Название: El Doctor Centeno (novela completa)
Автор: Benito Perez Galdos
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664189493
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—Un bollito, don José.
—Gracias... si acabo de comer...
Para aquel bendito, haber comido en Julio era acabar de comer. En un solo instante rechazaba el bollo y se lo engullía. El fotógrafo, qué quieras que no, le hizo tomar otra copa; y después de beber, don José sacó un pañuelo para limpiarse la boca y enjugarse las lágrimas, pues aquel hombre, más que hombre, era una sensitiva. Cualquier incidente común le producía emoción vivísima, y cualquier emoción abría la exclusa de sus lágrimas. Balbuciendo gratitudes y dando un cordial apretón de manos á don Pedro, se marchó veloz, bajando la escalera como si le fueran á prender.
—Este señor—dijo el fotógrafo,—es más blando que la manteca.
Entre tanto, se oía ruido de almireces que alegraría el corazón menos sensible á los halagos de un buen comer. La cocina repicaba á convite con más ruido que la iglesia repicando á procesión. Allí estaba doña Saturna, afanada con tanto tráfago. La cocinera y Marcelina la ayudaban. Grandes palmadas y bravos resonaron en la sala, cuando Refugito, la del diente menos, se presentó, poniéndose un delantal y diciendo:
—Voy á ayudar también.
—¡Bien, bravo! ¡Viva la cocinera de la sal!
—¿Qué nos va usted á hacer?
—La salsa picona.
—Haga usted la olla gorda.
—¿Y usted, Amparito?—preguntó con urbanidad el empleado de Hacienda.
—Ésta no puede ir á la cocina—dijo don Pedro.—Le dan vahídos.
—Y se pone las manos perdidas,—añadió doña Claudia, haciendo observar y admirar á todos los presentes las hermosas, blancas y finísimas manos de la joven.
—Que nos las sirvan estofadas,—indicó el fotógrafo, riendo él su propia gracia antes de que la rieran los demás.
Don Pedro, que no olvidaba nada y sabía, en ocasiones como aquélla, hacer caer sobre todos, grandes y pequeños, el rocío de su liberalidad, llamó á Felipe, que entraba y salía inquietísimo arrojando sobre las bandejas más miradas que echó Scipión sobre Cartago, y le dió dos bartolillos de los mayores, uno para él y otro para Juanito del Socorro, que estaba en el portal.
Cuando los dos amigos se sentaron en el primer peldaño de la escalera á comerse los pasteles, el Doctor, lleno de orgullo por los triunfos oratorios de su amo y por los plácemes que le daban los amigos, empezó á enumerar las elevadas personas que había en la casa.
—Está ese que saca los retratos, ¿oyes? que no hace más que verte y te pone clavado. Está ese otro señor gordo, del gabán color de barquillo, que cuando entra da voces y respira como un fuelle. Doña Claudia dice que le hizo la boca un fraile, por lo mucho que come. Está también aquella señora guapa, ¿oyes? aquella que parece una reina y que mira como las imágenes... Si la ves y te dice algo, te caes redondo. Una tarde me pasó la mano por la cara, ¿oyes? y por poco me desmayo de gusto. Una noche estaba en la sala con don Pedro: entré yo, y oí que don Pedro le decía que había bajado del cielo... ella, ella... Yo la llamo La Emperadora: la otra noche soñé que estaba yo en la iglesia, y ella bajando de un altar con una estrella en la frente y muchas flores por aquí y por allí... Sus dedos son azucenas.
—Hijí... no digas bobadas.
—Cuando viene acá, y come en casa, me quedo un rato como lelo mirándola.
Juanito, que era la misma soberbia, no consentía que delante de él se hablase de las grandezas de otras casas sin sacar á relucir al instante las de la suya y las visitas que recibía su madre el día de su santo. En aquella ocasión solemne su madre se sentaba en la silla dorada, y empezaba á recibir gente. Iba un alabardero con su sombrero atravesado, un alférez, muchos señores de sombrero de copa, y uno que va á caballo al lado de la Reina cuando ésta sale de paseo.
—Tiene mi madre dos amigas tan guapas, tan guapas, pero tan guapas—indicó para concluir,—que cuando las ves te entra un frío... ¿estás? Son señoras de unos grandes pejes, y llevan vestidos de seda verde con mucho arrumaco. Una de ellas tiene los pechos así...
Y hacía Juanito con los brazos un grande y bien arqueado círculo delante de su pecho para dar idea, siquiera fuese aproximada, de la delantera de aquella señora desconocida.
—¡Pues lo que es ésta...!—murmuró Felipe.
Agria y destemplada voz, gritando desde lo alto de la escalera pillo, tunante, llamó al Doctor á su obligación. Subió y entró en la sala á recoger copas y vasos y bandejas. Cuando los señores fumaban, doña Claudia entró con varios papelitos en la mano, diciendo:
—En el 5.505 lleva dos reales Enriqueta. Señor de Lomo, guárdese usted el apuntito. ¡Qué número! Es el mío. Lo soñé hace dos años, y le tengo una ley... Ya me lleva ganados más de mil reales. El que va á salir ahora es el de los tres patitos: el 222. En éste te he puesto la peseta, Amparo. Toma la papeleta. Mira que si la pierdes, no pago. Hace cuarenta y tres extracciones que este número no sale. Ahora, ahora... Á la cuarenta y cuatro le toca, es decir, al doble de dos de sus tres números. Esto es claro como el agua.
Don Pedro, el fotógrafo y Morales convinieron en que era preciso dar un buen paseo para hacer ganas de comer, y salieron llevando consigo á Amparo. Los demás se fueron poco más tarde, dejando concertada la hora en que se habían de reunir por la noche para comer. Ninguno faltó á la cita; celebróse el festín; lucióse doña Saturnina; dijo muchas agudezas algo libres el fotógrafo, y oportunidades sin número, llenas de donaire y finura, el insigne don Pedro; rieron mucho Amparo y Refugio; se le fué el santo al cielo al empleado de Hacienda; también á Sánchez Emperador, y aun hay ciertos indicios de que doña Claudia no conservó en toda la comida la plenitud y claridad de su juicioso entendimiento. Por último, don Florencio se puso como una cuba, y no de vino, hasta el punto de que, al decir del fotógrafo, podía navegar una fragata dentro de su estómago.
Por la noche, Felipe estuvo indigesto; don Pedro ¡ay! muy triste.
XI
Algunos días después de aquél por tantos conceptos memorable, doña Claudia notaba con asombro y pena que su hijo había perdido el apetito. Era cosa de llamar al médico; pero don Pedro, con malísimo talante, se opuso á tan descabellada idea, diciendo: «Si las ganas de comer están ahora de menos, váyase por cuando han estado de sobra.» Por las noches, no obstante su inapetencia, daba prisa para que le sirvieran la cena; despachábala en un santiamén, picando con el tenedor en éste y el otro plato, probando más bien que comiendo, y parecía que le faltaba tiempo para echarse á la calle.
—Estoy abotagado—decía,—y necesito mucho, mucho ejercicio.
Más que pictórico, estaba nuestro capellán desmedrado y flatulento, como quien padece desgana ó insomnios. Y era verdad que dormía poco, no cuidándose él ciertamente de halagar el sueño, sino más bien espantándolo con sus lecturas á deshora, las cuales á veces duraban hasta el amanecer. Habíase impuesto con rigor de anacoreta СКАЧАТЬ