Название: El Doctor Centeno (novela completa)
Автор: Benito Perez Galdos
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664189493
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—¡Animal, siempre de juego, pum!... ¡Si te voy á freir! ¿De esa manera, ¡pum!... correspondes al bien que te he hecho recogiéndote... ¡pum! de las calles? No se puede... ¡pum! sacar partido de tí. Anda, anda arriba...
El resto de tan cristiano discurso fué, más que pronunciado, escrito con las manos del maestro sobre las mejillas rojas del criminal y sobre otras partes de su cuerpo. Cada lagrimón que le caía abultaba más que un garbanzo. La suerte es que se los iba bebiendo á medida que llegaban á la boca; que si los dejara rodar, seguramente le mojarían la ropa. Al subir, se tentaba el cráneo para indagar cuántos y de qué calibre eran los agujeros que en él, á su parecer, tenía.
Por tres motivos estaba de malísimo talante aquel día doña Claudia. Primeramente le dolía la cabeza, como atestiguaba la venda que se la oprimía, sujetando dos ruedas de patata sobre las sienes. Añadid á esto el disgusto que le ocasionaba la lista grande, que acababa de leer, en cuyo documento, por uno de esos descuidos tan propios de nuestra mala administración, no aparecía premiado ningún número de los que la señora tenía. Seguramente la lista estaba equivocada. Por último, doña Claudia había descubierto en la criada cosas de que no se podía echar la culpa á Felipe. Así, cuando éste se presentó y le dijo llorando: «El señor me ha mandado que suba,» doña Claudia se puso en pie, dió al aire las dos aspas de sus brazos, y con voz desabrida le contestó: «Dí á mi hijo que aquí no hacen falta monigotes.» Felipe tornó al piso bajo; mas no tuvo ánimo para entrar en la clase, y sentóse junto á la puerta de ella, esperando á que don Pedro saliera y le dijese algo.
Allí estuvo largo rato, oyendo el rumor hondo del aula, tan semejante al del mar, y como éste, músico y peregrino. Lo componen un vagido constante de cláusulas que vienen y van, salpicar de letras, restallido de palmetazos y aquel fondo mugidor de la murmuración infantil, que es como el constante silbar de la brisa. Este fenómeno, sobre que entristecía el alma del buen Doctor, le convidaba á mecerse en meditaciones... ¡Qué desfallecimiento el suyo! No podía ya dudar que era el más bruto, el más torpe y necio de la escuela.
Él lo comprendía bien, por virtud de su propio entendimiento, en que cada esfuerzo era un fracaso, y además cierto debía de ser, porque lo aseguraban personas como Polo y don José Ido, que eran dos templos de sabiduría. Verdaderamente, el Doctor Centeno no estaba en su lugar sino en Socartes, rodeado de sus iguales, las piedras, y de sus dignos prójimos, las mulas. ¿Por qué algunos chicos decían tan bien sus lecciones, y él no daba pie con bola?... ¡Qué cosa más triste! ¡Toda la vida sería un animal!... Sí: tan médico sería él como puede serlo una calabaza. ¡Qué desengaño! Y no era por falta de voluntad, que si la voluntad hiciera sabios, él se reiría del mismo Salomón. Era porque le faltaba algo en aquella condenada y cien veces maldita cabeza... Pero no, no lo podía remediar, ni estaba en su mano corregir su natural barbarie. Había hecho fatigosos y titánicos esfuerzos por retener las sabias respuestas de los libros, y las palabras se le salían de la memoria como se saldrían las moscas si se las quisiera encerrar en una jaula de pájaros... El Doctor Centeno para nada servía, absolutamente para nada. ¡Malditos libros, y cómo los odiaba! Y era tan bobo Felipe, que se le había ocurrido aprender muchas cosas preguntándolas al pasante. Porque en los cansados libros no se mentaba nada de lo que á él le ponía tan pensativo, nada de tanto y tanto problema constantemente ofrecido á su curiosidad ansiosa. ¡Oh! si el doctísimo don José le respondiese á sus preguntas, ¡cuánto aprendería! Adquiriría infinitos saberes, verbigracia: por qué las cosas, cuando se sueltan en el aire, caen al suelo; por qué el agua corre y no se está quieta; qué es el llover; qué es el arder una cosa; qué virtud tiene una pajita para dejarse quemar, y por qué no la tiene un clavo; por qué se quita el frío cuando uno se abriga, y por qué el aceite nada sobre el agua; qué parentesco tiene el cristal con el hielo, que el uno se hace agua y el otro no; por qué una rueda da vueltas; qué es esto de echar agua por los ojos cuando uno llora; qué significa el morirse, etc., etc.
