Название: La gran vida
Автор: Michael Caine
Издательство: Bookwire
Жанр: Философия
Серия: La principal
isbn: 9788417617431
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Incluso sin estudios, papá era una de las personas más brillantes que he conocido. Se construyó una radio de cero y leía biografías a todas horas. Se interesaba mucho por la vida real de las personas. Murió cuando yo tenía tan solo veintidós años, no llegué a conocerlo como adulto, pero hasta entonces nos llevamos muy bien. En muchos sentidos, era mi ídolo. Mi madre siempre rompía a llorar en Navidad. Me miraba y decía: «Eres igual que tu padre». A lo que yo respondía: «Sí, lo soy». Mi carácter es calcado al suyo: él fue un chaval duro, como yo. Cuando pienso en su vida, me conmueve tanto talento desperdiciado (no solo el suyo, sino el de generaciones y generaciones de su familia y de familias como la suya) en trabajos manuales no cualificados. Y aunque sé que ahora el mundo es un lugar mejor, que los chicos como mi padre tienen al menos la oportunidad de ir a la escuela y aprender algo, sigo pensando que estamos fallando a todos aquellos que no encajan en el sistema educativo. Lo sé porque yo tampoco encajaba.
Por aquel entonces, mi padre formaba parte de una nueva generación de trabajadores que no confiaban en recibir ningún tipo de ayuda; se limitaban a procurar salir adelante junto a sus familias. Nací en plena Depresión, todo el mundo se dejaba la piel para sobrevivir. Mi padre leía la prensa a diario, pero no recuerdo haberlo visto nunca discutiendo de política, y tampoco era miembro de ningún sindicato ni militante de causa alguna. De hecho, no votó en su vida. Se veía totalmente fuera del sistema y, aunque se benefició de los fondos del estado de bienestar, de la seguridad social y de las medidas de la Ley de Educación de 1944 (todas ellas reformas sociales destinadas a mejorar las condiciones de la clase trabajadora), siempre fue de la opinión de que nadie salvo él mismo podía asistirlo. Su desencanto hacia la sociedad influyó en todo lo que hizo. Un ejemplo aparentemente cogido por los pelos: tenía alquilado un equipo de radio por el que pagaba dos chelines y seis peniques a la semana, cuando podía haberse comprado su propio equipo por cinco libras. Al cabo de los años se dejaría al menos cien libras en ese alquiler, pero carecía de la confianza suficiente como para dar el salto e invertir en algo que le habría ahorrado un buen dinero.
La graduación de mi hija Natasha, en la Universidad de Mánchester, fue una de las cosas que más orgullo me han causado jamás. Fue la primera de la familia en ir a la universidad. Para sus hijos —mis nietos— será lo normal. Mi padre pertenecía a una generación que no dejaba traslucir sus emociones lo más mínimo, pero sé que también se habría sentido muy orgulloso.
Años después de la muerte de papá, y en un mundo totalmente distinto, fui a la fiesta de cumpleaños del hijo de mi amigo Wafic Saïd, el magnate de fama internacional que fundó la Saïd Business School en la Universidad de Oxford. La fiesta tuvo lugar en un moderno salón de celebraciones ubicado en lo que fue la antigua lonja de Billingsgate. Sentado allí, dando sorbitos a una copa de champán y comiendo caviar, me di cuenta de que frente a mí veía el lugar exacto donde se emplazaba el puesto de pescado de mi padre, allá donde yo solía ayudarlo los fines de semana. Junto a mí se encontraba la princesa Miguel de Kent, que charlaba animadamente.
—¿Conoce al presidente Putin? —me preguntó, y era como si su voz me llegase desde un lugar muy lejano.
—No, no lo conozco.
Se inclinó hacia mí y tocó mi brazo.
—Tiene usted los ojos llorosos.
—Se me ha metido algo —mentí, echando mano de mi pañuelo.
