Название: Obras completas de Sherlock Holmes
Автор: Arthur Conan Doyle
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Colección Oro
isbn: 9788418211201
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Todos le seguimos a la habitación del ama de llaves, que se encontraba a la izquierda del pasillo. La anciana estaba andando de un lado a otro con gesto asustado y dedos inquietos, pero la presencia de la señorita Morstan pareció ejercer en ella un efecto tranquilizador.
—¡Dios bendiga su cara dulce y serena! —exclamó con un sollozo histérico—. ¡Es un consuelo verla! ¡Ay, qué día tan espantoso he pasado!
Nuestra acompañante le dio unas palmaditas en las manos huesudas y estropeadas por el trabajo, y murmuró algunas palabras de consuelo, amables y femeninas, que devolvieron el color a las mejillas cadavéricas de la pobre mujer.
—El amo se ha encerrado y no me responde —explicó—. He estado todo el día esperando que llame, porque a veces le gusta estar solo sin que le molesten, pero hace una hora temí que pasara algo malo, subí a su cuarto y miré por el ojo de la cerradura. Tiene usted que subir, señor Thaddeus..., tiene que subir y verlo usted mismo. Llevo diez largos años viendo al señor Bartholomew Sholto, en momentos buenos y momentos malos, pero jamás lo he visto con una cara como esa.
Sherlock Holmes tomó la lámpara y abrió la marcha, ya que a Thaddeus Sholto le castañeteaban los dientes y estaba tan trastornado que tuve que pasarle la mano bajo el brazo para sostenerlo cuando subíamos las escaleras, porque le temblaban las rodillas. Durante la ascensión, Holmes sacó dos veces su lupa del bolsillo y examinó atentamente marcas que a mí me parecieron simples manchas de polvo en la estera de palma que servía como alfombra de la escalera. Caminaba despacio, de escalón en escalón, sosteniendo la lámpara a poca altura y lanzando atentas miradas a derecha e izquierda. La señorita Morstan se había quedado con la asustada ama de llaves.
El tercer tramo de escaleras terminaba en un pasillo recto bastante largo, con un gran tapiz indio a la derecha y tres puertas a la izquierda. Holmes avanzó por él del mismo modo lento y metódico, y los demás le seguíamos los pasos, proyectando negras y largas sombras a nuestras espaldas. La tercera puerta era la que buscábamos. Holmes llamó sin obtener respuesta, y después intentó girar el picaporte y abrirlo a la fuerza. Pero la puerta estaba cerrada por dentro, y con una cerradura muy grande y resistente, como pudimos apreciar alumbrándola con la lámpara. No obstante, como habían hecho girar la llave, el ojo de la cerradura no estaba tapado del todo. Sherlock Holmes se agachó para mirar y se incorporó al instante, tomando aire ruidosamente.
—Aquí hay algo diabólico, Watson —dijo, más emocionado que lo que yo le había visto nunca—. ¿Qué le parece a usted?
Me agaché para mirar por el agujero y retrocedí horrorizado. La luz de la luna entraba en la habitación, iluminándola con un resplandor difuso y desigual. Mirándome de frente y como suspendida en el aire, ya que todo lo demás estaba en sombras, había una cara..., la mismísima cara de nuestro compañero Thaddeus. Tenía el mismo cráneo puntiagudo y brillante, la misma orla circular de pelo rojo, la misma palidez en el rostro. Sin embargo, sus facciones estaban contraídas en una sonrisa horrible, una sonrisa agarrotada y antinatural, que en aquella habitación silenciosa y a la luz de la luna resultaba más perturbadora que cualquier contorsión o mal gesto. Tanto se parecía aquel rostro al de nuestro pequeño amigo que me volví a mirarlo para asegurarme de que seguía con nosotros. Solo entonces me acordé de que nos había dicho que su hermano y él eran gemelos.
—¡Esto es terrible! —le dije a Holmes—. ¿Qué debemos hacer?
—Hay que echar abajo la puerta —respondió, lanzándose contra ella y aplicando todo su peso sobre la cerradura.
