Название: Obras completas de Sherlock Holmes
Автор: Arthur Conan Doyle
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Colección Oro
isbn: 9788418211201
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»Aquella noche registramos el jardín sin encontrar ni rastro del intruso, exceptuando una única pisada bajo la ventana, en un macizo de flores. De no ser por aquella huella, habríamos podido pensar que aquel rostro feroz era un producto de nuestra imaginación. Sin embargo, pronto tuvimos una nueva y contundente prueba de que alguna fuerza secreta actuaba a nuestro alrededor. La ventana de la habitación de nuestro padre fue encontrada abierta por la mañana; habían revuelto todos sus armarios y cajones, y le habían prendido al pecho un papel arrugado, con las palabras “El signo de los cuatro” garabateadas en él. Lo que significaba aquella frase, o quién podía haber sido nuestro misterioso visitante, nunca lo supimos. Por lo que pudimos observar, no había robado ninguna de las pertenencias de nuestro padre, aunque lo había revuelto todo. Naturalmente, mi hermano y yo relacionamos este curioso incidente con el miedo que había atormentado a nuestro padre cuando estaba vivo; pero sigue siendo un completo misterio para nosotros.»
El hombrecillo se inclinó para volver a encender su hookah y estuvo unos momentos dando chupadas, con expresión pensativa. Todos habíamos quedado absortos escuchando aquel extraordinario relato. Durante la breve descripción de la muerte de su padre, la señorita Morstan se había puesto pálida como un cadáver, y por un momento temí que fuera a desmayarse. Sin embargo, se recuperó bebiendo un vaso de agua que yo le serví de una garrafa veneciana que había en una mesita. Sherlock Holmes estaba echado hacia atrás en su asiento, con expresión abstraída y los párpados medio cerrados sobre sus ojos relucientes. Al mirarlo no pude evitar acordarme de que aquel mismo día se había estado quejando de las vulgaridades de la vida. Por lo menos, aquí tenía un problema capaz de poner a prueba toda su sagacidad. El señor Thaddeus Sholto nos miró a todos, visiblemente orgulloso del efecto que había producido su relato, y continuó, entre chupada y chupada a su voluminosa pipa:
—Como podrán suponer —dijo—, mi hermano y yo estábamos muy excitados por aquel tesoro del que nos había hablado nuestro padre. Durante semanas y meses, cavamos y registramos en todos los rincones del jardín y de la casa sin localizar el escondrijo. Era como para volverse loco, pensar que lo tenía en la punta de la lengua en el mismo instante de morir. La diadema que nos había enseñado daba idea del esplendor de las riquezas ocultas. Mi hermano Bartholomew y yo tuvimos algunas discusiones acerca de aquella diadema. Era evidente que las perlas tenían muchísimo valor, y él se resistía a desprenderse de ellas, porque, aquí entre nosotros, también mi hermano tiene cierta tendencia al pecado de mi padre. Además, creía que entregar la diadema podría dar lugar a habladurías que, al final, nos meterían en apuros. Lo más que pude hacer fue convencerle de que me permitiera averiguar la dirección de la señorita Morstan y enviarle las perlas una a una, a intervalos fijos, para que, al menos, nunca más pasara necesidades.
—Fue una idea muy generosa —dijo nuestra acompañante, con sinceridad—. Ha sido usted muy amable.
El hombrecillo agitó la mano en señal de negativa.
—Nosotros éramos sus albaceas —dijo—. Así es como lo veía yo, aunque mi hermano Bartholomew no acababa de estar de acuerdo. Nosotros teníamos ya mucho dinero; yo no deseaba más. Además, habría sido de muy mal gusto tratar a una joven de manera tan mezquina. Le mauvais goût mène au crime, los franceses que tienen una manera muy fina de decir estas cosas. Nuestras diferencias de opinión sobre el tema llegaron a tal extremo que juzgué conveniente buscarme una casa propia, así que me marché del Pabellón Pondicherry, llevándome conmigo al viejo khitmutgar y a Williams. Ayer mismo, sin embargo, me enteré de que había ocurrido un acontecimiento de la máxima importancia. Se ha descubierto el tesoro. Al instante, me puse en contacto con la señorita Morstan, y ahora solo nos queda ir a Norwood y reclamar nuestra parte. Anoche le expuse mis opiniones a mi hermano Bartholomew, así que seremos visitantes esperados, aunque quizás no bienvenidos.
