El Doctor Centeno (novela completa). Benito Perez Galdos
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Название: El Doctor Centeno (novela completa)

Автор: Benito Perez Galdos

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4057664189493

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СКАЧАТЬ únicos libros religiosos que guardaba, y entresacando de aquí y de allí, esto quiero, esto no quiero, una de cal y otra de arena, componía sus enfáticas oraciones; y aprendidas de memoria, las soltaba como un seráfico papagayo, del mismo modo que sus venturosos discípulos decían las definiciones. ¡Y qué pico de oro!

      VIII

       Índice

      La mesa de don Pedro había ido ganando, día por día, en variedad y riqueza. Modestísima en los comienzos de la vida capellanesca, era últimamente casi suntuosa. Sobre los regalos que le hacían las monjas, tenía los de sus discípulos, que no eran cualquier cosa. El 29 de Junio se renovaba allí el espectáculo eructante de las Bodas de Camacho. En tal día y en otros marcados, convidaban los Polos á parientes ó amigos, no faltando nunca don Florencio ni el fotógrafo. Doña Saturna iba puntual á sus primores, y desde muy temprano, ella y doña Claudia se metían en la cocina y pasaban todo el día machacando especias, haciendo salsas y picadillos, revolviendo peroles. Generalmente, por ser casi todos los comensales extremeños, las dos señoras hacían el frite, guiso de cordero á la extremeña, que era recibido en la mesa con aclamaciones patrióticas.

      Cuando iban á comer las dos chicas de Sánchez Emperador, don Pedro estaba en sus glorias, y se esmeraba en ser fino y galante con ellas, especialmente con la mayor, que era la hermosa.

      Profesaba Polo la teoría, por cierto muy razonable, de que se puede ser á un tiempo buen sacerdote y atendedor de las damas, con lo cual se reverencia de dos maneras al Supremo Artífice de todas las cosas. Por esto, cuando las de Emperador eran convidadas, viérais al señor capellán y maestro salir de su cuarto muy almidonado, muy peinado y oloroso, en correcto y limpio traje de paisano. Luego, durante el curso de la comida, no cesaba de echar donaires por aquella boca, y galanas flores retóricas del mejor gusto y sin chispa de malicia. Todos lo alababan y reían, no siendo las dos chicas indiferentes á los elogios que se hacían de su mérito.

      Después de uno de estos días de honesta jarana, solía estar don Pedro muy taciturno y displicente. Notaban los alumnos en él refinamientos de rigor y exigencias inquisitoriales al tomar la lección. No perdonaba ni una mota. Aun con la familia estaba el buen señor muy enojado: economizaba con avaricia las palabras; ponía defectos á la comida diaria; quejábase de inexactitudes en los servicios de su hermana; á cualquier descuido, como un botón por pegar ó un cuello mal planchado, daba importancia extrema. Se paseaba silencioso de un ángulo á otro de su cuarto, y Felipe se asustaba oyéndole dar unos suspiros tan grandes, que eran como si por el resuello quisiera descargarse de un pesadísimo tormento interior. Únicamente salía de sus labios la frase rutinaria «voy á dar una vuelta» en el momento de ponerse la capa.

      Tal estado de misantropía se iba desvaneciendo, y el personaje, cual pieza forjada que se enfría y recobra su temple y dureza, volvía lentamente á su carácter normal: pacífico y tierno con la familia, afable y cariñoso con todos menos con los alumnos.

      Cuando don Pedro se iba á dar la famosa vuelta, doña Claudia, que cenaba sola y más tarde que su hijo, se comía el salpicón ó la ensalada con el cortadillo de vino, y luego se daba á la endiablada tarea de combinar sus números y recorrer las listas pasadas para hacer un cálculo de probabilidades que no entenderían los matemáticos de más tino. El sueño la cogía de súbito en estos afanes, y se dormía sobre sus laureles aritméticos. Después de dar mil cabezadas íbase á la cama, arrastrándose, y poco después sus ronquidos daban fe de la tranquilidad de su conciencia.

