Название: El Doctor Centeno (novela completa)
Автор: Benito Perez Galdos
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664189493
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De todo esto era preciso tomar nota, y con su pedacito de lápiz iba marcando disimuladamente con rayas, en el margen del libro, los coches que pasaban. Pero algunas veces era vencedor de la atención el fastidio. Felipe hacía almohada de la Gramática y se cuajaba dulcemente como un ángel. Viéraisle despertar pavorido á la entrada de don Pedro, que, por tener llavín, no llamaba nunca. Á veces, una mano vigorosa le extraía, suspendido de la oreja, de aquel seno placentero de su sueño, y oía una voz de trompeta del Juicio Final, diciendo: «Á acostarse.»
Andaba dormido, tropezando, los sentidos abotagados, sin enterarse de lo que charlaban el amo y su hermana antes de recogerse. Á tientas subía por fin á sus elevados aposentos, y... Á media noche todo dormía en la casa: personas, goznes y vidrios. Sólo don Pedro, algunas veces, tenía el sueño tan difícil, que el alba y aun el claro día le encontraban como un lince; y gracias que pudiera aletargarse y dar breve descanso á sus potencias cerebrales á hora inoportuna, cuando ya el esquilón monjil le avisaba que era llegada la de la misa.
IX
En la calle de la Libertad, más allá de la esquina de la casa donde la redacción estaba, había un solar vacío, separado de la calle por una cerca de desiguales y viejas tablas. Dentro sólo se veían montones de escombros, media docena de escobas y otras tantas carretillas que dejaban allí los encargados de la limpieza urbana. Tenía la tal valla una puerta que estaba cerrada casi siempre; pero Juanito del Socorro y otros chicos de la vecindad, asistentes á la escuela de don Pedro, habían hallado medio de colarse dentro, arrancando una tabla y apartando otra; y posesionados del terreno, lo dedicaron á plaza para hacer en él sus corridas.
Habiendo sido admitido un día Felipe á esta diversión infantil, halló tanto gusto en ella, que se hubiera estado todo el santo día en la plaza, sin acordarse para nada de sus deberes escolares y domésticos, ni de don Pedro, ni del santo de su nombre. Mientras más el juego se repetía, más afición le cobraba, y los domingos por la tarde, si sus amos le permitían salir, entregábase con frenesí á las alegrías del toreo. Saltar, correr, montarse sobre otro; ser alternativamente picador, caballo, banderillero, mula, toro y diestro, era la delicia de las delicias, exigencia del cuerpo y del alma, prurito que declaraba perentorias necesidades de la naturaleza. Días enteros pasaba pensando en el ratito que podía dedicar á la función, ó representándose los entretenidos episodios y pasos de ella. Y tanto repitieron los chicos aquel juego, que llegaron á organizarlo en regla, para lo cual tenía especial tino el gran Juanito del Socorro, sujeto de mucho tacto y autoridad. Era empresario y presidente, acomodador y naranjero. Dirigía las suertes y á cada cual asignaba su papel, reservando para sí el de primer espada. Á Felipe le tocaba siempre ser toro.
Quisieron proporcionarse una de esas cabezotas de mimbres que adornan las puertas de las cesterías; pero no lograron pasar del deseo al hecho, porque no había ningún rico en la cuadrilla, ni aunque se juntaran los capitales de todos podrían llegar á la suma necesaria. Se servían de una banasta, donde Felipe metía la cabeza. ¡Con qué furor salía él del toril, bramando, repartiendo testarazos, muertes y exterminio por donde quiera que pasaba! Á éste derribaba, al otro le metía el cuerno por la barriga, al de más allá levantaba en vilo. Víctimas de su arrojo, muchos caían por el suelo, hasta que Juanito del Socorro, alias Redator, lo remataba gallarda y valerosamente, dejándole tendido con media lengua fuera de la boca.
