Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle
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Название: Obras completas de Sherlock Holmes

Автор: Arthur Conan Doyle

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección Oro

isbn: 9788418211201

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СКАЧАТЬ era tan decidida y serena como siempre. Me propuse animarla y entretenerla con anécdotas de mis aventuras en Afganistán; pero, a decir verdad, yo mismo estaba tan excitado por la situación y sentía tanta curiosidad por conocer nuestro destino, que mis relatos se complicaron un tanto. Al día de hoy, ella todavía sigue insistiendo en que le conté una emocionante anécdota en la que una escopeta se asomó a mi tienda en mitad de la noche, y yo le disparé con un cachorro de tigre de dos cañones. Al principio, tenía cierta idea de la dirección en la que íbamos, pero con la velocidad que llevábamos, la niebla y mi limitado conocimiento de Londres, no tardé en desorientarme y ya no supe nada más, excepto que parecía que íbamos muy lejos. En cambio, Sherlock Holmes no se despistó ni una vez, e iba musitando los nombres a medida que el coche atravesaba plazas y se internaba por tortuosas callejuelas.

      —Rochester Road —decía él—. Y ahora, Vincent Square. Ahora saldremos a la calle del puente de Vauxhall. Parece que vamos hacia la parte de Surrey. Sí, lo que yo pensaba. Ya estamos en el puente. Se alcanza a ver un poco del río.

      En efecto, pudimos ver de manera fugaz un tramo del Támesis, con las farolas brillando sobre sus anchas y tranquilas aguas; pero el coche siguió adelante a toda velocidad y se introdujo rápidamente en el laberinto de calles de la otra orilla.

      —Wandsworth Road —dijo mi compañero—. Priory Road. Larkhall Lane. Stockwell Place. Robert Street. Coldharbour Lane. Nuestra misión no parece que nos lleve a regiones muy elegantes.

      Efectivamente, habíamos llegado a un barrio bastante sospechoso y desagradable. Largas y monótonas hileras de casas de ladrillo, alegradas tan solo por el turbio resplandor y los vulgares adornos de los bares de las esquinas. Pasamos luego ante varias manzanas de casas de dos plantas, todas ellas con un minúsculo jardín delante; y otra vez las interminables filas de edificios nuevos de ladrillo, monstruosos tentáculos que la gigantesca ciudad extendía hacia el campo. Por fin, el coche se detuvo ante la tercera casa de una manzana recién construida. Ninguna de las otras casas estaba habitada, y la que parecía nuestro destino estaba tan a oscuras como sus vecinas, excepto por un débil resplandor en la ventana de la cocina. Sin embargo, en cuanto llamamos a la puerta, la abrió al instante un sirviente indio ataviado con turbante amarillo, ropa blanca holgada y una faja amarilla. Había algo extraño e incongruente en aquella figura oriental enmarcada en el umbral de una vivienda suburbana de tercera clase.

      —El sahib los aguarda —dijo él y aún no había terminado de hablar cuando una voz aguda y chillona gritó desde alguna habitación interior:

      —Hazlos pasar, khitmutgar —dijo—. Que pasen en seguida conmigo.

      Capítulo IV:

      La historia del hombre calvo

      Seguimos al indio por un pasillo sórdido y común, terriblemente iluminado y peor amueblado, hasta llegar a una puerta situada a la derecha, que abrió del todo. Un resplandor de luz amarilla nos envolvió, y en el centro del resplandor se alzaba un hombre pequeño con la cabeza muy alta, una orla de pelo rojizo alrededor de ella y un cráneo calvo y reluciente, que sobresalía del cabello como la cumbre de una montaña sobresale entre los abetos. Se restregaba las manos una con otra mientras estaba de pie, y sus rasgos de la cara estaban en agitación constante: ahora sonreía, ahora ponía mal gesto, pero nunca quedaban en reposo ni un instante. La naturaleza le había dotado de un labio colgante y una hilera demasiado visible de dientes amarillentos e irregulares, que procuraba ocultar sin mucho entusiasmo pasándose la mano por la parte inferior del rostro. A pesar de su prominente calva, daba la impresión de ser joven. Y de hecho, acababa de cumplir treinta años.

