Название: Oscar Wilde y yo
Автор: Oscar Wilde
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
isbn: 9789506419943
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No era posible sufrir vejación semejante, y al día siguiente del proceso Ransome me juré no descansar hasta desenmascarar públicamente a Ross.
No necesito prolongar demasiado esta carta y debo limitarme a tocar los puntos esenciales, con la mayor brevedad posible. Dos años tardé en hacerle cantar a Rose la palinodia. Y algo de milagroso tiene que pudiera lograrlo sin dinero y casi sin amigos en el mundo, exceptuando a mi madre.
Adopté para eso el mismo procedimiento que mi padre. Es decir, insulté públicamente a Ross hasta obligarlo a que entablara contra mí una demanda criminal. Me costó más tiempo traer a Ross a la liza del que fue necesario con Wilde. Empecé por denunciarlo a míster Justice Darling, el juez que fallara en el proceso Ransome. Míster Justice Darling hizo una referencia pública a mi carta, desde su escaño; la leyó en voz alta en el tribunal y luego se la entregó al abogado de Ross. Sin duda alguna pensaría que inmediatamente seguiría contra mí el procedimiento criminal. Pero Ross no dijo esta boca es mía. Solo después de haber insistido en mis denuncias, con cartas a sus amigos (míster Asquith y su esposa, ahora condes de Oxford y Asquith), y escrito y difundido dos folletos con la misma denuncia, fue cuando conseguí mosquearlo. Mi padre había acusado a Wilde de posar de sodomita15. Yo apliqué a Ross las mismas flores del lenguaje: “un incalificable bribón”, un “sodomita declarado”, un “corruptor de jóvenes” y, por si esto fuese poco, estafador.
Me detuvieron y pasé cinco días en la cárcel de Brixton, sin que me concedieran libertad bajo fianza. Pedí justificación, y cuando por último me la concedieron y salí de Brixton tuve cinco semanas para hacerme de suficientes pruebas a fin de justificar mis diatribas, corriendo el riesgo de incurrir en una pena que oscila entre seis meses y dos años de cárcel.
Yo no tenía más pruebas de las que sabía por las mías y que se basaban en el hecho de que Ross jamás intentó ocultar sus tendencias. Incluso se vanagloriaba abiertamente de cuanto había hecho en su vida.
Pero esto sin embargo no servía de nada o, en todo caso, de muy poco, para mi propia justificación. No puedo decirle a usted ahora —sería demasiado largo— cómo debí procurarme las pruebas necesarias. Creo firmemente que hallarlas fue algo sobrenatural, debido al hecho de que, habiéndome convertido por aquella época al catolicismo, me confié a la Providencia y le pedí ayuda en aquel desesperado trance. Precisamente una semana antes de verse la causa, y cuando había renunciado casi por completo a toda esperanza, di con la anhelada prueba. Con ayuda de mi procurador, míster Edward Bell, en dos días ya tenía una lista de trece o catorce testigos y mi abogado, míster Comyns Carr, procedió a redactar su escrito de defensa.
El proceso de Old Bailey duró ocho días. Desde el primero salió para mí de maravillas. Después de que sir Ernest Wild K. C. —hoy registrador en Londres— abriera fuego con un discurso en favor de Ross, pintándome con los más oscuros colores, el jurado hizo sentar a Ross en el banquillo. El interrogatorio al que lo sometió Comyns Carr fue tan sensacional como el de Wilde por Carson. A partir de entonces ya tenía ganado el proceso. El presidente del jurado me contó después que todo era tan claro, que é1 y muchos de los jurados hubieran firmado, a renglón seguido del interrogatorio de Ross, un veredicto de inocencia a mi favor. Sin embargo uno de ellos —el mismo que ocasionó la disconformidad del jurado— no adhirió a tal propuesta, de suerte que prosiguieron las declaraciones. Yo mismo me senté en el banquillo y aguanté un interrogatorio de sir Ernest Wild que duró varias horas, aduciéndose en mi contra las cartas que me fueron robadas. En honor a la verdad, debo decir que surtieron muy poco efecto. Desde entonces han sido presentadas dos veces, una en el proceso Pemberton Billing, cuando yo apreté fuerte y ayudé a ganar el veredicto, y la otra en mi proceso contra el Evening News, en 1921, por haberme difamado diciendo que tenía “signos marcados de degeneración”, durante el cual fui interrogado por sir Douglas Hogg, el procurador general, por espacio de seis horas, obteniendo entonces un veredicto a mi favor y una declaración del jurado expresando la opinión de que sacar a relucir continuamente esas cartas resultaba desdichado y que debían devolvérmelas o destruirlas.