      Marcelina y Felipe se quedaban en vela esperando á don Pedro, junto á la lámpara del comedor, ella ocupada en costura ó laborcilla de crochet, él estudiando las lecciones del día siguiente. Muy á menudo el Doctor inclinaba la cabeza sobre la Gramática y se quedaba dormido, como esos Niños Jesús á quienes pintan durmiendo sobre el libro de los Evangelios. La fea de las feas tenía la bondad de respetar á veces aquel descanso, y no lo interrumpía en media hora. Cuando el chico estaba despierto, la señora le sermoneaba, echándole en cara su poco amor al estudio, sus descuidos en el servicio, y principalmente su pícara afición á vagabundear por las calles y á detenerse las horas muertas en los recados. Bien conocía Centeno la justicia de estas observaciones; pero en cuanto á su gusto de callejear, se sentía cobarde para reprimirlo, porque la amistad de Juanito del Socorro, que le contaba cosas tan interesantes de política y revoluciones, era el único bálsamo de su vida miserable.

      Triste era para él la casa; triste su habitación; tristísima la escuela, el pasante y los libros; más tristes aún doña Claudia, la cocinera y la cocina. La calle y Juanito eran todo lo contrario de aquel marco sombrío y de aquellas figuras regañonas y lúgubres; lo contrario de los coscorrones, de las bofetadas, de los gritos, del estirar de orejas, de la Gramática (¡el impío y bárbaro estudio!), de la bestial Maritornes, de aquel rudo trabajo sin recompensa moral ni estímulo. Sin un poquito de calle cada día; luz de su obscuridad, lenitivo de su pena y descanso de su entumecido físico y moral, la vida le habría sido imposible.

      —Lee, hombre, lee—le decía por las noches Marcelina, sin quitar los ojos de su obra, cuando á Felipe sorprendía jugando con sus propios dedos ó atendiendo á los ruidos de la calle.—Eres malo de veras. No aprenderás nunca palotada. Mi hermano dice que él ha conocido muchos brutos, pero ninguno como tú... ¿No te da vergüenza, hombre, de ver á otros niños tan aplicaditos...?

      Reconociendo el Doctor que la señora hablaba como la misma sabiduría, no le hacía gran caso, y con el alma, más que con los ojos, miraba á la calle, oyendo los silbidos con que le llamara el del Socorro. ¡Inmenso dolor!... ¡No poder acudir á tan dulce reclamo! Sin duda tenía que contarle aquella noche cosas muy buenas: por ejemplo, que los regimientos se iban á echar á la calle, que la cosa estaba en un tris, y los curas con el alma en un hilo... No había más remedio que tener paciencia y entretener de cualquier modo las pesadas horas, ya mirando los movimientos que con sus dedos hacía Marcelina metiendo y sacando el gancho, ya contando los hoyos que aquella excelente señora tenía en la nariz, ó los erizados pelos de su verruga... porque pensar que él había de leer en la fementida Gramática, era pensar en lo imposible.

      Un sistema de distracción encontró Centeno, á fuerza de aburrirse, y era observar los distintos ruidos que hacían las puertas mohosas de la casa cuando las abría y cerraba la cocinera, la cual andaba trasteando, hasta más de las diez, de la cocina á la despensa y de la despensa al comedor. Las puertas, como toda la casa, tenían dos siglos de fecha, y en tan largo tiempo nadie se había tomado el trabajo de acariciar con aceite sus gastados, secos y polvorientos goznes. Así es que daban unos gemidos que parecían de seres vivientes, y su lamentar producía los más extraños efectos musicales. En la soledad y hastío de su espíritu, Felipe no hallaba mejor entretenimiento que observar la diversa tesitura y acento de cada uno de aquellos ruidos. Tal puerta imitaba el mugido de un buey; tal otra el llanto de un niño; alguna sonaba como voz gangosa que pronunciara el principio del Padre nuestro; la de más allá parecía la matraca de Viernes Santo, y otra decía siempre: mira que te cojo. Amenizaba estas sonatas el lejano roncar de doña Claudia, que á ratos era silbido tenue, á ratos fabordón que decía con toda claridad: Sursum Cooor...da.

      Cuando las puertas callaban, cual si se durmieran, Felipe buscaba impresiones del mismo orden en las vidrieras. Eran éstas, como las ventanas, grandísimas, desvencijadas. Se componían de vidrios pequeños, verdosos, que retasaban la luz y eran como aduaneros de ella, pues no la permitían pasar sin cogerse una parte. La madera estaba pintada de azul, al temple, según el uso antiguo; el plomo era negro, y de puro viejo apenas sujetaba los vidrios. Estos, siempre que los pesados bastidores se abrían, bailaban en sus endebles junturas, cual si quisieran saltar y echarse fuera. Cuando pasaba un coche por la mal empedrada calle, era tanto el temblor y tanta la chillería de los vidrios, que las personas СКАЧАТЬ