Telefónica. Ilsa Barea-Kulcsar
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Название: Telefónica

Автор: Ilsa Barea-Kulcsar

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Hoja de Lata

isbn: 9788418918346

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СКАЧАТЬ dieciséis heridos. El corresponsal de este periódico pudo comprobar en el lugar de los hechos que el número de víctimas mortales podría aumentar en las próximas horas a consecuencia de la gravedad de las heridas. Aunque la bomba explotó en medio de una calle, resultaron muy dañadas las fachadas de ocho casas, otra casa pequeña quedó reducida a ruinas por la onda expansiva y los explosivos. Los bombarderos de los nacionales intentaron penetrar en el centro de la ciudad, pero abandonaron su intención cuando entraron en acción los cazas republicanos y emprendieron la retirada hacia Talavera.»

      —¿Sabe? —dijo Bevan a Anita con ganas de hablar (acababa de llegar del bar Miami cuando sonó la alarma y, después de haber visto la matanza de Vallecas, se había tomado otros dos whiskys en el bar Gran Vía)—, en mi artículo no menciono los cañones antiaéreos, pero son una mierda. Bueno, eso no lo dejaría pasar, y además a nuestra agencia no le interesa. Menos mal que los bombarderos sí son una noticia sensacional desde el gran bombardeo del domingo. Fue espantoso. Usted todavía no estaba aquí, ¿no?

      —Ayer estaba de camino, en la carretera de Valencia a Madrid.

      —En realidad, debería de haber informado de vuestra retirada en la Moncloa y la Casa de Campo, pero no lo permitís, y hoy no es tan importante como lo será mañana.

      —Mañana y pasado mañana habrá que informar sobre algo completamente distinto con respecto a la retirada; tendréis que dejar pasar alguna información a pesar de la censura. ¿Ya ha terminado con lo mío?

      —Sí, está bien. —Dio una copia al periodista y otra al ordenanza. Bevan estaba junto al escritorio y tenía ganas de seguir conversando. De todos modos, la comunicación no se establecería hoy con tanta rapidez, las líneas estaban ocupadas con conversaciones de Estado. Y había algo que no marchaba bien en la comunicación con Valencia. Pero no sabía muy bien cómo entablar conversación con la mujer de la censura.

      Por su parte, Anita estaba más retraída de lo acostumbrado. No conocía a ese hombre, no había oído nada sobre él. Era americano, pero tenía más o menos el mismo aspecto que los héroes simplones aunque sorprendentemente avezados de las novelas de Wodehouse. Probablemente no era incompetente, porque su agencia de noticias —la PS, la segunda empresa más grande de América— de ser así no lo hubiera enviado a Madrid. No hay que dejarse inducir a subestimar a otros, pensó. Él me subestima, desde luego, como siempre, porque soy una mujer. Qué aburrimiento.

      De pronto preguntó:

      —Oiga, señor Bevan, ¿por qué no ha mencionado en su artículo lo más interesante de esta tarde? Que se trataba de junkers y que las bombas de Vallecas eran de fabricación alemana.

      —No sé si es cierto —contestó.

      —En lo que se refiere a los junkers, tiene que fiarse de los especialistas, igual que yo. Pero el proyectil que no ha estallado y los restos de la segunda bomba seguro que tienen una marca. ¿No la ha visto?

      —Sí, pero no la conozco.

      —Habrá tomado nota de los caracteres, ¿no?

      —Oiga, no. —Casi se había vuelto grosero—. Yo sé lo que interesa a mi gente. No hago propaganda con mis despachos.

      V

      En ese hueco del pasillo subterráneo —sótano segundo de la Telefónica— se estaba como en un callejón sin salida.

      Podía contar con los dedos los diez días que hacía desde que habían huido de Carabanchel, aunque ese tiempo se le antojase infinito, justo dos horas antes que sus vecinos. Concha hubiera preferido quedarse allí. Pero conocía el desamparo de su hermana en todas las cuestiones prácticas que exigían algo de reflexión. Y no quería mezclarse con la gran ola de refugiados. Así que metió lo que pudo en un par de sacos y petates y enganchó el burro al carro. Un burrito bueno, seguro que ya se había quedado sin él.

