Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle
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Читать онлайн книгу Obras completas de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle страница 37

Название: Obras completas de Sherlock Holmes

Автор: Arthur Conan Doyle

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección Oro

isbn: 9788418211201

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СКАЧАТЬ sentado, cuidando de mi pierna herida. Una bala de jezad la había atravesado tiempo atrás y, aunque no me impedía caminar, me dolía insistentemente con cada cambio de clima.

      —Mi ejercicio se ha extendido recientemente al continente —dijo Holmes al cabo de un rato, mientras llenaba su vieja pipa de raíz de brezo—. La semana pasada fui consultado por François le Villard, que, como probablemente sabrá, ha saltado recientemente a la primera fila de los investigadores franceses. Posee toda la rápida intuición de los celtas, pero le falta la amplia gama de conocimientos exactos que son esenciales para desarrollar los aspectos más elevados de su arte. Se trataba de un caso relacionado con un testamento, y presentaba algunos detalles interesantes. Pude indicarle dos casos similares, uno en Riga en 1857 y otro en Saint Louis en 1871, que le sugirieron la solución verdadera. Aquí está la carta, recibida esta mañana, agradeciendo mi ayuda.

      Mientras hablaba me pasó una hoja arrugada de papel de carta extranjero. Eché un vistazo por encima y capté una profusión de signos de admiración, con ocasionales magnifiques, coup de maîtres y tours de force repartidos por aquí y por allá, que daban testimonio de la ferviente admiración del francés.

      —Le habla como un discípulo a su maestro —dije yo.

      —¡Bah!, le concede demasiado valor a mi ayuda —dijo Sherlock Holmes ligeramente—. Él mismo tiene unas dotes considerables. Posee dos de las tres facultades necesarias para el detective ideal: la capacidad de observación y la de deducción. Solo le faltan conocimientos, y eso se puede adquirir con el tiempo. Ahora está traduciendo mis pequeñas obras al francés.

      —¿Sus obras?

      —¡Ah!, ¿no lo sabía? —exclamó, echándose a reír—. Pues sí, soy culpable de varias monografías. Todas ellas sobre temas técnicos. Aquí, por ejemplo, tengo una: Sobre las diferencias entre las cenizas de los diversos tabacos. En ella cito ciento cuarenta clases de cigarros, cigarrillos y tabacos de pipa, con láminas en color que ilustran las diferencias entre sus cenizas. Es un detalle que surge constantemente en los procesos criminales, y que a veces tiene una importancia suprema como pista. Si, por ejemplo, podemos asegurar sin lugar a dudas que el autor de un crimen fue un individuo que fumaba una lunkah india, está claro que el campo de búsqueda se estrecha. Para el ojo experto, existe tanta diferencia entre la ceniza negra de un Trichinopoly y la ceniza blanca y esponjosa de un “ojo de perdiz” como entre una lechuga y una patata.

      —Tiene usted un talento extraordinario para las pequeñeces —dije.

      —Aprecio su importancia. Aquí tiene mi monografía sobre las huellas de pisadas, con algunos comentarios acerca del empleo de escayola para conservar las impresiones. Y aquí hay una curiosa obrita sobre la influencia de los oficios en la forma de las manos, con litografías de manos de pizarreros, marineros, cortadores de corcho, cajistas de imprenta, tejedores y talladores de diamantes. Es un tema de gran importancia práctica para el detective científico, sobre todo en casos de cadáveres no identificados, y también para averiguar el historial de los delincuentes. Pero le estoy aburriendo con mis aficiones.

      —Nada de eso —respondí con seriedad—. Me interesa mucho, y más habiendo tenido la oportunidad de observar cómo lo aplica a la práctica. Pero hace un momento hablaba usted de observación y deducción. Supongo que, en cierto modo, la una lleva implícita la otra.

      —Ni mucho menos —respondió, arrellanándose cómodamente en su butaca y emitiendo con su pipa espesas volutas azuladas—. Por ejemplo, la observación me indica que esta mañana ha estado usted en la oficina de Correos de Wigmore Street, pero por deducción sé que allí despachó un telegrama.

