Oscar Wilde y yo . Oscar Wilde
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Читать онлайн книгу Oscar Wilde y yo - Oscar Wilde страница 13

Название: Oscar Wilde y yo

Автор: Oscar Wilde

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

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isbn: 9789506419943

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СКАЧАТЬ no habría podido darse más importancia de la que se daba, aun si hubiera sido hijo y único heredero de un duque y par del reino. Declaraba que un noble debe afectar siempre aires de nobleza, y que a tal fin necesita no solo mantener su jerarquía en la conversación sino también encarnar, vestir y, en cuanto sea posible, vivir su papel. Wilde tenía la firme convicción de aventajar, en cuanto al físico, a todos los literatos de su tiempo. Ya podía Tennyson ponerse hopalandas30 y sombreros desmesurados; adoptar Swinburne el talante de un hombrecito muy apañado, lo que en realidad era; y dárselas Pater de profundo dilettante, de cavilosa frente; y Bernard Shaw de inquietante revolucionario con patillas, y ser Arthur Symons un ángel rubio y Beardsley un delicado artista, con largas piernas de araña; a pesar de todo, Wilde estaba profundamente persuadido de soplarles a todos la dama en lo que respecta al nacimiento y a la pureza de sus facciones. Gustaba de compararse con los emperadores romanos. Tenía la cara ancha, pero, como tantas veces ha dicho y repetido él mismo, “delicadamente cincelada”; y si algún escultor le hubiera propuesto servirle de modelo para un busto de Nerón, le habría parecido de perlas. Solía decirme que “los sombríos ingleses” consideraban poco menos que un crimen hablar de la hermosura masculina, así propia como ajena; pero que, sin embargo, la superioridad física era el arma principal del individuo en la lucha social. Claro que yo me reía en su cara, diciéndole que no fuera presumido, pero él lo pensaba con la mayor seriedad y no había nada que pudiera enojarlo tanto como que alguien insinuara que tenía la boca algo grande o que una mandíbula excesiva echaba a perder la armonía de su rostro. Cuidaba mucho su piel, y no he visto a nadie que se pasara el cepillo con más frecuencia por la cabeza durante todo el santo día.

      Me maravilla que la parte impresa de De Profundis no tenga algunos magníficos y patéticos fragmentos sobre los trajes. Cosa que pasma, ya que Wilde fue durante mucho tiempo la hechura de su sastre. Si hubiera vivido en nuestros días, en esta era de gabanes sombríos y sombreros insignificantes, acaso jamás hubiera llegado a ser célebre. Su excentricidad suntuaria fue el comienzo de su notoriedad; pero más tarde, a medida que se encumbraba en alas del arte, se dedicó a predicar lo que él llamaba la correcta elegancia. El Wilde que yo conocí consistía en una chistera de seda, una levita impecable, pantalón a rayas y zapatos de charol. Añadan a esto un bastón con puño de oro y unos guantes de Suecia, grises, y tendrán al hombre completo. Entre nosotros, yo creo que no le hacía mucha gracia ese disfraz, sobre todo durante la época de los calores; solo que se atenía a él como un troyano. Nadie en Londres ha podido ufanarse jamás de haber visto a Oscar Wilde vestido de otro modo que como para hacer visitas, desde las once de la mañana hasta las siete de la tarde; ni de otra suerte que con camisa planchada y frac de noche, desde las siete y media de la tarde hasta... vaya usted a saber qué hora de la madrugada.

      Fuerza creer que, en su calidad de romano, observaba los hábitos y costumbres de los patricios, pues siempre me dio la impresión de estar eternamente vestido con la expectativa del duque reinante o del príncipe heredero que algún día habría de sucederle.

      Tenía una turquesa ornada de brillantes que yo le regalé en un momento de expansión, un día que habíamos entrado ambos a una joyería. Cumplía años aquel día y yo lo había llevado para que él mismo eligiera su regalo. Sus ojos se fijaron en esa piedra azulenca, con su cenefa de brillantes, y al joyero no se le ocurrió enseñarle otra cosa. Wilde se ponía aquella alhaja por la noche, encima de la corbata, con una dignidad verdaderamente regia. Yo le había puesto por mote “la luz azul” y también “el nudo de la esperanza” (hope knot), aludiendo al famoso brillante Hope, que era, a la sazón, tema de todas las conversaciones.

