Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle
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Название: Obras completas de Sherlock Holmes

Автор: Arthur Conan Doyle

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección Oro

isbn: 9788418211201

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СКАЧАТЬ mi sirviente Williams pudiera verlos antes. Tengo completa confianza en su discreción y le ordené que, si no quedaba satisfecho, no siguiera adelante. Tendrá que perdonarme estas precauciones, pero soy hombre de costumbres reservadas, e incluso podría decir de gustos refinados, y no hay nada tan antiestético como un policía. Me repugnan por naturaleza todas las manifestaciones de burdo materialismo. Casi nunca entro en contacto con la masa vulgar. Vivo, como usted ve, rodeado de una cierta atmósfera de elegancia. Podríamos decir que soy un mecenas de las artes. Son mi debilidad. Ese paisaje es un auténtico Corot y, aunque un entendido podría sentir ciertas dudas acerca de ese Salvatore Rosa, con este Bouguereau no puede caber la menor duda. Me encanta la escuela francesa moderna.

      —Perdone usted, señor Sholto —dijo la señorita Morstan—, pero he venido aquí a petición suya para enterarme de algo que usted desea contarme. Es ya muy tarde y me gustaría que la entrevista fuera lo más breve posible.

      —En el mejor de los casos, creo que nos tomará algún tiempo —respondió él—. Porque, naturalmente, tendremos que ir a Norwood a ver a mi hermano Bartholomew. Podemos ir todos y trataremos de convencerlo. Está muy enfadado conmigo por haber tomado la iniciativa que me parecía justa. Anoche tuvimos unas palabras bastante fuertes. No pueden imaginar lo terrible que se pone cuando está furioso.

      —Si vamos a ir a Norwood, tal vez convendría salir ya —me atreví a sugerir.

      Sholto se echó a reír hasta que las orejas se le pusieron completamente rojas.

      —Así no adelantaríamos nada —exclamó—. No sé lo que diría si me presentara con ustedes así, de repente. No, tengo que prepararles, explicándoles cuáles son nuestras respectivas posiciones. En primer lugar, debo decirles que hay ciertos detalles de la historia que yo mismo ignoro. Solo puedo explicarles los hechos hasta donde yo los conozco.

      »Como ustedes habrán adivinado, mi padre era el mayor John Sholto, del ejército de la India. Se retiró hace unos once años y se instaló en el Pabellón Pondicherry, en Upper Norwood. En la India le había ido bien y se trajo de allá una considerable cantidad de dinero, una gran colección de valiosas curiosidades y un equipo de sirvientes nativos. Con estos recursos se compró una casa y vivió con todo lujo. Mi hermano gemelo Bartholomew y yo éramos sus únicos hijos.

      »Recuerdo muy bien la sensación que provocó la desaparición del capitán Morstan. Leímos los detalles en la prensa y, como sabíamos que había sido amigo de nuestro padre, comentábamos el caso con toda libertad en su presencia. Incluso participaba en nuestras especulaciones sobre lo que podría haber ocurrido. Ni por un instante sospechamos que él tuviera escondido el secreto en su propio pecho; que solo él, entre todos los hombres, sabía qué había sido de Arthur Morstan.

      »Sin embargo, sí que sabíamos que sobre nuestro padre se cernía algún misterio, algún peligro concreto, porque le daba miedo salir solo y tenía empleados a dos luchadores como porteros del Pabellón Pondicherry. Williams, el que les ha traído aquí esta noche, era uno de ellos. En sus tiempos fue campeón de los pesos ligeros de Inglaterra. Nuestro padre nunca nos dijo de qué tenía miedo, pero sentía una extraordinaria aversión hacia los hombres con pata de palo. En una ocasión llegó a disparar su revólver contra un hombre con pata de palo, que resultó ser un inofensivo vendedor ambulante que iba de casa en casa. Tuvimos que pagar una elevada suma para silenciar el asunto. Mi hermano y yo creíamos que se trataba de una simple manía de nuestro padre; pero los acontecimientos posteriores nos hicieron cambiar de opinión.

      »A principios de 1882, mi padre recibió una carta de la India que le causó un gran sobresalto. Al abrirla, estuvo a punto de desmayarse en la mesa del desayuno, y desde aquel día estuvo enfermo hasta que murió. Jamás pudimos descubrir lo que decía aquella carta, pero mientras la tenía en las manos pude ver que era breve y estaba escrita con muy mala letra. Desde hacía varios años, nuestro padre padecía de dilatación del bazo, pero a partir de entonces empeoró rápidamente y hacia finales de abril supimos que no había esperanzas y que quería hacernos una última revelación a nosotros.

