El Doctor Centeno (novela completa). Benito Perez Galdos
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Название: El Doctor Centeno (novela completa)

Автор: Benito Perez Galdos

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4057664189493

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СКАЧАТЬ tanto á don Pedro, que ni aun fuera de la clase se atrevían á hacer burla de él; pero al pobre Ido le trataban con familiaridad casi irreverente. Las paredes del callejón de San Marcos estaban de punta á punta ilustradas con el retrato del señor de Ido, en diferentes actitudes, y eran de ver lo parecido del semblante y la gracia de la expresión en aquellos toscos diseños. No faltaban explicaciones y leyendas que decían: Ido diendo á los toros; y por otro lado: Ido del Sagrario calléndosele los calzones. Porque este pobre calígrafo tenía las carnes tan flácidas, que toda su ropa parecía escurrirse, y que cada pieza, desde la corbata á los pantalones, estaba más baja del sitio que le correspondía. Otra cosa que daba motivo así á las cuchufletas como á las ilustraciones, era el cartílago laríngeo, ó la nuez del pasante, la cual era grandísima. Entre las pinturas murales, que representaban casi siempre escenas de toros, había una cuyo letrero decía: El toro, perdone ustez,—me le enganchó de la nuez...

      Á este hombre, probo, trabajador, honrado como los ángeles, inocente como los serafines, esclavo, mártir, héroe, santo, apóstol, pescador de hombres, padre de las generaciones, le trataba don Pedro delante de los chicos con frialdad y sequedad; mas cuando estaban solos le abrumaba á cortesanías y piropos, como éste: «Es usted más tonto que el cerato simple,» dicho con desenfado y sin mala voluntad. Ó bien le saludaba así: «Cierre usted esa boca, hombre, que se le va por ella el alma.» Y era verdad que parecía que el alma estaba acechando una ocasión para echársele fuera y correr en busca de mejor acomodo.

      Los capones y pellizcos, los palmetazos y nalgadas, las ampliaciones de orejas, aplastamiento de carrillos, vapuleo de huesos y maceración de carnes, no completaban el código penitenciario de Polo. Además de la pena infamante de las orejas de burro, había la de dejar sin comer, aplicada con tanta frecuencia, que si las familias no sacaban de ella grandes ahorros, era porque no querían. Todos los días, al sonar las doce, se quedaban en la clase, con el libro delante y las piernas colgando, tres ó cuatro individuos que se habían equivocado en una suma ó confundido á Jeroboan con Abimelech, ó levantado algún falso testimonio á los pronombres relativos. Los autores de estos crímenes no debían alcanzar de nuestro Eterno Padre el pan de cada día, que todos piden, pero que se da sólo á quien lo merece. Bostezos que parecían suspiros, suspiros como puños llenaban la grande y trágica sala. Isaías no habría desdeñado llorar tan dolorosas penas, y hubiera sacado de su boca algún sublime acento con que pintar aquellos desperezos tan fuertes, que no parecía sino que cada brazo iba á caer por su lado. Á menudo las páginas sucias, dobladas, rotas, de los aborrecidos libros se veían visitadas por un lagrimón que resbalaba de línea en línea. Pero esta forma del luto infantil no era la más común. La inquietud, la rebeldía, el mareo, la invención de peregrinas diabluras eran lo frecuente y lo más propio de estómagos vacíos. Quién gastaba su poca saliva en mascar y amasar papel para tirarlo al techo; quién dibujaba más monos que vieron selvas africanas; quién se pintaba las manos de tinta á estilo de salvajes...

      Cuando la clase concluía, allá sobre las cinco de la tarde, después de diez horas mortales de banco duro, de carpeta negra, de letras horribles, de encerado fúnebre, el enjambre salía con ardiente fiebre de actividad. Era como un furor de batallas, cual voladura de todas las malicias, inspiración rápida y calorosa de hacer en un momento lo que no se había podido hacer en tantas horas. Una tarde de Enero, un chico que había estado preso, sin comer y sin moverse en todo el día, salió disparado, ebrio, con alegría rabiosa. Sus carcajadas eran como un restallido de cohetes; sus saltos, de gato perseguido; sus contorsiones, de epiléptico; la distensión de sus músculos, como el blandir de aceros toledanos; su carrera, como la de la saeta despedida del arco. Por la calle de San Bartolomé pasaba una mujer cargada con enorme cántaro de leche. El chico, ciego, la embistió con aquel movimiento de testuz que usan cuando juegan al toro. El piso estaba helado. La mujer cayó de golpe, dando con la sien en el mismo filo del encintado de la calle, y quedó muerta en el acto.

