Camino al colapso. Julián Zícari
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СКАЧАТЬ (Verbitsky, 1992), Todo tiene precio (Capalbo y Pandolfo, 1992), La corrupción (Grondona, 1993), Hacer la Corte (Verbitsky, 1993), Narcogate (Lejtman, 1993) El palacio de la corrupción (Carnota y Talpone, 1995) y El otro (López Echague, 1996) construían una y otra vez una imagen de abusos inescrupulosos por parte de políticos, los cuales quedaban recurrentemente impunes gracias a tener una red de protección garantizada por esa misma corporación política de la que se sospechaba. Incluso, el legislador por el Frepaso Juan Pablo Cafiero llegó a pedir la instauración de una suerte de nueva CONADEP, pero ya no para abordar el tema de la desaparición de personas, como había sido luego de la última dictadura militar, sino para investigar la corrupción, pedido que era recurrentemente promovido por el periodista Mariano Grondona desde su programa Hora clave, por canal 9.

      Sin embargo, que la retórica “anticorrupción” haya ganado una centralidad inusitada durante la década de 1990 en el país no puede ser atribuido únicamente a los medios de comunicación, por más que ellos hayan cumplido un rol importante en esto. Por empezar, porque según los relevamientos empíricos que se han realizado, durante el periodo 1990-2001 fueron principalmente políticos (oficialistas y opositores) y funcionarios públicos los responsables de originar el 56% de las denuncias que se convirtieron en “escándalos de corrupción” y que tuvieron gran notoriedad pública, cuando los periodistas o los medios de comunicación generaron solo el 13,8% en ese periodo (Pereyra, 2012: 271); más aún, durante el segundo gobierno de Menem, cuando el tema tuvo mayor relevancia política, los medios de comunicación y los periodistas tuvieron su menor participación en ello, originando el 8,6% de aquellas denuncias (id.: 272). Es decir, el tema de las denuncias y los usos simbólicos de la corrupción deben ser entendidos más propiamente como un recurso que se generó al interior de la propia corporación política y que sirvió principalmente como un instrumento de lucha política y de posicionamiento entre líderes y partidos políticos en aquel contexto, donde además serían –precisamente– los partidos de oposición los que más hincapié harían en esta temática, siendo el Frepaso el caso más activo y destacado al respecto, al apelar a este tópico como parte de su estrategia de relucir como el partido de la “nueva política2”. De igual modo, ante un clima de consenso mayoritario sobre los esquemas económicos vigentes, el uso reiterado de hablar sobre la corrupción era una rápida vía de escape que permitía ganar consenso fácil al tocar un tema de acuerdo universal (¿quién se opondría a eliminar la corrupción?) pero que evitaba, sobre todo, discutir otras cuestiones en un contexto en el cual la debilidad ideológica tendió a aflorar, sin promover una disputa por proyectos políticos alternativos más que por combatir el tema de la corrupción. Un buen ejemplo al respecto es el de Chacho Álvarez, cuando hablaba acerca los principales problemas del país a poco de asumir Menem su segundo mandato: “La contradicción no es ya inflación o recesión, ni se trata de bajar sueldos, sino que hay que empezar a bajar los bolsones de privilegio, luchar contra la corrupción y tener un presupuesto equilibrado con control parlamentario, a partir de allí, con un nivel de austeridad muy fuerte, se puede discutir la situación económica” (Página 12, 2/11/95). Como vemos, el prerrequisito antes de esbozar cualquier cambio no podía ser otro más que la transparencia, el control de los gastos y la austeridad. De este modo, se solía esgrimir que los problemas económicos y sociales del momento (desempleo, concentración de la riqueza, desigualdad, exclusión, primarización del aparato productivo, sobreendeudamiento, etc.) eran debidos a la corrupción y no ya al modelo que los provocaba y que tácitamente se naturalizaba al no ser cuestionado. Con lo que, bajo estas premisas, se terminaba por construir una visión degradada y peyorativa del mundo político, representado como homogéneo, espurio y sin otra motivación más que el lucro individual, la inmoralidad y el robo, y en el que se fabricaba una imagen de distancia cada vez más grande de “la gente” frente a aquellos que debían representarla (“los políticos” y la “partidocracia”).