La puerta crujió y gimió, pero no cedió. De nuevo nos lanzamos contra ella, los dos juntos, y esta vez se abrió con un súbito chasquido y nos encontramos dentro de la habitación de Bartholomew Sholto.
Parecía estar equipada como un laboratorio químico. En la pared más alejada de la puerta se alineaba una doble hilera de frascos con tapón de cristal, y en la mesa había una maraña de mecheros Bunsen, tubos de ensayo y retortas. En los rincones había garrafas de ácido en cestos de mimbre. Una de ellas tenía un agujero o estaba rota, porque había dejado escapar un chorro de líquido oscuro y el aire estaba cargado de un olor acre, como de alquitrán. A un lado de la habitación había una escalera de mano, en medio de un montón de tablas rotas y trozos de escayola, y encima de ella se veía un agujero en el techo, lo bastante grande para que pasara por él un hombre. Al pie de la escalera había un largo rollo de cuerda, tirado al descuido.
Junto a la mesa, sentado en un sillón de madera, estaba sentado el dueño de la casa, desmadejado y con la cabeza caída sobre el hombro izquierdo, y con aquella sonrisa espantosa e inescrutable en su rostro. Estaba rígido y frío, y se notaba que llevaba muchas horas muerto. Me dio la impresión de que no solo sus facciones, sino todos sus miembros, estaban retorcidos y contraídos de la manera más fantástica. Sobre la mesa, junto a la mano del muerto, había un instrumento muy curioso: un mango de madera oscura y de grano fino con una cabeza de piedra, como la de un martillo, atada toscamente con una cuerda áspera. Junto a este había una hoja de cuaderno rasgada, en la que se veían garabateadas unas palabras. Holmes le echó un vistazo y luego me la pasó.
—Mire —dijo, levantando elocuentemente las cejas.
A la luz de la lámpara, leí con un estremecimiento de horror: “El signo de los cuatro”.
—¡Por amor de Dios! ¿Qué significa esto? —pregunté.
—Significa asesinato —respondió Holmes, inclinándose completamente sobre el cadáver—. ¡Ajá! Lo que yo suponía. ¡Mire aquí!
Señalaba algo que parecía una espina larga y oscura, clavada en la piel justo encima de la oreja.
—Parece una espina —dije.
—Es una espina. Puede usted arrancarla, pero tenga cuidado, porque está envenenada.
La cogí entre el índice y el pulgar. Salió con tanta facilidad de la piel que prácticamente no dejó señal alguna. El único rastro era una minúscula gota de sangre donde había sido el pinchazo.
—Para mí, todo esto es un misterio insoluble —dije—. Se torna cada vez más oscuro, en vez de aclararse.
—Al contrario —respondió Holmes—. Se va aclarando a cada instante. Ya solo me faltan unos pocos eslabones para tener el caso enteramente conectado.
Desde que entramos en la habitación, casi nos habíamos olvidado de nuestro compañero, que seguía de pie en el umbral, convertido en la imagen misma del terror, retorciendo las manos y gimoteando en voz baja. Pero de pronto estalló en un grito penetrante y angustiado.
—¡El tesoro ha desaparecido! —exclamó—. ¡Le han robado el tesoro! Ese es el agujero por donde lo bajamos. Yo le ayudé a hacerlo. Fui la última persona que vio a mi hermano. Lo dejé aquí anoche, y le oí cerrar la puerta mientras yo bajaba la escalera.
—¿Qué hora era?
—Las diez de la noche. Y ahora está muerto, y llamarán a la policía, y sospecharán que yo he tenido parte en el asunto. Sí, seguro que sospecharán. Pero ustedes no creerán eso, ¿verdad, caballeros? ¿Verdad que no creen que fui yo? ¿Los habría traído aquí si hubiera sido yo? ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío! Sé que me voy a volver loco.
Se puso a agitar los brazos y patear el suelo, en una especie de frenesí convulsivo.
—No tiene razón para temer, СКАЧАТЬ