Cada cual contribuía con sus recursos y con su inventiva á dar todo el esplendor y propiedad posibles á la hermosa fiesta. No había detalle que no tuvieran presente, ni oportunidad que no aprovecharan aquellas imaginaciones llenas de viveza y lozanía. Blas Torres, hijo de un prendero, se proporcionó una capa de seda con galoncillos de plata. Algunos llevaban capa de percal, y otros se equipaban con un pedazo de cualquier tela. Perico Sáez, hijo del carnicero, presentó á la cuadrilla una adquisición admirable y de grandísimo precio: un rabo de buey, que Felipe se ataba en semejante parte para imitar la trasera del feroz animal. Con aquello y la banasta en la cabeza, y los bramidos que daba, parecía acabadito de venir de la ganadería. Fuenmayor llevaba las banderillas de papel, y Gázquez, hijo del estanquero, llevaba una cosa muy necesaria en juego tan peligroso, á saber: tiras de papel engomado de los sellos para aplicarlo á las heridas, rozaduras y contusiones. El chico de la prestamista se había proporcionado una corneta para hacer las señales, y algunos cascabeles para las mulas; y Alonso Pasarón, el de la tienda de ultramarinos, que era artista, pintor y tenía su caja de colores para hacer láminas, llevaba los carteles con una suerte pintada en verde y rojo, grandes letras y garabatos en que no faltaba palabra, ni fecha, ni detalle de los que en tales rótulos se usan. Pero de cuanto aquellos benditos inventaron para imitar al vivo las corridas, nada tan ingenioso como lo que se le ocurrió á Nicomedes, hijo del dueño de una tienda de sedas de la calle de Hortaleza. Este condenado reunió en su casa muchas varas de cinta encarnada: con ellas hacía un revuelto lío; se lo metía en la camisa junto á la barriga, y cuando en lo mejor de la lidia desempeñaba con admirable verdad, vendado un ojo, el papel de caballo, y venía el toro y le daba el tremendo topetazo en el cuerpo, empezaba á soltar cinta y más cinta y á cojear y dar relinchos y á hacer piruetas de dolor, con tal arte, que parecía que se le salían las tripas y que se las pisaba, como suele suceder á los caballos de verdad en la sangrienta arena de la plaza. Para que nada les faltara, también se habían adjudicado unos á otros sus alias en sustitución de los nombres verdaderos. Á Nicomedes se le llamaba Lengüita, sin duda por lo mucho que hablaba. Blas Torres, ilustre hijo de una prendera, tenía por mote Trapillos. Felipe respondía por el Iscuelero, y Juanito del Socorro tenía un apodo á la vez popular y respetuoso, nombre peregrino, que declaraba en cierto modo su origen literario. Se le llamaba Redator.
En lo mejor de la pelea se presentaba un individuo de policía ó el guarda del solar, y les echaba á la calle... Porque, verdaderamente, ¿qué cosa más contraria á la dignidad de una población que esta batahola de chicos en un solar cerrado, en día festivo, y cuando los mayores se entregan con delirio á las ardientes emociones del toreo verdadero? Los guindillas ó polizontes municipales demostraban un celo digno de todo encomio en la corrección de estos abusos infantiles, y el guarda, enojadísimo porque profanaban la virginidad de su solar, la emprendía á escobazos con los lidiadores y... Dios nos libre de que alguno se le rebelara... Por la calle adelante salía corriendo la partida, perseguida activamente por la fuerza pública, y al fin se disolvía, sin más consecuencias y sin ninguna desgracia personal.
Por lo mismo que Felipe no podía disfrutar de este juego sino en breves y angustiosos momentos, robados á cualquier obligación, sus goces eran grandísimos, inefables, y no los trocaría por la gloria eterna. Los sofiones que se llevó por su tardanza en un recado ó por sus escapatorias cuando el deber le llamaba á la casa, no son para contados. Pero llegó á familiarizarse de tal modo con el sermoneo y los golpes, que ya no le hacían efecto. Estaba al fin como curtido, y su cuerpo se le figuraba forrado de duras conchas como las del galápago. Moralmente, su atrofia corría parejas con la insensibilidad dérmica, y el convencimiento de que era malo, incorregible, llevábale á sentir altivo desprecio de los mandamientos de todos los Polos nacidos y por nacer.
Cuando se retiraba de noche á su madriguera, renovaba en su mente con claridad y frescura las gratas sensaciones de la última corrida, y á la memoria traía los puyazos que le dieron, los jinetes que echó á rodar por el suelo, los caballos que destripó y los diestros que hizo pedazos. Oía la bélica trompeta y los gritos de la multitud. Hasta el recuerdo del despejo final, hecho á escobazos por el guarda, y aquel desalado correr por la calle, insultando desde la esquina al mismo guarda, tenía dejos gratísimos СКАЧАТЬ