      Reforzando esta idea, debemos decir que el discurso anticorrupción lejos de ser un elemento que pudiera amenazar al orden social de aquel contexto, era más bien funcional al mismo, no solo porque era una herramienta que evadía poner en entredicho ciertos esquemas de poder, sino que incluso permitía insertarse dentro de las claves de disputas políticas propias del neoliberalismo, en el cual el combate acérrimo contra la corrupción envuelve solapadamente su oposición irrestricta a toda forma de intervencionismo estatal. Justamente, uno de los principales argumentos utilizados por Menem y por la prédica neoliberal al inicio de las reformas estructurales, fue asegurar que al privatizar las empresas públicas y desregular los mercados se aniquilaban las “bases estructurales de la corrupción”, señalando implícitamente que la transparencia solo podría lograrse con menos Estado y con más mercado (Astarita, 2014). Con lo que, el Estado y “los políticos” no solo terminaban por ser fácilmente ubicados como los focos y causas por antonomasia de la corrupción, sino que se hacía hincapié en la separación tajante entre técnica y política, donde la primera se considera neutral, científica y objetiva, mientras que la segunda sería espuria, arbitraria y cargada de vicios inherentes. De allí que el discurso “antiestatal” y el de la “anticorrupción” neoliberal tendieran a confundirse uno con otro y a generar finalmente un posicionamiento “antipolítico” como lugar común, en el cual se evitaba la discusión de los proyectos económicos y sociales alternativos al neoliberalismo y al orden imperante, y en el que su corolario no era otro más que la sugerencia de que la diagramación de las políticas públicas debería recaer ahora únicamente sobre los “técnicos”, libres de cualquier sesgo político o ideológico. De igual modo, con la instalación del tema de la corrupción como principal eje de las discusiones también se comenzaría a construir la importante demarcación dentro del espectro político de la supuesta división entre “honestos y corruptos” y ser con ello un clivaje fundamental de las articulaciones partidarias. Una prueba representativa de esto, y no sin casualidad, fue que las figuras que se estaban estableciendo como los principales líderes de la oposición (Chacho Álvarez, Fernando De la Rúa, Graciela Fernández Meijide, etc.) comenzaron a sacar jugosos frutos políticos de este tipo de dicotomías, bajo su aura de hacer política con decoro, respeto por las formas y austeridad, pero por sobre todo por hacerlo “sin corrupción”3. Así, este tipo de dinámica cultural sobre el mundo político no solo iría cimentando una mirada cínica y desesperanzada de los problemas públicos –con cierta negatividad y desentendimiento sobre la política y los partidos–, sino que también permitiría vaciar de contenidos los temas de discusión –o por lo menos a empobrecerlos–, poniendo fin a las cuestiones que habían sido fundamentales bajo la edad de oro del Estado de Bienestar –ligadas a la distribución, la igualdad y al desarrollo industrial–, para centrar ahora parte de los conflictos en torno a la institucionalidad y la ética pública.

      Igualmente, junto con el nuevo clima político que se estaba edificando, los cambios más importantes que se produjeron en él fueron los realineamientos internos realizados en el propio gobierno y que jugaron también un rol de peso para transformar el horizonte. En este caso, porque la elaborada alianza que había logrado construir un sólido bloque gubernamental entre Menem, Cavallo y Duhalde terminó finalmente por fragmentarse y luego por estallar con los primeros tiempos del segundo mandato del PJ. La competencia y rivalidad de estas tres figuras –que habían funcionado como aliadas, logrando estructurar al menemismo hasta entonces bajo una exitosa coalición de gobierno–, abrirían ahora interrogantes hacia el futuro sobre los rumbos de la política nacional.

      Con respecto a la figura de Cavallo, debemos decir que si bien no fue el más importante promotor del giro neoliberal llevado adelante por Menem y el peronismo, solo con su llegada al ministerio de Economía a principios de 1991 y el lanzamiento de la convertibilidad el gobierno pudo tener por primera vez un control de la situación y ganar el consenso suficiente para legitimar el giro realizado y todo el plan de reformas. Es por ello que, desde ese momento, a partir del éxito casi inmediato que tuvieron sus medidas y por el tipo de perfil discursivo que llevó adelante, Cavallo fue teniendo peso propio al convertirse en el principal defensor ideológico del programa de gobierno, lo cual le fue permitiendo escalar en sus posiciones y a hacer desembarcar a hombres de su riñón en una amplia serie de cargos gubernamentales de importancia, excediendo con mucho su influencia СКАЧАТЬ