      —¡Correcto! —dije yo—. Ha acertado en las dos cosas. Pero confieso que no entiendo cómo ha llegado a saberlo. Fue un impulso súbito que tuve, y no se lo he comentado a nadie.

      —Es la sencillez misma —dijo él, riéndose por lo bajo de mi sorpresa—. Tan ridículamente sencillo que sobra toda explicación. Aun así, puede servirnos para definir los límites de la observación y la deducción. La observación me dice que lleva usted un pegotito rojizo pegado al borde de la suela. Justo delante de la oficina de Correos de Wigmore Street han levantado el pavimento y han esparcido algo de tierra, de tal modo que resulta difícil no pisarla al entrar. La tierra tiene ese peculiar tono rojizo que, por lo que yo sé, no se encuentra en ninguna otra parte del barrio. Hasta aquí llega la observación. Lo demás es deducción.

      —¿Y cómo dedujo lo del telegrama?

      —Pues, para empezar, sabía que no había escrito una carta, porque estuve sentado frente a usted toda la mañana. Además, su escritorio está abierto y veo que tiene usted un pliego de sellos y un grueso fajo de tarjetas postales. Así pues, ¿a qué iba a entrar en la oficina de Correos si no era para enviar un telegrama? Una vez eliminadas todas las demás posibilidades, la única que queda tiene que ser la verdadera.

      —En este caso es así, desde luego —repliqué yo, tras pensármelo un poco—. Sin embargo, como usted mismo ha dicho, se trata de un asunto de lo más sencillo. ¿Me consideraría impertinente si sometiera sus teorías a una prueba más estricta?

      —Al contrario —respondió él—. Eso me evitará tener que tomar una segunda dosis de cocaína. Estaré encantado de considerar cualquier problema que usted me plantee.

      —Le he oído decir que es muy difícil que un hombre use un objeto todos los días sin dejar en él la huella de su personalidad, de manera que un observador experto puede leerla. Pues bien, aquí tengo un reloj que ha llegado a mi poder hace poco tiempo. ¿Tendría la amabilidad de darme su opinión sobre el carácter y las costumbres de su antiguo propietario?

      Le entregué el reloj con un ligero sentimiento interno de regocijo, ya que, en mi opinión, la prueba era imposible de superar y con ella me proponía darle una lección ante el tono algo dogmático que adoptaba de vez en cuando. Holmes sopesó el reloj en la mano, observó atentamente la esfera, abrió la tapa posterior y examinó el engranaje, primero a simple vista y luego con ayuda de una potente lupa. No pude evitar sonreír al ver su expresión abatida cuando, por fin, cerró la tapa y me lo devolvió.

      —Apenas hay ningún dato —dijo—. Este reloj lo han limpiado hace poco, lo cual me priva de los indicios más sugerentes.

      —Tiene razón —respondí—. Lo limpiaron antes de enviármelo.

      En mi corazón, acusé a mi compañero de esgrimir una excusa de lo más floja e impotente para justificar su fracaso. ¿Qué datos había esperado encontrar aunque el reloj no hubiera estado limpio?

      —Pero aunque no sea satisfactoria, mi investigación no ha sido del todo estéril —comentó, dirigiendo hacia el techo la mirada de sus ojos soñadores e inexpresivos—. Salvo que usted me corrija, yo diría que el reloj perteneció a su hermano mayor, que a su vez lo heredó de su padre.

      —Supongo que eso lo ha deducido de las iniciales H.W. grabadas al dorso.

      —En efecto. La W sugiere su apellido. La fecha del reloj es de hace casi cincuenta años, y las iniciales son tan antiguas como el reloj. Por lo tanto, se fabricó en la generación anterior. Estas joyas suele heredarlas el hijo mayor, y es bastante probable que este se llame igual que el padre. Su padre falleció, si no recuerdo mal, hace muchos años. Por lo tanto, el reloj ha estado en manos de su hermano mayor.

      —Hasta ahora, bien —dije yo—. ¿Algo más?

      —Era un hombre de costumbres desordenadas..., muy sucio y descuidado. Tenía buenas perspectivas, pero desaprovechó las oportunidades, vivió algún tiempo СКАЧАТЬ