El Doctor Centeno (novela completa). Benito Perez Galdos
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Название: El Doctor Centeno (novela completa)

Автор: Benito Perez Galdos

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4057664189493

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СКАЧАТЬ el sermón, y de uno á otro confín de la iglesia, cuando don Pedro bajaba del púlpito, se oían esos murmullos de aprobación que equivalen á los aplausos que en otros sitios manifiestan el contento del público. Doña Claudia y Marcelina habían mojado entre las dos, de tanto llorar, una docena de pañuelos. No faltaba ninguno de los amigos de la casa: Morales y su esposa, don José Ido, el fotógrafo y el empleado de Hacienda con sus señoras respectivas, y Sánchez Emperador con sus dos guapas niñas, Amparo y Refugio.

      Felipe y Juanito del Socorro se habían subido al coro para ver mejor y estar al lado de la música y oirla de cerca. Pegados al que tocaba el contrabajo, estorbaban sus gallardos movimientos en tal manera, que el buen músico, un anciano de mucha paciencia y cortesía, les dijo alguna vez, apartándoles:

      —Si me hicieran ustedes el favor...

      Felipe estaba lelo, mirando cómo vibraban las cuerdas de aquel formidable instrumento; luego observaba embelesado cómo abrían la boca los cantores; y él y Juanito agradecían mucho que se les mandara tener algún papel de música ó traer un vaso de agua al señor director, el cual era un hombre con mucha hormiguilla en el cuerpo, según se movía y dislocaba para conducir la orquesta y toda la balumba de voces.

      Durante el panegírico, ambos, aburridísimos, se fueron á la calle y se metieron en la redacción, que estaba desierta por ser día festivo. Revolvieron los pupitres de los redactores, comieron obleas rojas, cortaron pedazos de periódico, escribieron en las cuartillas. En un momento de entusiasmo, Juanito se subió sobre la mesa, y empezó á repetir frases que antes oyera y que se habían grabado en su memoria. El condenado imitaba la voz y gesto de alguno de los periodistas ausentes, diciendo:

      —Señores, esto se va... los dioses se van... esto matará á aquello.

      Después subieron al campanario del convento. Juanito, siempre fatuo y vanidoso, contaba á Felipe las grandezas de su casa. ¡Qué cosas le dijo! Su madre tenía una silla dorada, y su padre era amigo de un Marqués. Él iba á estudiar para redator, y su padre no esperaba sino que llegara la jarana para ponerse su uniforme de capitán de la milicia. Como en estas conversaciones siempre sacaba á relucir el del Socorro los términos que oía, habló á Felipe del pueblo soberano, de la revolución próxima, de los curas, de la tropa y de ahorcar mucha y diversa gente. Esto, dicho en las alturas del campanario y bajo los ardientes rayos del sol, le puso á mi Felipe la cabeza toda exaltada y como en ebullición, llena de ideas sediciosas y disolventes. Cuando bajaban á saltos por la angosta escalera, le dijo Socorro:

      —Aquel obispote que está en el altar mayor, es el capitán general de los curas... ¡Vaya un peje!... ¡Cuando se arme...!

      Concluída la función, hubo refresco en casa de don Pedro. Las monjas enviaron dulces y bartolillos, y el predicador laureado sacó de un misterioso armario de su cuarto botellas de vino añejo que le había regalado el padre de uno de sus alumnos. Brindó el fotógrafo por el primero de nuestros oradores sagrados, cuyo elogio recibió don Pedro con carcajadas de modestia. El oficial de Hacienda, frotándose las manos, no cesaba de decir:

      —Bien, señor de Polo, muy bien.

      Doña Claudia se reía como si no tuviera bien sentado el juicio, y el majestuosísimo don Florencio Mora...les y Temprado daba fuertes palmadas en el hombro del héroe del día, promulgando estas observaciones que merecen ser entregadas á la posteridad:

      —Vas á dejar atrás al célebre Troncoso y á ese que llaman Bordalúo... Estuviste muy propio. Así da gusto oir predicar. Esto es religión, porque francamente y entre paréntesis, querido, cuando suben á la cátedra del Espíritu Santo, ó pongamos el caso, á la tribuna de un Congreso, algunos que...