      Naturalmente, en el campo se permitía modos un poco menos incómodos de vestir; pero aun allí se empeñaba en seguir la moda, cuando no se le anticipaba. Sus gorras debían hacer juego con sus trajes, con su aristocrático calzado y con el resto de su indumentaria, de suerte que quien lo viese pensase que poseía, en algún lugar del planeta, por lo menos sus diez mil hectáreas de propiedades.

      En el fondo, todo esto no pasaba de ser una distracción bucólica, pues tenía buen cuidado de no dejarse retratar sino vestido de tiros largos. En todos sus retratos oficiales aparece con una levita, de ser posible bordada, o con sacos de piel, sin que faltase jamás el detalle de la chistera colocada en segundo término, sobre un veladorcito.

      El menor indicio de bohemia le crispaba los nervios. Quería parecer un noble, un noble de jerarquía y no otra cosa. Y ciertamente lo lograba, pues cuando se encontraba en presencia de los grandes de este mundo —lo que dicho sea de paso solo muy rara vez ocurría— siempre, según creo, se sintió cohibido y a disgusto. Se desvivía por ponerles la mano en el hombro familiarmente a ciertas personas, aunque no siempre se atreviese a hacerlo.

      Con las mujeres tenía más éxito que con los hombres; ante estos últimos se ponía muy serio o cohibido, sus saludos pasaban inadvertidos y sus sentencias caían en el vacío, sin que nadie las celebrara. Yo creo que las señoras lo apreciaban porque todo le parecía siempre bonito y delicioso y porque, pese a su fama de brillante conversador, lo cierto era que dominaba perfectamente el arte de escuchar. Al final de una reunión, luego de que el buffet hubiera surtido su efecto, Wilde rompía el fuego y se ponía a charlar por los codos, con mareante facundia. De veinte señoras, quince lo escuchaban extasiadas, pendientes de sus labios, probablemente porque la dueña de casa les había advertido que míster Wilde era muy ocurrente. Pero los hombres se mantenían a distancia. A la vuelta, Wilde se mostraba tan deseoso de saber qué impresión había producido, como una señorita que por primera vez asiste con su vestido largo a un baile.

      Si uno le decía “¡Oscar, has estado grandioso!”, su semblante irradiaba una honesta alegría. Pero si advertía algún titubeo de su interlocutor, ya lo tenías toda una semana de malhumor.

      En el fondo eran muchas las señoras que no sentían por él la menor admiración, y algunas no se recataban lo más mínimo en decirlo. Mucho antes de que estallara el escándalo que había de mancillar su nombre, ya se empezaba a susurrar que había en su vida algo sospechoso. Cierto día, lady Blank hubo de nombrarlo en voz alta “Ese chico...”. Wilde la escuchó y se puso lívido, y costó gran trabajo contenerlo para que no armara un alboroto.

      Pero, a pesar de todo, sus saraos en el gran mundo eran para él un venero de increíbles satisfacciones. A veces habían transcurrido meses y todavía se relamía hablando de tal o cual fiesta con un trémolo de placer en la voz. Y cuando, como solía sucederle, lo invitaban personas que no conocía, yo ya sabía que después debía aguantar la interminable descripción de la magnífica recepción y de los honores que le habían tributado.

      —¡Qué deliciosa es —decía, por ejemplo— esa simpática lady Tal! Figúrate que bajó a recibirme al pie de la escalera, como Enona en el monte Idal. Estaba allí el presidente del Consejo y debo confesarte que frunció el ceño al verme; esa gente detesta al genio, chico. ¡Y ese pobre vejete de lord X...! ¡Era la primera vez que lo veía y lo tomé por un criado...! ¡Pero cómo es posible que un hombre de su posición vaya tan mal entrazado! Aunque en honor a la verdad, debo decir que conmigo estuvo finísimo...

      Y cuando yo le preguntaba qué quería decir con eso de mal entrazado, me contestaba:

      —Pues que iba vestido de una manera tan estrafalaria...

      Solo que la realidad era totalmente distinta; ni la dueña de la casa era deliciosa, ni el presidente del Consejo de Ministros había reparado siquiera en Wilde, ni el vejete de lord X hecho otra cosa que dejarse halagar de un modo casi servil por el genio.

      No quiero decir que no tuviera éxito en e1 gran mundo sino que gozó en él de una boga pasajera y que, en desquite, hablaba siempre con exageración. Sobre cimientos tan poco firmes СКАЧАТЬ