Название: Oscar Wilde y yo
Автор: Oscar Wilde
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
isbn: 9789506419943
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En uno de los fragmentos publicados del De Profundis, llega incluso a decir “Yo había heredado un noble apellido...”. No sería de buen gusto discutir esas ilusiones que tienen algo de conmovedoras; eran tan características que me hubiera sido imposible no aludir a ellas en un retrato de ese hombre. Pero si no haber nacido noble no es un deshonor para Wilde, nada, en cambio, tan neciamente despreciable como sus pretensiones a una cuna ilustre. Tanto más cuanto sus esfuerzos por desempeñar el papel de aristócrata solían fracasar, al comportarse siempre de modo poco distinguido. No tenía un corazón honrado como tampoco tenía un blasón, ni más buena fe que sangre azul en sus venas32.
28. En Gran Bretaña, expresión utilizada para dirigirse o referirse a miembros femeninos de la nobleza o a las esposas de quienes ostentas el rango de caballeros.
29. En Inglaterra, el título de lady se aplica no solamente a las mujeres de los lores, sino también a las de los simples caballeros –knights–, cuyo título, no hereditario, es una simple distinción personal conferida por el rey. Sir William Wilde había sido hecho noble en 1864, pero no podía transferir la nobleza a su hijo por no tener derecho a titularse lord Wilde.
30. Prenda de vestir que constituía el exterior del traje masculino o femenino en Europa, en los siglos XIV y XV.
31. Bosie alude al hecho de tener Wilde muy mala dentadura. Para disimularla, solía, al hablar, ponerse la mano delante de la boca. En Berneval, Gide también advierte lo mismo: “Sus dientes están atrozmente estropeados” (André Gide, Oscar Wilde, Argos, Buenos Aires, 1944).
32. El 21 de abril de 1900 Oscar escribía a Robert Ross: “(…) ayer ocurrió un hecho doloroso. Ya conoces el efecto terrible, sobrecogedor, que me provoca la realeza. Pues bien, estaba yo en la terraza del Café Nazionale tomando café frío con helado, bebida sumamente deliciosa, cuando pasó por allí el Rey en coche. Yo de inmediato me puse de pie, hice una profunda reverencia, quitándome el sombrero, para admiración de unos oficiales italianos que había en la mesa de al lado. ¡Hasta después de que pasara el Rey no me acordé que soy papista y nerissimo [trad. “negrísimo”, o sea, ultracatólico]! Me quedé muy disgustado, pero espero que no se sepa en el Vaticano [por aquella época, la antipatía entre los círculos monárquicos y papales era proverbial] (…)”.
Capítulo IV
El príncipe del lenguaje
No estoy seguro de haber puesto a este capítulo el título que los devotos de Oscar Wilde hubieran deseado. Wilde hablaba de sí mismo llamándose no solo príncipe del lenguaje sino también rey de la vida. Sus críticos no se han creído obligados a discutirle su derecho a tan miríficos dictados y sus enemigos han tolerado esa mistificación. La pandilla de melenudos que rompe en sollozos al solo nombre de Querido Oscar, venerándolo como a santo y mártir, se enorgullece de las distinciones que él mismo se confería y me considerará culpable de negligencia por haber omitido a la cabeza de este capítulo uno de sus títulos; pero la cuestión del Rey de la vida me parece que ya se resolvió de plano en Old Bailey, mientras que, a fuer de puramente literario, el título de Príncipe del lenguaje creo que soy muy dueño de discutirlo también en términos literarios. Ante todo, declaro que voy a tratar a Wilde con espíritu de crítica sensata y moderada.
Si su personalidad y su obra hubiesen quedado abandonadas a sí mismas en vez de convertírselas en objeto de culto por parte de la baja literatura y de las revistas de chismes, Wilde habría ocupado, de todos modos, su jerarquía de escritor en la historia literaria de su país. Los tópicos hoy en circulación, relativos tanto a su carácter personal como a sus escritos, son absurdos y extravagantes: son puntos de vista exagerados, muy por encima de la realidad, y algunas veces incluso opuestos a lo que Wilde mismo hubiera deseado.
Aquellos que con miras de lucro o simplemente por distracción escriben hoy sobre Oscar Fingall O’Flahertie Wills Wilde han hecho de él, ya para siempre, una suerte de Gran Señor de las Letras, para cuya satisfacción había sido creada toda cosa bella y que tenía más derecho que ningún otro a vivir su vida. Uno de sus más recientes biógrafos dice: “Wilde nos ofrece el raro espectáculo de un hombre cuyas facultades principales son las de un espectador, de un catador perfecto; es uno de esos seres para los cuales se han ejecutado las obras maestras de la pintura y escrito las obras maestras de la literatura y con el que secretamente sueña el corazón de todo artista”.
Yo no he visto nunca que nadie le haya reprochado falta de gusto ni escasez de juicio. Hasta sus vicios nos los han presentado como necesarios para el completo desarrollo de aquella alma excepcional, como elementos que contribuyen a la perfección de su obra. Jamás se ha divulgado una mayor impostura. Wilde estaba muy lejos de ser un fanático admirador de la belleza, y es faltar a la verdad, así como suena, decir que la ponía por encima de todo. Nunca le producía satisfacción que otros hubieran compuesto bellos versos o prosa digna de admiración. Cifraba su ambición en escribir él mismo los unos y la otra, no tanto para servir a la causa de la belleza sino para tener derecho a decir que era el único espíritu superior del universo.
No sería justo, sin embargo, culparlo de haber sido avaro de elogios. No había entre sus contemporáneos inmediatos ningún genio de primer orden. Siguiendo la costumbre, admiraba en bloque a Tennyson, Swinburne, Meredith y Pater; pero cuando por casualidad le sucedía expresar en voz alta su admiración —lo que era infrecuente—, siempre tenía buen cuidado de añadir que de estos cinco él era el primero. Aparte esto, había veces que se mostraba halagador y hasta obsequioso; solo que entonces su entusiasmo se dirigía a muertos o a artistas que ejercitaban su talento lejos de la esfera literaria. Sus sonetos a miss Hilen Terry y al difunto Henry Irving son las obras maestras del género. La gran querella de su vida fue su desavenencia con Whistler33, que era de quien aprendía todo cuanto afectaba saber sobre arte, y del que luego dijo que sus obras eran tenidas en mucha más estima de la que merecían. Sobre pintura, considerada en relación con la belleza, no poseía la menor idea. Apreciaba tanto las famosas porcelanas azules de Oxford porque le daban pie para hacer chistes y una ocasión de hablar de sí mismo; de igual modo que su estética no es un conjunto de opiniones sobre el arte sino más bien una teoría destinada a ilustrar su propia personalidad, a sostener sus humos de dilettante. Pese a cuanto se ha dicho y escrito sobre el particular, tanto por el mismo Wilde como por sus admiradores, no hay en sus críticas de arte nada que no hubiera dicho ya Whistler en su Ten o’Clock o que Wilde no hubiera rapiñado en las obras de sus contemporáneos o de antiguos escritores. Para demostrar más claramente lo que quiero decir, tomemos el prólogo de Dorian Gray, que, como se sabe, contiene una serie de aforismos sobre el arte y sobre la crítica según se cree haberlos comprendido Wilde. Citaré algunos nada más:
Un artista es un creador de cosas bellas.
Revelar el arte ocultando al artista, tal es el fin del arte.
El crítico es aquel que puede traducir de otra manera o mediante procedimientos nuevos su impresión sobre las cosas bellas.
Así la más baja como la más alta forma de crítica es un modo de autobiografía.
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