Название: El Doctor Centeno (novela completa)
Автор: Benito Perez Galdos
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664189493
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Si por acaso despertaba á media noche ó de madrugada, y era tiempo de luna, le entraba miedo de verse entre tantos señores de cartón. los unos en pie, los otros arrumbados, casi todos muy barbudos y con luengos trajes blancos ó negros. Por allí salía un brazo con dorada custodia; por aquí la cabeza melenuda de un león; por allá judíos feroces con los brazos en alto y las manos armadas de disciplinas; caras lívidas y afligidas, y lienzos negros con calaveras pintadas y canillas en cruz. Las primeras noches pasó Felipe momentos de agonía, y los escalofríos y congojas no le dejaban dormir. El terror le apretaba los párpados, y la curiosidad se los abría... Abría un poquito, y luego al punto cerraba prontamente para no ver más. Poco á poco se fué acostumbrando á ver sin miedo las figuras que poblaban su vivienda, y de tal modo se connaturalizó con ellas, que llegaron á parecerle individuos de la familia, algo como parientes mudos ó callados amigos. No obstante, le desagradaba despertar á media noche en tiempo de luna, porque, ó él era tonto y veía visiones, ó la Fe soltaba el cáliz y se quitaba la venda de los ojos para mirarle á él, á Felipe, que no osaba moverse ni el espacio de un dedo.
También le puso al principio en gran zozobra un ruido que sentía tras las paredes, así como roce y vibración de una soga, rumor seguido de lejanos tañidos de campana. No tardó en comprender que un tabique le separaba de la parte alta del convento, y que por allí pendía la cuerda con que las señoras monjas tocaban á maitines á desusadas horas de la noche. Sentía también Felipe ruido de pasos. Eran las esposas de Jesucristo que bajaban al coro. Una de ellas debía de ser coja, porque claramente se sentía el acompasado toqueteo de dos muletas.
Tempranito despertaba nuestro Doctor. Generalmente no era preciso llamarle; pero á veces, si su cansancio le emperezaba un poco, subía la criada, y tirándole del cabello le ponía más despabilado que una ardilla. Se levantaba mi hombre renegando de las criadas madrugadoras, y antes de bajar se daba un paseo por entre sus inmóviles compañeros de domicilio, observando las variaciones que el tiempo y el olvido ponían en la catadura de cada cual. Á una santa le habían comido los ratones media cabeza. Las telarañas que abrigaban como toquilla el vendado rostro de la Fe, crecían atrozmente, y rostros que fueron lampiños echaban barbas de polvo; rodaban por el suelo torneados brazos, alas de ángeles, manos de judíos que, aun desprendidas, no habían soltado el látigo. Había rostros apolillados que de tristes habíanse vuelto cómicos y alegres.
Pero lo más interesante para el gran Felipe era un San Lucas, tamaño como dos hombres bien conservados, y que estaba, no enteramente á plomo, sino algo arrumbado sobre San Marcos, el cual, oprimido del peso de su compañero, tenía muy ajadas las ropas. Á los pies del primero había un magnífico toro, del cual no se veían más que los cuartos delanteros y la cabeza, tan grande y hermosa como la de los que salen en la plaza. El escultor que lo hizo había sabido imitar á la Naturaleza con tan exquisito arte, que al animal no le faltaba más que mugir. Tenía los cuernos relucientes, corvos y agudísimos; los ojos negros y vivos; la piel obscura... en fin, daba gozo el verle.
De cuanto en el desván había, esta cabeza taurina era lo que principalmente merecía la admiración, mejor dicho, los amores de Felipe. La quería con toda su alma. Todos los días le quitaba el polvo, y por fin la limpió con agua, dejándola tan reluciente, que era una maravilla de aseo. Un día, mientras la limpiaba, notó en el cuello del animal una grande y profunda hendidura. Sí: la cabeza estaba casi separada del tronco, y bastaba tirar un poco para desprenderla completamente. ¿Se atrevería?... Sí: Felipe tiró cuidadosamente y con cierto respeto, y el apolillado cartón se rasgó como un papel.