      —A su servicio, señorita Morstan —seguía repitiendo, con voz aguda y penetrante—. A su servicio, caballeros. Por favor, pasen a mi pequeño santuario. Un humilde rincón, señorita, pero amueblado según mis gustos. Un oasis de arte en el ensordecedor desierto del sur de Londres.

      Todos nos quedamos asombrados por el aspecto de la habitación a la que nos invitaba. Parecía tan fuera de lugar en aquella triste casa como un diamante de la mejor calidad en una montura de latón. Las paredes estaban cubiertas por espléndidas cortinas y deslumbrantes tapices, recogidos aquí y allá para dejar sitio a algún cuadro lujosamente enmarcado o a un jarrón oriental. La alfombra, de colores ámbar y negro, era tan blanda y tan gruesa que los pies se hundían agradablemente en ella, como en una capa de musgo. Dos grandes pieles de tigre extendidas sobre la alfombra acentuaban la impresión de lujo oriental, a la que contribuía una enorme hookah colocada sobre una esterilla en un rincón. Una lámpara con forma de paloma de plata colgaba de un cable dorado casi invisible en el centro de la habitación. Al arder, impregnaba el aire de un sutil y aromático olor.

      —Soy el señor Thaddeus Sholto —dijo el hombrecillo, todavía temblando y sonriendo—. Ese es mi nombre. Usted es la señorita Morstan, naturalmente. Y estos caballeros...

      —Este es el señor Sherlock Holmes, y este el doctor Watson.

      —Un médico, ¿eh? —exclamó él, muy excitado—. ¿Ha traído su estetoscopio? ¿Podría pedirle..., tendría la amabilidad de...? Tengo serias dudas acerca de mi válvula mitral, y si fuera tan amable... En la aorta puedo confiar, pero me gustaría conocer su opinión sobre la mitral.

      Le ausculté el corazón como me pidió, pero no escuché nada anormal, aparte de que era evidente que sufría un ataque extremo de miedo, ya que temblaba de pies a cabeza.

      —Parece normal —dije—. No tiene por qué preocuparse.

      —Tendrá que perdonar mi ansiedad, señorita Morstan —dijo en tono afectado—. Tengo muy mala salud y hace tiempo que sospechaba de esa válvula. Me alegra muchísimo oír que mis sospechas eran infundadas. Si su padre, señorita Morstan, no hubiera sometido su corazón a tantas tensiones, tal vez estaría vivo ahora.

      Me dieron ganas de golpearle la cara, de tanto que me indignó su cruel e innecesaria alusión a un tema tan delicado. La señorita Morstan se sentó, y su rostro palideció hasta los labios.

      —Siempre tuve la corazonada de que estaba muerto —dijo.

      —Puedo darle toda la información al respecto —dijo él—. Y lo que es más, puedo hacerle justicia. Y lo haré, diga lo que diga mi hermano Bartholomew. Me alegro de que hayan venido sus amigos, no solo para escoltarla, sino también para que sean testigos de lo que me dispongo a hacer y decir. Entre los tres podremos hacer frente a mi hermano Bartholomew. Pero que no intervengan extraños. Ni policías ni funcionarios. Podemos arreglarlo todo perfectamente entre nosotros, sin ninguna interferencia. Nada molestaría tanto a mi hermano Bartholomew como la publicidad.

      Se sentó en un canapé bajo y nos miró inquisitivamente, sin dejar de guiñar sus ojos débiles y acuosos ojos azules.

      —Por mi parte —dijo Holmes—, lo que usted vaya a decirnos quedará entre nosotros.

      Yo asentí para mostrar mi conformidad.

      —¡Perfecto! ¡Perfecto! —dijo Sholto—. ¿Le apetece un vaso de chianti, señorita Morstan? ¿O de tokay? No tengo ninguna otra clase de vino. ¿Quiere que abra una botella? ¿No? Muy bien. Confío en que no pondrá objeciones al tabaco, al balsámico olor del tabaco oriental. Estoy un poco nervioso y mi hookah es para mí un sedante invaluable.

      Aplicó una cerilla a la gran cazoleta de la pipa, y el humo burbujeó alegremente a través del agua de rosas. Los tres nos sentamos en semicírculo, adelantando la cabeza y apoyando la barbilla en las manos, mientras el extraño y tembloroso hombrecillo de cráneo alto y reluciente aspiraba inquietas bocanadas en el centro.

      —Cuando СКАЧАТЬ