      »Cuando entramos en su habitación, estaba incorporado en la cama con ayuda de varias almohadas y respiraba con dificultad. Nos pidió que cerráramos la puerta y que nos situáramos uno a cada lado de la cama. Entonces, cogiéndonos de las manos, nos contó una historia extraordinaria, con una voz quebrada por la emoción y el dolor a partes iguales. Voy a intentar repetírsela a ustedes con sus mismas palabras:

      »—Solo hay una cosa —nos dijo— que me pesa en la conciencia en este momento supremo. Es la manera en que me he portado con la pobre huérfana de Morstan. La maldita codicia, que ha sido mi principal pecado durante toda mi vida, la ha privado del tesoro, cuando le correspondía por lo menos la mitad del mismo. Y sin embargo, yo tampoco lo he aprovechado. ¡Qué cosa tan ciega y estúpida es la avaricia! La simple sensación de poseerlo me resultaba tan agradable que no podía soportar la idea de compartirlo con nadie. ¿Veis esa diadema con cuentas de perlas que hay junto al frasco de quinina? Pues ni siquiera de eso fui capaz de desprenderme, aunque lo había sacado con la intención de enviárselo. Vosotros, hijos míos, le daréis una parte justa del tesoro de Agra. Pero no le enviéis nada, ni siquiera la diadema, hasta que yo haya muerto. Al fin y al cabo, hay quien ha estado tan mal como yo y se ha recuperado.

      »—Voy a contaros cómo murió Morstan —continuó—. Llevaba años enfermo del corazón, pero no se lo había dicho a nadie. Yo era el único que lo sabía. Cuando él y yo estábamos en la India, por una extraña serie de acontecimientos, llegó a nuestro poder un tesoro considerable. Yo me lo traje a Inglaterra, y en la noche de la llegada de Morstan, vino derecho aquí a reclamar su parte. Vino andando desde la estación y le abrió la puerta el viejo y leal Lal Chowdar, que en paz descanse. Morstan y yo tuvimos una diferencia de opiniones sobre el reparto del tesoro y nos cruzamos palabras muy fuertes. Morstan saltó de su silla en un paroxismo de rabia y, de pronto, se llevó la mano al costado, se le oscureció el rostro y cayó hacia atrás, golpeándose la cabeza contra la esquina del cofre del tesoro. Cuando me incliné sobre él, descubrí horrorizado que había muerto.

      »Me quedé mucho tiempo sentado y medio atontado, preguntándome qué podía hacer. Naturalmente, mi primer impulso fue pedir ayuda; pero me daba perfecta cuenta de que era muy probable que me acusaran de asesinato. El que hubiera muerto durante una disputa y la herida en la cabeza eran indicios muy graves en mi contra. De nuevo, era imposible realizar una investigación oficial sin que saliera a relucir la historia del tesoro, que yo estaba particularmente ansioso a mantener en secreto. Él me había dicho que ninguna alma sobre la tierra sabía dónde había ido. Me pareció que no había ninguna necesidad de que otra alma lo supiera jamás.

      »Todavía seguía dándole vueltas al asunto cuando levanté la mirada y vi a mi sirviente Lal Chowdar en el umbral de la puerta. Entró con sigilo y cerró la puerta con pestillo.

      »—No tema, sahib —dijo él—. Nadie tiene por qué saber que usted lo ha matado. Esconderemos el cadáver y ¿quién va a enterarse?

      »—Yo no lo maté —dije yo.

      »Lal Chowdar meneó la cabeza y sonrió.

      »—Lo he oído todo, sahib —dijo—. Oí la pelea y oí el golpe. Pero mis labios están sellados. Todos están dormidos en la casa. Lo sacaremos entre los dos.

      »Aquello bastó para decidirme. Si mi propio sirviente era incapaz de creer en mi inocencia, ¿cómo podía esperar que me creyeran doce estúpidos tenderos formando parte de un jurado? Aquella misma noche, Lal Chowdar y yo nos deshicimos del cadáver y a los pocos días todos los periódicos de Londres hablaban de la misteriosa desaparición del capitán Morstan. Os cuento todo esto para que veáis que no fue culpa mía. Sí soy culpable en cambio de haber escondido no solo el cadáver sino también el tesoro, y de haberme СКАЧАТЬ