La cabeza era hueca, cual muchas de carne y hueso puestas sobre humanos hombros. En la mente de Felipe nació una idea... ¡qué idea! Pronto fué luz y norte de su alma... ¡Qué soberbia pieza para jugar al toro! El Doctor metió su cabeza dentro de la del animal, y vió que le venía como el mejor de los sombreros... Pero no veía nada. Los ojos no tenían agujeros... Tanto le dominó y subyugó su idea, que aquel mismo día hubo de subir con disimulo el cuchillo de la cocina, y le sacó los ojos al toro. Hizo dos agujeros, con los cuales la cabeza quedó convertida en admirable careta. ¡Bien, muy bien!
¡Si él se atreviera...! pero no, no se atrevería. Pues si se atreviera, ¡qué golpe!... ¡Si cuando estuviesen los chicos en lo mejor de la corrida se presentara él de repente con su cabeza puesta...! De fijo creerían que había entrado en la plaza un toro de verdad... ¡Qué sensación, qué efecto, qué delirio! ¡Con qué envidia le mirarían!... Porque él primero se dejaría desollar que ceder su cabeza á nadie... Pero no se atrevía, no...
Gran batalla surgió en su alma, turbándola espantosamente. Aquella idea tenía poder bastante para interrumpir su pesado sueño infantil. Á media noche despertaba creyendo estar en la plaza, haciendo lo que por el día había pensado. De día, y dando la lección, soñaba lo mismo, y no se volvía su espíritu á ninguna parte sin llevar consigo la idea tentadora, gozo y tormento de su existencia. Ya, en los breves ratos sustraídos á su obligación, no salía á la calle en busca de Juanito del Socorro (Redator), sino que en dos trancazos se encaramaba en el desván, y poniéndose la cabeza, arremetía al mismo San Lucas, á la Fe, á los rotos telones, y en todo ello, con las repetidas cornadas, abrió mil agujeros y desgarraduras. Por el boquete que el santo Evangelista tenía en su vientre, se le verían las entrañas si algunas hubiera.
Cuando se cansaba de este ejercicio, se divertía de otro modo. Tenía el desván un ventanillo alto que daba á los tejados y buhardillones de la vecindad. Con ayuda de un banco, Felipe subía hasta alcanzar con su cabeza el hueco, se ponía la del toro y se asomaba para ofrecer inusitado espectáculo á los chicos y á las mujeres de la buharda frontera. Él se reía lo increíble, viendo por los agujeros, que eran los ojos del animal, el estupor y miedo de los espectadores; y para dar más carácter á la broma, lanzaba desde el interior de su máscara un prolongado y terrorífico muú... imitando el bramar de la fiera. Los chicos de la vecindad que tal veían se alborotaban; las vecinas se asomaban también, y todo era curiosidad, cuchicheos, asombro y dudas... De pronto desaparecía el toro... Expectación. Presentábase de nuevo, llenando el marco del ventanucho; y como no se viera rastro de persona, ni se tenía noticia de que allí habitase nadie, crecía la sorpresa de aquella gente y la felicidad del Iscuelero.
Si se atreviera, ¡ay!... ¿pero cómo atreverse? Don Pedro le mataría.
X
En éstas y otras cosas pasaba el verano, época dichosa para algunos de los alumnos del capellán; mas no para Felipe y las demás víctimas, porque don José Ido siguió funcionando durante la canícula y don Pedro administrando coscorrones. Á tantas diversidades de tormentos uníase la asfixia, porque el infierno de Polo tenía exposición meridional, y si por una ventana salían lamentos, por otra entraban llamaradas. Se podía decir que en aquel caldeado altar de la instrucción se ofrecían á la bárbara diosa entendimientos cochifritos... Pero esto se queda aquí, pues lo que nos importa ahora es hablar de la solemnísima fiesta religiosa que celebraron las monjas, no se sabe bien si el 15 de Agosto ó el 8 de Septiembre, por haber cierta obscuridad en los documentos que de esto tratan. Mas como la fecha no es cosa esencial, y ambas festividades de la Virgen son igualmente grandes, queda libre este punto para que cada cual lo interprete ó aplique á su gusto.
Consta, sin género alguno de duda, que ofició el obispo de Caupolicán, prelado de excelsa virtud y humildad, y que dijo el panegírico nuestro buen don Pedro Polo, el cual supo salir muy airoso de su empeño, que СКАЧАТЬ