Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle
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Название: Obras completas de Sherlock Holmes

Автор: Arthur Conan Doyle

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección Oro

isbn: 9788418211201

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СКАЧАТЬ por la habitación, con amargura en mi corazón.

      —Esto es indigno de usted, Holmes —dije—. Jamás habría creído que caería usted tan bajo. Ha estado usted investigando la historia de mi desdichado hermano, y ahora finge haber deducido todo ese conocimiento por medios fantásticos. ¡No esperará que me crea que ha visto todo eso en este viejo reloj! Es una grosería y, para serle franco, parece más propio de un charlatán.

      —Querido doctor —dijo en tono suave—, le ruego que acepte mis disculpas. Al considerar el asunto como un problema abstracto, olvidé que para usted se trata de algo muy personal y doloroso. Sin embargo, le aseguro que no sabía que hubiera tenido usted un hermano, hasta que me enseñó el reloj.

      —¿Y entonces, cómo diablos averiguó todo eso? Porque ha acertado de lleno en todos los detalles.

      —Ha sido buena suerte. Me limité a decir lo que parecía más probable. No esperaba acertar en todo.

      —¿No han sido puras conjeturas?

      —No, no; yo nunca hago conjeturas. Es un hábito nefasto. Destruye las facultades lógicas. Lo que a usted le parece tan extraño, lo es solo porque no ha seguido mi cadena de pensamientos ni se ha fijado en los pequeños datos de los que pueden extraerse importantes inferencias. Por ejemplo, empecé afirmando que su hermano era descuidado. Si se fija en la parte inferior de la tapa del reloj, verá que no solo tiene un par de abolladuras, sino que además está rayado y arañado por todas partes, a causa de la costumbre de meter en el mismo bolsillo otros objetos duros, como monedas o llaves. Como ve, no es ninguna proeza suponer que un hombre que trata tan a la ligera un reloj de cincuenta guineas debe ser descuidado. Tampoco es tan descabellado deducir que un hombre que hereda un artículo tan valioso tiene que estar bien provisto en otros aspectos.

      Asentí para dar a entender que seguía su razonamiento.

      —Es costumbre de los prestamistas ingleses, cuando alguien empeña un reloj, grabar el número de la papeleta con un alfiler en el interior de la tapa. Es más cómodo que poner una etiqueta y no hay peligro de que el número se pierda o se traspapele. Y mi lupa ha descubierto nada menos que cuatro de esos números en el interior de la tapa del reloj. Deducción: su hermano pasaba apuros económicos con frecuencia. Deducción secundaria: de vez en cuando atravesaba períodos de prosperidad, pues de lo contrario no habría podido desempeñar la prenda. Por último, le ruego que mire la chapa interior, donde está el agujero para dar cuerda. Fíjese en que hay miles de rayas alrededor del agujero, causadas al resbalar la llave de la cuerda. ¿Cree que la llave de un hombre sobrio dejaría todas esas marcas? Sin embargo, nunca faltan en el reloj de un borracho. Le daba cuerda por la noche y dejó la marca de su mano temblorosa. ¿Qué misterio hay en todo esto?

      —Está tan claro como la luz del día —respondí—. Lamento haber sido injusto con usted. Debí haber tenido más fe en sus maravillosas facultades. ¿Puedo preguntarle si en estos momentos tiene entre manos alguna investigación profesional?

      —Ninguna. De ahí la cocaína. No puedo vivir sin hacer trabajar el cerebro. ¿Qué otra razón hay para vivir? Mire por esa ventana. ¿Alguna vez ha sido el mundo tan lúgubre, triste e improductivo? Mire esa niebla amarilla que hace remolinos por la calle y se desliza ante esas casas grises. ¿Puede haber algo más desesperantemente prosaico y material? ¿De qué sirve tener talento, doctor, si no se tiene campo en el que aplicarlo? Los delitos son vulgares, la existencia es vulgar, y en este mundo no hay sitio para lo que se salga de la vulgaridad.

      Abrí la boca para responder a su diatriba, pero tras dar unos golpecitos en la puerta, entró nuestra casera, que traía una tarjeta en una bandeja de latón.

