El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El Criterio De Leibniz - Maurizio Dagradi страница 28

Название: El Criterio De Leibniz

Автор: Maurizio Dagradi

Издательство: Tektime S.r.l.s.

Жанр: Героическая фантастика

Серия:

isbn: 9788873044451

isbn:

СКАЧАТЬ con ocasión del florecimiento de los cerezos15, y se habían enamorado perdidamente. Cada pensamiento de ella era un pensamiento de él; habían descubierto que se comprendían tan profundamente que se consideraban una sola persona, indivisible. Pero Noboru tenía un trabajo durísimo. Salía con la barca en medio de la noche, con los compañeros, para pescar, y el mar estaba agitado a menudo. Uno de los chicos había caído al agua, una vez. Gritaba, en la oscuridad, pero no podían verlo. Lanzaron varios salvavidas hacia el lugar de donde provenía la voz, pero ola tras ola la voz se había ido alejando. Hasta que se hizo el silencio. Solo oían el murmullo violento e indiferente de las olas que golpeaban la embarcación, y agitaban la red en el mar oscuro.

      Estás con nosotros, Ryuu,

      estás con nosotros.

      Cada noche vendremos contigo sobre el mar negro,

      y sabremos que nos estás esperando

      con tus fuertes brazos abiertos.

      Subirás al barco como la espuma de las olas

      y a nuestro lado, junto a nosotros, tirarás las redes,

      como las noches pasadas,

      cuando tus ojos y tu sonrisa

      nos hacían afrontar la tempestad con alegría.

      Noboru había escrito esta elegía a su amigo perdido, y la había mandado a Midori en una de sus numerosas cartas. Ella había llorado por él, y por Ryuu, a pesar de que no lo había conocido. Noboru era un poeta, con un ánimo dulcísimo y sensible, pero la vida que llevaba no le permitía exprimir su talento como merecía.

      Ella lloraba también por eso, hija de una familia acomodada, con posibilidad de estudiar y de viajar, pero obligada a esconder su relación porque sus padres nunca habrían aceptado que se casara con un pescador pobre. Noboru no tenía familia; lo habían abandonado al poco de nacer, y había pasado de un orfanato a otro hasta que creció lo suficiente para poder trabajar. La economía del pueblo en el que vivía estaba basada en la pesca, por lo que ser pescador había sido su destino inevitable. No podía llamarlo por teléfono, porque los padres de Midori habrían podido descubrir todo. Así que le escribía a través de una compañera de su escuela, que le daba las cartas que recibía y mandaba las que iban dirigidas al muchacho.

      El día en que se conocieron, en el parque, un gorrión jugueteaba cerca de ellos, picoteando el terreno y observándolos de tanto en tanto. Midori se había convencido en ese momento de que el pájaro era su mensajero. Todas las tardes se sentaba en el jardín y se acercaba al pájaro más cercano y le hablaba, le decía lo que tenía que contar a Noboru, y escuchaba su piar, que llevaría el mensaje a su amor, muy lejos. Después, por la noche, se levantaba y abría la ventana, despacísimo para no hacer ruido, y se dejaba envolver por el viento, el mismo viento que ella suponía que estaría agitando las velas y el pelo de su amado en aquel mismo instante.

      «Ah, Midori, Midori», pensó Maoko, «qué romántica eres. Y qué triste estás».

      Miró a la mujer noruega para ver cómo estaba.

      No se podía decir que estuviera mal. Había cerrado los ojos y respiraba con regularidad, sin jadeos. Se había acostumbrado a la posición. De vez en cuando movía ligeramente las puntas de los pies para ajustar su precario equilibrio. Ya llevaba media hora allí.

      «Bueno, vamos a llevar a la cama a esta gaijin16», se dijo, «ya es hora».

      Dejó el libro y se acercó silenciosamente a Novak. Esta pareció no darse cuenta.

      Maoko cogió la cuerda tensa con sus dos manos, en la parte que iba desde el punto de fijación del toallero hasta el gancho del techo, y tiró con decisión algunos centímetros. Novak abrió los ojos de golpe y gimió con un sonido nasal; tenía la garganta seca desde hacía un buen rato.

      Tendió la cuerda en tracción durante casi medio minuto y después fue soltándola lentamente. Novak expiró ruidosamente por la boca e inclinó la cabeza hacia delante, moviéndola de derecha a izquierda, levantándola y dejándola caer otra vez.

      Maoko acercó una silla por detrás de la noruega, después desató la cuerda del toallero y empezó a relajarla poco a poco. A medida que Novak descendía Maoko la iba empujando hacia la silla, para que acabara sentada allí. Cuando, finalmente, Maoko dejó la cuerda, Novak yacía en la silla con las manos atadas sobre su vientre, las piernas dobladas hacia un lado con los tobillos atados y la cabeza abandonada hacia atrás, sobre el respaldo.

      Maoko llenó un vaso de agua y, levantándole la cabeza con una mano, le hizo beber pequeños sorbos. Dejó el vaso y le desató los tobillos, después deshizo los nudos de las muñecas y desenrolló la cuerda, liberándola.

      La cuerda había dejado profundas marcas de color rojo oscuro. Maoko empezó a masajearle las muñecas con un movimiento delicado y, al mismo tiempo, firme. Al principio Novak protestó un poco, pero luego se calmó, al sentir que, poco a poco, volvía la circulación. Maoko siguió con el masaje casi un minuto más, y después, sujetándola por las muñecas, la hizo ponerse en pie. Puso su bolso sobre su hombro. Cuando estaba colocando la bandolera Novak puso una mano sobre la suya, con su rostro que expresaba una mezcla de agradecimiento y de una manifiesta confusión interna.

      Maoko la miró a los ojos.

      —Ve a dormir, Novak.

      —Yo... —intentó decir, con voz dubitativa.

      —Ve a dormir, Novak —repitió Maoko, retirando la mano y abriéndole la puerta.

      Novak se detuvo un momento, indecisa, y luego se dirigió lentamente hacia la puerta, apoyó una mano en el marco y se volvió de nuevo Maoko.

      En la cara de la japonesa solo había una expresión indescifrable.

      La noruega se dio la vuelta, reluctante, y se dirigió con pasos inciertos hacia su alojamiento, un poco más lejos.

      Capítulo XIII

      —Pero ¡¿qué ha pasado?! —exclamó Timorina Drew al ver a su hermano llegar a casa.

      Drew se miró por primera vez esa noche.

      Después de las pruebas con la segunda máquina, con el medio incidente de la salsa de tomate, había mandado a todos a descansar y había limpiado su vómito del suelo del laboratorio. No podía pedir a nadie que lo hiciera, ni siquiera a alguien del servicio de limpieza. ¿Cómo habría explicado lo que había pasado? Él habría quedado fatal en cualquier caso. Además, limpiándolo, evitaba que vinieran a curiosear.

      Y así acabó con la chaqueta y la camisa pringados de vómito amarillo y granuloso. Los pantalones, por otro lado, eran un desastre indescriptible. De las rodillas para abajo estaban cubiertos de una pasta maloliente y asquerosa, resultado de vomitar y de limpiar el vómito.

      Drew no había llevado cuidado para no mancharse más y ese era el resultado. Un traje oscuro de buena calidad estaba en condiciones lamentables, y su hermana se lo haría pagar.

      —He cogido frío. Me he sentido mal. ¿Qué puedo hacerle? —mintió, tratando de justificarse.

      —Ah, СКАЧАТЬ