Название: Oscar Wilde y yo
Автор: Oscar Wilde
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
isbn: 9789506419943
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En el transcurso del segundo año que pasé en Oxford publiqué en el Oxford Magazine, diario oficial de la Universidad, cierto poema que hubo de agradarle a todo el mundo menos a mí, y me valió una larga carta de elogios y parabienes del buenazo de míster Warren. Siento no tener a mano esa epístola, que de otra suerte quizás cediera a la tentación de transcribirla, aunque solo fuera para convencer a la Universidad de Oxford de que puedo dármelas de poeta. Fue aquel el primer poema de gran vuelo escrito por mí; hoy forma parte de la Ciudad del alma. También era colaborador de un diario de estudiantes llamado The Spirit Lamp, que pertenecía a alguien cuyo nombre no recuerdo y que vino a verme un día para explicarme que renunciaba a seguir publicándolo y que estaba dispuesto a cederme su propiedad, si lo deseaba, con tal de que me comprometiese a respetar lo que él, tímidamente, llamaba su alta tradición, y a poner en el empeño todas mis capacidades. Yo me comprometí a todo lo que el pobre chico quiso, y me quedé con The Spirit Lamp, A partir de aquella fecha se publicaron, bajo mi dirección, seis o siete números, cuyos ejemplares, raros hoy, se cotizan en el mercado a un precio considerablemente superior al original22. No tengo gran aprecio por mis producciones personales, aunque entonces fueran objeto de calurosa admiración por parte de esa clase de personas que prodigan a todo el que empieza una entusiasta admiración. Lo cierto es que tuve el honor de publicar en esa hoja algunos de los más bellos versos de Lionel Johnson y varias crónicas del difunto John Addington Symonds. También Wilde me ayudó con su colaboración, dándome, entre otros, sus poemas en prosa “El discípulo” y “La casa del juicio”, y un soneto, que considero el mejor de cuantos hiciera en su vida. Por aquel tiempo Wilde solía venir a Oxford con frecuencia, y más de una vez fue mi huésped en e1 piso de la calle Haute, que yo compartía con mi amigo lord Encombe.
Aunque durante toda mi carrera de estudiante me haya interesado vivamente por la poesía y las bellas letras en general, no pertenecía a ninguna escuela ni pensaba seguir la profesión de escritor. Mi apellido y mis tradiciones familiares me destinaban a la parte deportiva y mundana de la vida universitaria, antes que a un esfuerzo literario serio y continuo. Yo preparaba mis exámenes con amable negligencia, dedicándome, para romper la monotonía de los estudios obligatorios, a la equitación y al remo, frecuentando también las pruebas hípicas —por lo menos cuantas tenían lugar en un perímetro bastante cercano a lo que míster Ruskin llama su alma mater. Al mismo tiempo, toda la Universidad conocía mi vocación lírica y tenía fe en mi porvenir de poeta.
Nadie ignora que no hay estudiante capaz de hacer versos mediocres que no tenga la obligación moral de disputar el premio Newdigate. Muchas veces mis amigos me habían animado a concurrir a ese certamen, solo que ninguno de los temas propuestos, durante los tres primeros años de mi estancia en la Universidad, me había inspirado nada.
Si no me equivoco, fue un poema sobre Tombuctú lo que le valió a Tennyson ese premio. Pero semejante tema —interesante, no lo niego—, ¿qué puede sugerir a un poeta? A mi juicio, por lo menos, no excita el lirismo ni la imaginación, y, como acabo de decir, tampoco ninguno de los impuestos tres años seguidos despertaron en mí la menor emoción poética. Pero el cuarto año, el tema propuesto fue san Francisco de Asís y entonces supe que mi hora había llegado. Anuncié a mis camaradas que pensaba participar en el torneo, e inmediatamente me puse a trazar el plan del poema. Una noche, de sobremesa, hablé del asunto con Encombe, delante de lord Warkworth —luego conde de Percy—, que estudiaba a la sazón en Christchurch. Este declaró que iba a concurrir también al certamen, añadiendo que yo no podía hacerlo por hallarme en el cuarto año. Se ofreció entonces a enseñarme los estatutos, pero por desgracia no los tenía a la mano. Yo creí como artículo de fe lo que me dijera Warkworth, pensando que, de no estar muy seguro, no se habría arriesgado a afirmar aquello de modo tan categórico, y me olvidé de san Francisco. Lord Warkworth se llevó el premio Newdigate, y hasta después de su victoria no me enteré de que aquella famosa disposición era una solemne mentira. No pretendo poner en tela de juicio la buena fe de lord Wackworth, pero siento no haber consultado yo mismo los estatutos, pues, dicho sea sin la menor jactancia, creo que lo hubiera dejado muy atrás. Y aunque el premio Newdigate significa poco desde el punto de vista literario, siempre representa una consagración halagüeña para quien piensa dedicarse a la poesía.
