El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi
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Название: El Criterio De Leibniz

Автор: Maurizio Dagradi

Издательство: Tektime S.r.l.s.

Жанр: Героическая фантастика

Серия:

isbn: 9788873044451

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СКАЧАТЬ se sobresaltó. Vaya. Estaba el traje que había sufrido la explosión de por la mañana.

      El tono de reproche aumentó.

      —Ese solo estaba cubierto de polvo y arrugado. «Solo» por así decir, porque hacen falta horas para lavar y planchar perfectamente la chaqueta, los pantalones, la camisa y la corbata. Tú, es evidente que no te das cuenta, si no, ¡no habrías venido ahora así! —dijo, señalándolo con la mano.

      Drew no respondió y se fue al baño a desnudarse. Se quitó todo. Metió la camisa blanca y la ropa interior en la lavadora. No lavaba nunca, así que intentó entender cómo funcionaba aquello: giró la rueda de la programación hasta el símbolo del algodón e hizo empezar el ciclo. Puso la chaqueta y los pantalones en la bañera y, con la ducha, lavó todo el vómito. Usó agua fría porque, por lo que sabía, no encogía la ropa. Esperaba haberlo hecho bien. Dejó todo en el baño y se dio una ducha, después fue a la habitación y se puso el pijama. Y entonces tuvo una idea fulgurante. ¡El detergente! No había puesto el detergente. Corrió hacia el baño, pero ya era demasiado tarde. Timorina estaba allí y estaba mirando por la puerta de la lavadora, moviendo la cabeza. Se enderezó y miró a Drew con expresión de compasión, mientras seguía moviendo la cabeza.

      —Ve a dormir, Lester. Ya hago yo esto —dijo, resignada.

      Drew suspiró y se retiró a su habitación.

      ¡Si al menos Timorina supiera todo lo que había pasado ese día en el laboratorio! Desmayos, explosiones, terror, agitación. Pero también el triunfo de la ciencia. Un paso determinante hacia una nueva era de la historia humana. Sabía que era un idealista, pero sentía en lo más profundo de sí mismo que ya se dirigían hacia el éxito, y que esos incidentes eran muy poco comparados con el enorme resultado que les esperaba.

      Se tumbó en la cama.

      Oía a Timorina en el baño, pasando un cepillo por la ropa para limpiarla a fondo. Claro, eso es lo que había que hacer. Pero él, ¿cómo podía saberlo? Él pensaba en la física, flotaba en las alturas estratosféricas del pensamiento, las conquistas de la mente, la reunión del día siguiente para hacer un balance de la investigación...

      Se deslizó hacia el sueño dejando la luz encendida.

      Soñó que estaba en una habitación amarilla, justo después en una roja, y después otra vez en la amarilla y otra vez en la roja, pasando de una a la otra improvisadamente, sin transición perceptible, a una velocidad en aumento, cada vez más rápido, cada vez más rápido, hasta que empezó a marearse y ya no podía ver nada. Como ruido de fondo oía el rumor del agua junto con voces excitadas hablando frenéticamente, pero no podía entender lo que decían. Era prisionero de ese torbellino de luces y colores, sin control sobre él, incapaz de pensar o de emprender una acción cuando, de repente, se despertó.

      El despertador sonaba con violencia, con su martillo golpeando la generosa campana de bronce, y se desplazaba por la mesilla con las vibraciones provocadas por el mecanismo en acción.

      Drew se enderezó de golpe, empapado en sudor, trastornado, completamente desorientado. No sabía dónde estaba, le faltaba el aire y agitaba los brazos para poder respirar. Después de unos segundos comenzó a tranquilizarse; movió la cabeza hacia los lados para despejar su cerebro y se volvió para mirar el despertador. Había avanzado hasta el borde de la mesilla y estaba a punto de caer. Lo atrapó justo a tiempo y apretó el botón para silenciar la campana. Se quedó con el despertador sobre su vientre un rato, todavía atónito; después lo puso en la mesilla y se levantó. Eran las siete y media; la reunión era a las nueve. Se dio otra vez una ducha, para deshacerse de ese sudor, tomó un buen desayuno y salió. Por suerte Timorina estaba regando sus flores en la parte trasera del jardín, así que salió por la parte delantera para evitar ser interceptado. Había evitado otra charla maternal...

      En el laboratorio estaban todos, McKintock incluido.

      —¿Cómo está la situación? —se informó el rector.

      Drew tomó la palabra, seguro de sí mismo.

      —Magnífica, por usar un eufemismo. Ayer, mis compañeros —y con un amplio movimiento de su brazo abarcó a todos los científicos, incluido Marlon—, consiguieron, en un solo día, obtener una teoría de base sobre el fenómeno, a construir otro prototipo de la máquina y a realizar numerosos experimentos de intercambio con éxito.

      McKintock estaba sinceramente impresionado.

      —Entonces, ¿cuándo podremos empezar a usar la máquina con fines prácticos?

      —Estamos en la fase de la teoría de base, que tiene que ser perfeccionada —precisó Drew—. Debería ser fácil proyectar, y luego construir, una máquina más grande.

      Schultz y Kamaranda se miraron un momento, con caras serias, pero McKintock no se dio cuenta.

      —Bien. Gracias a todos. Drew, voy a mi despacho. Espero noticias.

      —Eh, un momento, McKintock —lo paró Drew.

      El rector ya estaba en la puerta y se dio la vuelta con expresión interrogativa.

      —En uno de los experimentos de ayer, trajimos, por casualidad, e insisto en que fue por casualidad, un trozo de botella de salsa de tomate del almacén del comedor, aquí cerca —explicó Drew—. Sería necesario eliminar todos los residuos antes que alguno se dé cuenta y empiece a hacer preguntas.

      —¿Esto es todo? —preguntó, divertido, el rector. Se acercó al teléfono interno y llamó a su secretaria.

      —¿Señorita Watts? Soy yo, buenos días. ¿Podría hacer que me trajeran las llaves del almacén del comedor ahora mismo, si fuera tan amable? Delante de la puerta del almacén, gracias. Sí. Gracias de nuevo.

      Miró al estudiante.

      —¡Marlon! —lo llamó por su nombre, tras un momento de duda.

      Marlon se dio cuenta inmediatamente, orgulloso porque el rector recordaba cómo se llamaba.

      —¡Sígueme! —ordenó McKintock con autoridad.

      Salieron y fueron al almacén del comedor. Después de unos minutos llegó un celador en bicicleta y le dio las llaves que había pedido, y después se fue tan rápido como había llegado.

      —Aquí tienes —McKintock puso las llaves en las manos de Marlon—. Abre, coge lo que tienes que coger, cierra con cuidado y después lleva las llaves inmediatamente a mi secretaria. ¿Está claro?

      —Por supuesto. Gracias, rector McKintock.

      El rector se despidió y se fue hacia su despacho, canturreando.

      Marlon entró y encontró enseguida el palé manchado con salsa de tomate. El bote dañado era fácilmente accesible, por suerte. Lo retiró y constató que el prisma transferido estaba dentro. Limpió todo lo mejor que pudo con unos clínex que llevaba encima, y después cerró y fue a devolver las llaves. Qué lástima toda esa salsa desaprovechada. Estaba buenísima.

      Cuando volvió al laboratorio notó que el ambiente estaba bastante serio.

      —El problema está aquí —estaba diciendo Schultz, señalando la pizarra—. La triada СКАЧАТЬ