Para mi padre, lo único bueno de su trabajo en Billingsgate era que le permitía salir a mediodía y pasarse a ver a los corredores de apuestas. Era un jugador empedernido. Su sempiterna mala suerte en las carreras de caballos fue la causa principal de mis primeras actuaciones en la puerta de casa. Era mamá quien se ocupaba de que no nos faltase de nada. Dedicó su vida entera a mi hermano y a mí y se aseguró de cubrir todas nuestras necesidades, aunque vivíamos en un mundo de segunda mano. Ropa de segunda mano y zapatos de segunda mano, una idea pésima cuando aún te están creciendo los pies. A los cuatro años ya había superado el raquitismo, posiblemente gracias a subir y bajar a la carrera los cinco tramos de escaleras que había entre nuestro piso y el único aseo del edificio, que se encontraba en el jardín y que compartíamos con otras cuatro familias. Desarrollé unas piernas y una vejiga extraordinariamente resistentes, pero lamenté tener que prescindir de los zapatos ortopédicos. Al menos aquellos sí eran de mi talla.
Cuando llegó el momento de empezar a ir al colegio, casi todos mis problemas físicos se habían solucionado. O, mejor dicho, habían revertido. De ser un adefesio había pasado a ser una auténtica monada. Tanto que mi maestro en el John Ruskin Infants’ School se fijó en mi ensortijado cabello rubio y mis grandes ojos azules y me bautizó como «el ricitos». Grave error. Tras dos o tres días encajando golpes y patadas de los otros niños, mi madre irrumpió en el patio del centro con paso marcial. Me espetó: «A ver, ¿quiénes son los que te pegan?». Los señalé. Después de aquella somanta de palos, se acabaron mis problemas. Pero no me hacía ninguna gracia que tuviera que ser mamá quien me sacase las castañas del fuego, así que pregunté a papá qué debía hacer. «Pelea», me dijo inmediatamente. «Perder no es humillante. Lo humillante es ser un cobarde». Se arrodilló ante mí, levantó los puños y me pidió que le pegara. Pillé la idea bastante rápido. Después de eso nadie volvió a molestarme.
Pelearse en el colegio era una cosa y las escaramuzas del Llanero Solitario contra los malos cada sábado por la mañana, otra, pero la auténtica bronca estaba a la vuelta de la esquina. Mi hermano y yo tuvimos conocimiento de ella cuando nuestra madre se sentó con nosotros y nos dijo que tendríamos que irnos a vivir al campo porque un señor muy malo que se llamaba Adolf Hitler quería bombardear nuestra casa. Nosotros no entendíamos nada. No conocíamos a ningún Adolf. ¿Cómo podía saber él dónde vivíamos? Poco a poco, la realidad de la guerra fue calando en nuestro pequeño mundo. Primero fueron las máscaras antigás. Nos las entregaron en la escuela y cuando te las ponías parecías Mickey Mouse. Nos las probamos para ver si encajaban bien y yo, al igual que el resto de la clase, salí corriendo al patio con ella puesta. Casualmente, la válvula de aire de la mía estaba obstruida y caí redondo, desmayado, por la falta de oxígeno. Al parecer, no di la talla y, para mi vergüenza, me mandaron a casa. Aquello me pareció tremendamente injusto y despertó en mí una aversión al olor del caucho que aún hoy perdura.
Nunca olvidaré el Día de la Evacuación. Mi padre se pidió el único día libre de su vida para venir a casa y despedirse. Stanley y yo vestíamos nuestras mejores galas, unas peludas camisas de lana. En la vida me había picado tanto una prenda (hasta que entré en el Ejército). Los cuellos nos ahogaban y nos prendieron en las chaquetas una etiqueta con nuestro nombre. Hasta el momento en que fuimos al patio del colegio, mamá hizo como que todo aquello era un juego. Pero entonces una de las madres empezó a llorar, y luego otra, y finalmente todas —incluso la nuestra—, y entonces nos dimos cuenta de que aquello no era ningún juego. Partimos en fila india, yo agarrando con fuerza la mano de mi hermano. Me di la vuelta para ver a mi madre por última vez, agitando su pañuelo y llorando… y metí el pie hasta el fondo en una mierda de perro gigantesca. Fui objeto de inmisericordes abucheos y silbidos y me mandaron, solo, al final de la fila. Caminaba con las lágrimas resbalando por mis mejillas, y aquello debió de despertar la compasión de una de las profesoras, que se me acercó, me dio un abrazo y me dijo:
—Trae suerte. —Mi mirada denotaba tanta incredulidad que insistió—: En serio. Ya verás.
Aquello creó cierto precedente, porque, años más tarde, cuando rodaba la escena СКАЧАТЬ