo deseaba irme a la cama y meterme entre las sábanas.
Mamá vino a buscarme detrás del escenario, me besó y me cogió en brazos. Noté su cuerpo rígido y tenso. Algo tuvo que haberle molestado. Indignada, se dirigió al director del teatro y le dijo:
—Simone no volverá a actuar, la voy a sacar inmediatamente del grupo de niñas de las Alondras. ¡No he criado a la niña para que luego se abuse de ella!
—¿Qué quiere decir? —preguntó el director sorprendido.
—¡Debería haber visto lo que pasó en el palco de al lado! —(Años después me enteré de que el párroco había abusado de Henriette.)
Cuando nos íbamos, mamá me dijo:
—Mira, tu hija Claudine te está esperando en casa y ella te necesita. Eso es mejor que las Alondras. —Estaba muy cansada y mamá lo notaba. ¡Qué maravillosa era mamá!
—¡Sí, es verdad! Tengo que cuidar a Claudine. Pobrecilla, ¡está sola en casa!
Claudine, al igual que Zita, estaba sentada a mi lado mientras yo aprendía a hacer calceta. Al mirar por la ventana, vi como la nieve se mezclaba con la lluvia.
La lluvia había estropeado el precioso manto de nieve blanca y suave. Camino de casa de la tía Eugenie tuvimos que andar sobre la nieve derretida y se nos enfriaron los pies. La jefa de mi tía, la señora Koch, le había pedido que me invitase a la cena de Nochebuena, que ellos celebraban unos días después del 24 de diciembre.
Durante el camino mamá me había dado toda una lista de normas de educación que ya conocía y que repetía vez tras vez. Sé educada. No montes un pie encima del otro cuando estés de pie. No toques los muebles. No te sirvas tú misma. No mastiques con la boca abierta. No entres en una habitación en la que no has sido invitada. No apoyes la cabeza sobre el codo en la mesa. No juegues con el pelo. No balancees las piernas cuando estés sentada. ¡No, no, no…!
La enorme mansión con escalones de mármol, espejos de cristal y la vistosa alfombra me azoraron. El olor a pino, las velas, el chocolate y el pastel; la estrepitosa risa de los tres hijos y sus primos; el pino que llegaba al techo con aquella montaña de paquetes multicolores bajo sus ramas… casi me hacen huir.
—Ven Simone. No seas tímida. Los niños no te van a hacer daño.
Tía Eugenie me presentó a los tres niños y a sus primos, quienes, obviamente, no tenían ningún interés en conocer a una niña. Los chicos eran todos iguales. Todos eran como los del colegio que nos tiraban las castañas. No me gustan los chicos, pensé.
Me senté en una silla tan alta que no me tocaban los pies al suelo. El pelo me molestaba. Mi tía sonrió, y suavemente, pero con firmeza, posó su mano sobre mi rodilla para que no balanceara las piernas. También me apartó СКАЧАТЬ