      —Una señorita pregunta por usted, señor —dijo, dirigiéndose a mi compañero.

      —Miss Mary Morstan —leyó este—. ¡Hum! No me suena de nada el nombre. Diga a la señorita que suba, señora Hudson. No se vaya, doctor. Prefiero que se quede.

      Capítulo II:

      Exposición del Caso

      La señorita Morstan entró en la habitación con un paso firme y compostura tranquila. Era una joven rubia, pequeña, delicada, con buenos guantes en las manos y vestida con el gusto más perfecto. No obstante, la discreción y sencillez de sus ropas parecían sugerir unos recursos económicos limitados. El vestido era de un sombrío pardo grisáceo, sin cintas ni adornos, y llevaba un pequeño turbante del mismo tono apagado, alegrado tan solo por un vestigio de pluma blanca en un costado. Su rostro no tenía facciones regulares ni una complexión hermosa, pero su expresión era dulce y amistosa, y sus grandes ojos azules resultaban singularmente espirituales y atractivos. A pesar de que mi experiencia con las mujeres abarcaba muchas naciones y tres continentes distintos, yo jamás había visto un rostro que ofreciera tan claros indicios de un carácter refinado y sensible. No pude evitar fijarme en que, al sentarse en el asiento que Sherlock Holmes le acercó, sus labios temblaban, sus manos se estremecían y todo en ella indicaba una fuerte agitación interna.

      —He acudido a usted, señor Holmes —dijo ella—, porque en cierta ocasión ayudó a mi empleadora, la señora de Cecil Forrester, a resolver una pequeña complicación doméstica. Quedó muy impresionada por su amabilidad y talento.

      —La señora de Cecil Forrester... —repitió él, pensativo—. Sí, creo que le presté un pequeño servicio. Pero me parece recordar que se trataba de un caso realmente sencillo.

      —A ella no se lo pareció. Pero del mío, por lo menos, no podrá usted decir lo mismo. Me cuesta imaginar algo más extraño y absolutamente inexplicable que la situación en que me encuentro.

      Holmes se frotó las manos y sus ojos se iluminaron. Se inclinó hacia delante en su butaca, con una expresión de absoluta concentración en sus facciones marcadas y aguileñas.

      —Exponga su caso —dijo en un seco tono de negocios.

      Me pareció que mi presencia resultaba embarazosa.

      —Estoy seguro de que sabrán disculparme —dije, levantándome de mi silla.

      Ante mi sorpresa, la joven levantó su mano enguantada para detenerme.

      —Si su amigo —dijo ella— tiene la bondad de quedarse, me prestará un servicio inestimable.

      Me dejé caer de nuevo en mi asiento.

      —Brevemente —continuó—, los hechos son los siguientes: mi padre era oficial en un regimiento de la India, y me envió a casa cuando yo era niña. Mi madre había fallecido y yo no tenía ningún pariente en Inglaterra, pero me ingresaron en un cómodo internado de Edimburgo, donde permanecí hasta que cumplí diecisiete años. En el año 1878, mi padre, que era el capitán más antiguo de su regimiento, consiguió un permiso de doce meses y volvió a Inglaterra. Me puso un telegrama desde Londres, diciendo que había llegado a salvo y pidiéndome que fuera a verlo cuanto antes, dando como dirección el hotel Langham. Su mensaje, tal como yo lo recuerdo, rebosaba amor y cariño. En cuanto llegué a Londres me dirigí al Langham, y allí me dijeron que el capitán Morstan se alojaba allí, pero que había salido la noche anterior y no había regresado. Esperé todo el día sin tener noticias suyas. Aquella noche, por consejo del director del hotel, me puse en contacto con la policía, y al día siguiente pusimos anuncios en todos los periódicos. Nuestras investigaciones no dieron ningún resultado. Y desde entonces hasta hoy no hemos vuelto a saber nada de mi pobre padre. Llegó a su país con el corazón lleno de esperanza, buscando paz y reposo, y en lugar de eso...

      Se llevó la mano a la garganta y un sollozo ahogado СКАЧАТЬ