      IV

       Índice

      Es forzoso repetir que la crueldad de don Pedro era convicción, y su barbarie fruto áspero, pero madurísimo, de la conciencia. No era un maestro severo, sino un honrado vándalo. Entraba á saco los entendimientos, y arrasaba cuanto se le ponía delante. Era el evangelista de la aridez, que iba arrancando toda flor que encontrase, y asolando las amenidades que embelesan el campo de la infancia, para plantar luego las estacas de un saber disecado y sin jugo. Pisoteaba rosas y plantaba cañas. Su aliento de exterminio ponía la desolación allí donde estaban las gracias; destruía la vida propia de la inteligencia para erigir en su lugar muñecos vestidos de trapos pedantescos. Segaba impío la espontaneidad, arrancaba cuanto retoño brotara de la savia natural y del sabio esfuerzo de la Naturaleza, y luego aquí y allí ponía flores de papel inodoras, pintorreadas, muertas. Por uno de esos errores que no se comprenden en hombre tan bueno, estaba muy satisfecho de su trabajo, y veía con gozo que sus discípulos se lucían en los Institutos, sacando á espuertas las notas de sobresaliente. Don Pedro decía: ellos llevan el cuerpo bien punteado de cardenales, pero bien sabidos van.

      Á los tres años de esta ordenada vida capellanesca, escolástica y cardenalicia, la familia se encontraba en un pie de comodidades que nunca había conocido. Doña Claudia Cortés se trataba con azafatas, alabarderas, tal cual camarista y otras personas bien puestas en Palacio. Marcelina Polo, que llevaba el peso de la casa, había logrado decorar ésta con cierta elegancia relativa. En el reducido círculo de las relaciones de la familia pasaba ya por dogma que en ningún cacareado colegio de Madrid recibían los muchachos educación tan sólida, cristiana y de machaca-martillo como en el del padre Polo. Llegó día en que eran necesarias las recomendaciones para admitir una nueva víctima en el presidio escolar. Desgraciadamente para la familia, los ingresos, aunque regularcitos, no correspondían á la fama del llamado colegio, por tener don Pedro una cualidad excelsa en el terreno moral, pero muy desastrosa en el económico: era una extremada y nunca vista delicadeza en cuestiones de dinero. Aquella voluntad de hierro, aquel carácter duro se trocaban en timidez siempre que era preciso reclamar de algún chico ó de sus padres el pago de los honorarios. Así es que muchos no le pagaban maldita cosa, y él antes se cortara una mano que despedirles. Este sublime desinterés lo tuvo también el padre de don Pedro, de donde le vino, al decir de sus contemporáneos, que muriera en afrentosa cárcel. La economía política debe llamar á esta virtud voto de pobreza, es evidente que estorba para todo negocio que no sea el importantísimo de la salvación.

      Pero bueno es decir que los fallidos ocasionados en la caja por los efectos de esta santidad los compensaba Polo y Cortés con otros ingresos que le sobrevinieron cuando menos pensaba. Alentado por varios amigos, se metió á predicador. Hizo una tentativa: le salió regular; animóse; fué entrando en calor, y al año se lo disputaban las cofradías. El no era por sí elocuente; pero le favorecían su voz grave, llena, hermosa, á veces dulce, á veces patética, y su facilidad de dicción. En tres ó cuatro leídas se apropiaba un sermón de cualquiera de las colecciones que existen. De su propia cosecha ponía muy poco. Había tenido también el talento de asimilarse el énfasis declamatorio y la mímica del púlpito, que tan grande parte tienen en el éxito. Cada perorata le valía una onza, y á su madre le daba con cada sermón diez años de vida, porque, según ella, los ángeles mismos no dirían cosas tan sublimes y cristianas como las que su hijo echaba por aquel pico de oro. No se desvanecía don Pedro con estas lisonjas, flores preciosas del amor materno, y á solas con su conciencia literaria, cuando bajaba del púlpito, iba diciendo: «Dios me perdone las tontadas que he dicho.»

      Muchas amistades cultivaba don Pedro en Madrid. Eran principales amigos un empleado de Hacienda que conoció en Toledo, y un fotógrafo, excelente persona, extremeño, y también Cortés de nombre y genio. Las señoras de ambos visitaban á doña Claudia, y tomaban participación en sus jugadas de lotería. Porque es bueno saber que á la madre de don Pedro le había entrado pasión tan ardiente por la Lotería Nacional, que en todas las СКАЧАТЬ