      Amparo y Refugio miraban á Polo con cierta veneración. Refugio, que era un tanto desenvuelta, sin menoscabo de su inocencia y purísimas costumbres, dijo así con risa y donaire:

      —Don Pedro, estaba usted muy guapo en el púlpito.

      Amparo, que era muy callada, tendiendo siempre á la melancolía, no decía nada.

      Obsequiaba Polo á sus amigos con exquisita urbanidad. Vestía, no sin elegancia, su negra sotana limpia, y más que rancio y descuidado cura español, parecía uno de esos italianos de la Nunciatura, hechos al roce del mundo y al trato de gentes cortesanas. Cuando se suscitó aquella cuestión de si estaba más ó menos guapo en el púlpito, echóse á reir y dijo con mucha sorna:

      —Pero, Refugio, si tú no me has visto... Yo te ví, y me parece que te dormías.

      —¡Don Pedro!

      —¿No es verdad, Amparo? Ésta lo dirá. ¿Es cierto ó no que Refugio estaba dando cabezadas?

      —¡Quien las daba era ella!—exclamó Refugio señalando á su hermana.

      —¿Yo?... ¡Si no quitaba los ojos de don Pedro...! Que lo diga él.

      —Bien, bien. ¿Esas tenemos? ¡Don Pedro!... ¡Amparo!—exclamó el fotógrafo, riendo y envolviéndose una mano en otra, pues era hombre que no sabía decir sus bromas sin amasarse las manos con tanta fuerza cual si de las dos quisiera hacer una sola.

      —¿Y cuándo predicamos en Palacio?—preguntó en tono de excelsitud el señor de Morales, ávido de cortar, con una proposición seria, aquel tema tan baladí.

      Don Pedro dió media vuelta para contestar á Sánchez Emperador, que le daba su parecer sobre el vino que bebían. Este señor y el empleado de Hacienda no gastaban cumplidos para aceptar copa tras copa, y se reían de Morales, considerándole el estómago lleno de ranas, sapos, anguilas y otras diversas alimañas acuáticas. Pero él, sin darse por vencido, antes bien orgulloso de su pasión por las aguas, gritaba cogiendo el vaso, lleno hasta los bordes del licor del Lozoya:

      —Estas son mis bodegas. Vaya una cosa rica... No me harto nunca.

      Felipe bajaba á cada instante al torno de las monjas, para traer cestas llenas y llevarlas vacías.

      Bizcochos, mojicones, bartolillos, pasteles, mazapanes y otras menudencias ocupaban toda la mesa, pasando fugaces desde las bandejas á las tragaderas del fotógrafo, de Sánchez Emperador y del hacendista, que eran los principales consumidores. Bienaventuradas bocas, ¡para eso os cría Dios! En poco tiempo descubrióse el fondo de las bandejas. Había, entre los felicitantes, ropas polvoreadas, dedos untados de pegajoso caramelo y barbas con canela.

      Doña Claudia, que estaba en todo, dijo á Felipe:

      —Vete corriendo al locutorio y dí á las señoras monjas que no se olviden de mandarnos el pebre para la salsa del cabrito.

      Volviendo luego á la hermosa Amparo, que á su lado estaba, le dijo:

      —Es el pebre picante de que hablábamos ayer, fuertecito como á tí te gusta. ¡Verás qué cosa tan rica!

      Don Pedro, que no cesaba de mirar á todos lados repartiendo por igual sus finezas y ofrecimientos, alcanzó á ver, allá junto á la puerta, lejos del animado grupo, ¿á quién? al propio don José Ido, humilde y modestísimo en todas las ocasiones, y más en aquélla, pues tanta era su timidez, que habiendo entrado de los primeros, hacía media hora que estaba allí sin que nadie reparase en él, y ni avanzar quería ni retirarse por miedo á llamar la atención. Estaba el pobre sin saber qué hacer, inmóvil y pestañeando, parado y atónito, cual sí le estuvieran dando una mala noticia. Don Pedro, con aquella generosidad rumbosa que era la flor tardía, pero lozana, de un honrado carácter, llegóse СКАЧАТЬ