El señor Thaddeus Sholto dejó de hablar y siguió temblando, sentado en su lujoso canapé. Todos quedamos callados, pensando en el nuevo giro que había adoptado aquel misterioso asunto. Holmes fue el primero en ponerse en pie.
—Caballero, ha obrado usted bien de principio a fin —dijo—. Es posible que podamos corresponderle en cierta medida, arrojando algo de luz sobre lo que todavía está oscuro para usted. Pero, como dijo hace poco la señorita Morstan, se hace tarde y lo mejor será que resolvamos el asunto sin dilación.
Nuestro nuevo conocido enrolló muy parsimoniosamente el tubo de su hookah y sacó de detrás de una cortina un abrigo muy largo, abrochado con alamares y con cuello y puños de astracán. Se lo abotonó hasta arriba, a pesar de que la noche era bastante sofocante, y completó su atuendo poniéndose un gorro de piel de conejo con orejeras, de manera que no quedó visible parte alguna de su cuerpo, excepto su cara nerviosa y puntiaguda.
—Tengo la salud algo frágil —comentó mientras abría la marcha por el pasillo—. Me veo obligado a vivir como un achacoso.
El coche nos aguardaba fuera y era evidente que nuestro programa estaba organizado de antemano, porque el cochero arrancó inmediatamente a paso rápido. Thaddeus Sholto hablaba sin parar, con una voz que destacaba muy por encima del traqueteo de las ruedas.
—Bartholomew es un tipo listo —dijo—. ¿Cómo creen que averiguó dónde estaba el tesoro? Había llegado a la conclusión de que tenía que estar en alguna parte interna de la casa, así que calculó todo el espacio cúbico de la misma y tomó medidas por todas partes, de manera que no quedara por comprobar ni una pulgada. Entre otras cosas, descubrió que la altura del edificio era de setenta y cuatro pies, pero que sumando las alturas de todas las habitaciones y dejando margen suficiente para los espacios entre ellas, que verificó haciendo calas, el total no pasaba de setenta pies. Habían cuatro pies desaparecidos. Solo podían estar en lo alto del edificio; así que abrió un agujero en el techo de yeso de la habitación más alta y allí, efectivamente, encontró un pequeño desván, completamente tapiado, que nadie conocía. En el centro estaba el cofre del tesoro, colocado sobre dos vigas. Lo descolgó a través del agujero y allí lo tiene. Ha calculado el valor de las joyas en medio millón de libras esterlinas, como mínimo.
Al oír aquella gigantesca cifra, todos nos miramos con ojos desorbitados. Si podíamos hacer valer sus derechos, la señorita Morstan dejaría de ser una humilde institutriz para convertirse en la heredera más rica de Inglaterra. Cualquier amigo leal habría tenido que alegrarse ante semejante noticia, pero confieso avergonzado que me dejé vencer por el egoísmo y sentí que el corazón me pesaba como si fuera de plomo. Balbuceé unas cuantas y entrecortadas palabras de felicitación y me quedé abatido, con la cabeza gacha, sordo al parloteo de nuestro nuevo amigo. Decididamente, el hombre era un hipocondríaco sin remedio, y yo era vagamente consciente de que iba enumerando interminables series de síntomas y suplicando información acerca de la composición y efectos de innumerables potingues de charlatán, varios de los cuales llevaba en el bolsillo, en un estuche de cuero. Espero que no recuerde ninguna de las respuestas que le di aquella noche. Holmes asegura que me oyó advertirle del gran peligro que supone tomar más de dos gotas de aceite de ricino, y que le recomendé estricnina en grandes dosis como sedante. Sin embargo, lo cierto es que sentí un gran alivio cuando nuestro coche se detuvo con una sacudida y el cochero saltó a tierra para abrirnos la puerta.
—Esto, señorita Morstan, es el Pabellón Pondicherry СКАЧАТЬ