Me causa verdadero asombro el trabajo que algunos de mis enemigos se han tomado para empañar mi época de estudiante en Oxford. Han llegado a decir que me habían expulsado de la Universidad, pintando como algo horrible el hecho de haber salido de allí sin el título. Lo cierto es que me eliminaron durante una temporada escolar, pero por haber dado mal cierto examen, a lo que puse remedio estudiando tres semanas con un profesor particular y familiarizándome con Euclides y consortes, personalidades que nunca me habían interesado gran cosa. En la época de mi último examen caí enfermo y no pude presentarme. Esa y no otra fue la razón de que abandonara la Universidad sin obtener el título. Por cierto que las autoridades de la escuela, y sin que lo hubiera pedido, me ofrecieron un título honorario; solo que para eso era preciso pasarse en Magdalen las vacaciones y afrontar dos nuevos exámenes. Yo consulté el caso con mi padre, el difunto marqués de Queensberry, y él dijo que después de todo el título era superfluo, por lo que renuncié al ofrecimiento. Si el hecho de abandonar un colegio sin el título es un crimen, declaro pertenecer a una banda de malhechores, pues ni Swinburne ni lord Rosebery lo obtuvieron, y lo mismo le sucedió a Shelley, el genial poeta.
No hace falta aclarar que a Wilde le pareció perfecto que yo no me hubiese graduado de Mestre en artes de Oxford. Con su ligereza acostumbrada, dijo que aquello era simpático, pintoresco y distinguido, y citó el ejemplo de Swinburne, que puso empeño en no ser en toda su vida más que un estudiante. Yo personalmente no concedía a todo eso la menor importancia; pero debo confesar que si hubiera tenido en aquel tiempo la experiencia que después he adquirido, habría mostrado menos desenfado y despreocupación...
Por otro lado, no tengo empeño alguno en demostrar que mi vida en Oxford fuera más inmaculada que la de la mayoría de los chicos de mi edad y de mi posición. Tuve más de una agarrada con las autoridades por haber cometido pecados de acción y de omisión. En cierta ocasión me castigaron por haber estado en el Derby —¡vean ustedes qué tremendo era!— y siempre cometí el grave error de no tomar en serio ni a la Universidad ni a los universitarios. Sin embargo los cuatro años que pasé en Oxford no pudieron resultarme más agradables y tranquilos. Ya he explicado cómo estuvo en mis manos haber salido de allí con la distinción suprema; habría bastado que lo hubiera querido.
Se equivocaría quien creyese que Oxford es un retiro austero donde la gente se entrega exclusivamente al conocimiento. Naturalmente que los sabelotodos tienen tiempo de sobra para preparar rigurosas tesis; pero si repasamos 1a muchedumbre de ex alumnos de Oxford, veremos que los que se han abierto camino y alcanzado celebridad fueron, por lo general, considerados en el recinto universitario como holgazanes y causas perdidas. Las personalidades más interesantes que conocí en Oxford eran más bien modestas respecto de su saber, y jamás hablaban de él como del único fin, de la única razón de su vida. Voy a relatar una historieta, atribuida a un digno alumno de Oxford que, según parece, nunca se cansaba de contarla. Los protagonistas son dos chicos de buena familia que se matricularon en la Universidad al mismo tiempo. Uno de ellos es holgazán y perezoso; no lee ni se entera de nada, y tras unos años de libertinaje se vio obligado a ganarse la vida conduciendo un hansom-cab23; el otro, orgullo de su familia y de su colegio, se cubría de laureles y se llevaba todos los premios, conduciéndose en todo de manera ejemplar. Mucho tiempo después, sus compañeros lo encuentran en Londres, en la miseria y convertido en cochero de punto, pero de un coche de cuatro ruedas. Claro que esto no pasa de ser una humorada, pero quien conozca Oxford a fondo no tendrá más remedio que saborear toda la sal que encierra y la brutal honestidad que delata la anécdota. En cuanto a mí, si hubiera tenido que verme en ese caso, СКАЧАТЬ