Pensando en estas simplezas, dieron las doce y terminó la clase de la mañana. ¡Momento feliz! Creeríase que el día, perezoso, daba un salto y se ponía de pie... Iban saliendo los escolares á escape y atropelladamente: el último quería ser el primero. Todos, al pasar por donde Centeno estaba, le decían alguna cosa. Éste le daba con el pie; el otro le incitaba á que saliera también para jugar en la calle, y unos con desvío, los más con afecto, todos tenían para él palabra, pellizco ó arrechucho. Don Pedro le vió en la puerta, y ceñudo le dijo:
—Hoy estás sin comer.
Ni asombro ni pena causó esto á Felipe, por lo acostumbrado que estaba á tales penitencias. De los seis días de labor de cada semana, tres por lo menos se los pasaba á la buena de Dios. Es forzoso repetir que Polo hacía estas justiciadas á toda conciencia, creyendo poner en práctica el más juicioso y eficaz sistema docente; no lo hacía por ruindad, ni por la sórdida idea de ahorrar la comida de su Doctor sirviente.
Los condenados al ayuno se quedaban en la clase. Se les obligaba á estudiar en aquella triste hora, vigilados por el pasante, á quien una mujer andrajosa llevaba la comida en dos cazuelillos. Mientras ellos leían ó charlaban, él comía sus sopas y un guisote de salsa. Á veces, cuando les veía muy desconsolados, dábales algo. Después hacía traer un café, y repartía el azúcar que sobraba; siendo tal su bondad, que generalmente tomaba el brebaje muy amargo para que no faltara á los hambrientos la golosina. Alguno había tan mal agradecido, que cuando Ido se distraía reprendiendo á otro, echábale bonitamente dentro del vaso un pedazo de tiza de la que servía para escribir en el encerado.
Centeno, por estar privado de comida, no dejaba de servir la de sus amos en el comedor. Luego, cuando la criada ponía la mesa en la cocina, se le mandaba bajar á clase con el estómago más vacío que las arcas del Tesoro. Era tan desgraciado, que siempre llegaba después que el seráfico don José había repartido los terroncillos. Pero algún alma tolerante y cristiana se acordaba de él, hay que decirlo claro; sí: Marcelina le guardaba siempre alguna cosita, para dársela al anochecer, á escondidas de su hermano y de doña Claudia, que decía:
—¿Sabes lo que haces con esos mimos? Pues consentirle y echarle á perder más.
Y á pesar de tantos y tan variados rigores, Felipe tenía cariño á don Pedro; le quería, le respetaba y se desvivía por agradarle. Las reprimendas que su amo le echaba heríanle en lo más vivo de su alma, y ésta se le inundaba de contento cuando sorprendía en el semblante de él señales ó vislumbres, por débiles que fueran, de aprobación. Le miraba como á un sér eminente y escogido, instrumento de la Providencia, grande y terrorífico como aquel Moisés que hacía tan vistoso papel en las Escrituras. Algunos domingos, el terrible don Pedro tenía un arranque de generosidad, digno de su alma varonil. Aquella rigidez se doblaba; aquella dureza se fundía; aquel bronce se hacía carne. Llamaba á Felipe, y echando mano al bolsillo, le daba un par de cuartos, diciéndole:
—Toma, hombre: vete por ahí de paseo y compra alguna golosina.
VII