Название: Sola ante el León
Автор: Simone Arnold-Liebster
Издательство: Автор
Жанр: Биографии и Мемуары
isbn: 9782879531670
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J’aimais aussi les conversations que nous avions, Maman et moi. Je pouvais lui ouvrir mon cœur et tout lui confier – enfin presque. J’avais un petit secret : j’éprouvais une admiration éperdue pour une autre qu’elle. Je ne voulais pas lui en parler pour ne pas la rendre jalouse. Une jolie jeune femme avait emménagé dans le voisinage. J’aimais sa beauté et son élégance. Je l’avais prise pour modèle. Elle passait tous les jours à la même heure devant chez nous et je me précipitais à la fenêtre, le cœur battant, pour l’apercevoir. J’attendais impatiemment le jour où je pourrais la voir de plus près.
Papa prenait mes devoirs très au sérieux. Il n’acceptait pas que je gribouille et il m’obligeait à recommencer même si je me mettais à bouder. Il me répétait souvent : « Je sais que tu es capable de faire beaucoup mieux que cela. Et n’oublie pas que tu portes mon nom ! » Il exerçait son autorité de façon paisible et douce. J’étais toute honteuse quand il m’arrivait de me rebeller contre lui et je me disais alors : « Mais pourquoi est-ce que j’ai encore tenu tête à un si gentil papa ? »
CAPÍTULO 2
Miedo al infierno y a la muerte
Los días se hacían más cortos. La niebla se arrastraba por los campos y las dalias empezaban a inclinar la cabeza. Los más pequeños corríamos tras las hojas que caían y recogíamos castañas. Los niños las arrojaban contra nosotras y teníamos que escondernos. ¡Qué mal me caían los niños!
La gente acudía a los cementerios con los coches llenos de crisantemos blancos y rosas. Era la víspera de Todos los Santos, y la gente solía visitar las tumbas de sus seres queridos. Tendríamos otra reunión familiar. Incluso la tía Eugenie vendría desde muy lejos.
Los vecinos volverían a confundirla con mi madre. Era gracioso, porque aunque ambas tenían el mismo pelo negro, la tez de mi tía era como su collar de ámbar y sus ojos parecían cerezas negras. Sin embargo, su personalidad alegre hacía que ella y mamá pareciesen hermanas gemelas, que era tal y como se sentían ellas. Para mí, tía Eugenie era como una segunda madre.
La abuela y yo fuimos al cementerio de Oderen para limpiar las tumbas. La tía Eugenie llevó una inmensa maceta de crisantemos a la tumba de su marido y, una vez allí, comenzó a llorar y a rezar.
—Abuela, ¿por qué está llorando la tía?
—Tu tío murió no hace mucho, y llevaban solo tres años casados.
—¿Se ahogó en el río?
—No, murió de tuberculosis.
—Mamá me contó que la muerte es la puerta de entrada al cielo. —Cuando era más pequeña había entrado por error en la habitación del padre de mi abuela. Estaba tumbado con los ojos cerrados y parecía como si estuviese rezando, rodeado de coronas de flores artificiales. Cuatro grandes velas proporcionaban una luz suave, y el olor a incienso llenaba la habitación. Me dijeron que iba camino del cielo. Pero ahora, enfrente de su tumba, me sentía confusa.
—Abuela ¿la tumba es la entrada al cielo?
—También puede ser la entrada al infierno.
—Yo he visto salir del sótano de la fábrica donde trabaja papá el humo del fuego del infierno. Siempre que lo veo doy un gran rodeo.
La abuela sonrió, me cogió las manos y comenzamos a rezar una oración, a la que se nos unió la tía Eugenie.
—¿Por qué rezamos? ¿Acaso pueden oírnos los muertos?
—Por supuesto. Y si no están en el purgatorio pueden ayudarnos.
—Purga… ¿qué?
—El purgatorio es un lugar donde, mediante el fuego, se nos purifica de nuestros pecados o de las cosas malas que hayamos hecho. Solo los santos van al cielo directamente.
—¿Quién enciende el fuego?
—Lucifer, el orgulloso arcángel que fue arrojado del cielo y se convirtió en el guardián del infierno y su fuego y del purgatorio.
—Vámonos, abuela, estoy tiritando de frío.
En Alsacia al cementerio lo llamábamos el “patio de la iglesia”. Cuando nos marchamos, las tumbas quedaron a la sombra de la iglesia, adornadas con muchas macetas de flores. Todas aquellas personas debían de haber sido santas.
Cuando regresamos a casa de mi abuela, mi prima Angele aún no había llegado.
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La familia por fin terminó los preparativos para la víspera del día de Todos los Santos. El tío Germain trasladó la mesa y las sillas a otra habitación. El abuelo trajo varios leños grandes para el fuego. Mi madre y la tía Valentine prepararon las castañas para asar, mientras la abuela encendía una vela grande al lado del crucifijo que se había colocado entre las dos ventanas. Todos nos arrodillamos excepto Angele, para quien todo lo relacionado con la religión carecía de interés. Se dijo el nombre de alguien que había muerto.
—Recemos un rosario por su alma.
Aquellas oraciones sonaban como un murmullo de quejas. El susurro del viento a través de la chimenea y el crepitar del fuego hacían que todo pareciera más melancólico. Me dediqué a observar las caras de cada uno de los allí presentes.
Mirando a hurtadillas vi que el tío Alfred tenía los ojos abiertos.
—Tío, ¿por qué no rezas como es debido?
—No me habrías visto si tú lo estuvieras haciendo bien —respondió rápidamente el tío Alfred.
Pero yo podía hacer las dos cosas al mismo tiempo: rezar y mirar a hurtadillas. La luz de la llama de la solitaria vela bailaba en el techo. ¿Sería el fuego del infierno? ¿O el del purgatorio? En el exterior, la pálida luna aparecía y desaparecía entre las nubes dejando por el camino extrañas y espeluznantes sombras. ¿Serían fantasmas? Un sentimiento de incomodidad se apoderó de mí. Las oraciones parecían no tener fin. Me dolían las rodillas. Se consumió el último leño que quedaba en la chimenea. Las castañas dejaron de estallar. En la habitación cada vez se veía menos. La vela, al igual que yo, empezó a temblar. Una larga columna de humo negro en movimiento dibujaba todo tipo de figuras. La vela estaba consumiéndose y los últimos parpadeos de la llama iluminaban el cuadro de María. Allí estaba, enmarcado con tanto esmero. Tenía en sus brazos al Niño Jesús, con una esfera en sus manos. El pecho de María estaba abierto y se veía su corazón sangrando. Cuanto más miraba el corazón, más parecía estremecerse y sangrar. Finalmente desapareció entre las sombras.
Alguien se levantó y encendió la luz. El tío Germain puso la mesa y las sillas en su sitio. Se trajeron tazones de leche, mientras mi madre y la tía Valentine pelaban las castañas asadas, que no me supieron a nada.
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DICIEMBRE DE 1936
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