Testigo tras testigo, todos depusieron en forma terminante contra Ross, y el juez, míster Justice Coleridge, arremetió contra él en forma cortés aunque tremenda.
En realidad, los cargos que yo había formulado contra Ross —cargos específicos con indicación de nombres de las víctimas, fechas y toda clase de pormenores— quedaron plenamente probados. El testimonio del inspector West, con veinticinco años de servicio en Scotland Yard y Vine Street, hubiera resultado suficiente para justificar mis acusaciones. Dicho inspector, que compareció ante el tribunal por su propia iniciativa, juró que en su calidad de detective —durante quince años patrulló por las inmediaciones de Vine Street (Picadilly, etc.), por las noches— “conocía a Ross como compañero habitual de sodomitas y de individuos dedicados a la prostitución masculina”.
Sin embargo, el jurado, después de estar reunido unas tres horas, volvió a la sala y declaró que no podía dictar veredicto, de modo que quedé nuevamente en libertad bajo fianza, con obligación de comparecer en las próximas sesiones. Al retirarme de la sala me encontré con nueve miembros del jurado, incluso el presidente, esperándome afuera. Me expresaron su profundo pesar por el resultado y me dijeron que era debido a que uno de los jurados se había negado a que se dictara veredicto contra Ross. Pero todos me dieron la mano y me felicitaron. Añadieron que al principio estaban contra mí, pero que luego quedaron sorprendidos al ver cuánto derecho me asistía y qué distinto era yo de cómo me habían imaginado.
A todo esto, los periódicos de Londres no habían querido decir palabra de este sensacional proceso. En vez de aquellas columnas y más columnas que dedicaron al proceso Ransome, cuando salí perdiendo, ahora apenas le dedicaban una media columnita o a lo sumo unas cuantas líneas. El público se quedaba en ayunas de lo sucedido, y míster Blumenfeld, director del Daily Express, al quejarme del modo vergonzoso como me habían tratado en su periódico, me dijo que aquello no era debido a prejuicio u hostilidad hacia mí ya que, según decía, “hablando en serio, yo no tengo la menor idea de cómo ni por qué ha salido usted absuelto ni de por qué ha sido imputado”.
Pero el Relato de este proceso, probablemente el más sensacional de cuantos se hayan visto en Old Bailey, redundó en provecho de la prensa. El trato de que fui objeto entonces destruyó hasta el último vestigio de aquella fe en el British Fair Play —juego limpio inglés— que había sobrevivido a mis anteriores experiencias. Sin embargo, ni la prensa pudo salvar a Ross. Su abogado propuso primero presentar un nolle prosequi16 con mi consentimiento, pagando cada parte sus costas.
Yo me negué y manifesté mi resolución de pasar a las próximas sesiones y ser nuevamente juzgado, añadiendo algunos testimonios más a mi legajo de justificación. Esta respuesta le dio a entender a Ross cuáles eran mis propósitos. Lo dejé boquiabierto. Su abogado, Ernest Wild, vino todavía a proponerme que consintiera en el nolle prosequi, es decir, que me aviniera a suspender la continuación, y Lewis y Lewis, a expensas de Ross, pagaría mis costas y demás gastos —unas seiscientas libras—. Tal desenlace resultaba favorable para mí, que a la sazón me encontraba sin un céntimo; de suerte que acepté de buena gana la oferta, quedando archivado mi expediente de justificación, según lo convenido, en el Tribunal Central de lo Criminal, donde СКАЧАТЬ