      Por entonces había mucho ruido en el aire, un estruendo que apenas entendían todavía, pero que ya llamaban bombarderos. Los obuses impactaban en las casas y atravesaban las paredes de adobe como si fueran quesos, para estallar a menudo en una habitación vacía o en el patio donde solían jugar los niños. A veces se extendía un reflejo rosa en el cielo gris. Era un shrapnel, así lo llamaban los oficiales. Hay muchas cosas que se utilizan en la guerra y que matan a todos cuando les ha llegado su hora. Solo que era tan difícil entender que la guerra hubiera llegado a Carabanchel.

      Todo el mundo hablaba de que vendrían los moros, pero nadie se lo había podido creer de verdad. —No van a llegar hasta aquí, Madrid está a las puertas, y a Madrid no llegan, no puede ser—. Pero entonces empezaron a llegar los carros desde los pueblos día y noche, cada vez de pueblos más próximos, con gente conocida, con mujeres de las que se sabía que jamás abandonarían su casa y sus pertenencias si no se tratase simplemente de salvar la vida. Y esas mujeres decían que todo era cierto y que llegaban los moros. Concha miraba los carros con atención e iba haciendo mentalmente una lista de lo que había que llevarse. Solo entonces explicó a su hermana Pilar la necesidad de huir; no quería ver destrozada su tranquilidad antes de tiempo por los llantos y quejas de la hermana.

      Lo más importante era la ropa de abrigo, mantas y cojines, un par de sartenes, un infiernillo de alcohol. Cosas para los niños. Las heladas de noviembre ya empezaban a meterse bajo la piel. Nada de vestidos bonitos, ni espejos, ni mantelitos, ni siquiera los bordados. Pilar todavía no entendía que había guerra y que en guerra se pierden las cosas si es que no se pierde la vida. Ay, ella tampoco lo entendía mucho mejor.

      Pero el ruido había empeorado. Era un estrépito variado, malvado, desconocido. Llegaron muchos milicianos que iban huyendo del enemigo y dijeron que ellos tenían todo tipo de armas, y nosotros ninguna, ninguna en absoluto; otros milicianos atravesaron Carabanchel al encuentro del enemigo. Y entonces los hombres que estaban en los comités y los oficiales que vigilaban en el pueblo la construcción de trincheras defensivas, declararon que todas las mujeres y los niños tenían que marcharse. Porque allí iba a haber guerra. Guerra en la casita blanca, no se lo podía uno ni imaginar. No tenía sentido, era una tontería. ¿Qué pasaba en Carabanchel y por qué?

      Pero entonces, hacía diez días —diez días, ni más ni menos—, ella, Concha, había preparado todo y había ido muy bien y muy rápido, a pesar de que Pilar solo había servido para cuidar de los niños. Y luego se fueron trotando junto al burro —¡Arre, burro!— por la calle, y delante iban cientos de carros y muchos cientos de personas con sus cosas de cama, sus hijos, sus perros, todos bajando al trote por la calle que llevaba a Madrid. Como ganado.

      El burro y el carro están en el albergue. Ahí seguro que se pierden, hay tanta gente y tantos carros... Los vecinos están en casa de sus parientes de la ciudad. Y ellos están en un callejón sin salida, en el sótano del edificio grande, mirando fijamente a la sucia pared.

      Abajo dejan encendida toda la noche la luz eléctrica. Debe de costar mucho dinero, pero es necesario, porque de lo contrario pasaría todo lo terrible que puede pasar, todo. Aquí no se oye el ruido de fuera. Es una suerte. Acaba de haber una alerta aérea y los enemigos han arrojado una bomba. Es difícil imaginarse una bomba. Tiene que ser algo pequeño, porque se lleva en un avión. Pero puede destruir todo. La Telefónica no, es demasiado alta. Pero casi todo lo demás. Cuando estalla hay una explosión cien veces más fuerte que la de los fuegos artificiales. La bomba de esta tarde ha caído en Vallecas, no en Carabanchel.

      En Carabanchel Alto y en Carabanchel Bajo ahora están los moros, por eso los enemigos ya no tiran bombas. En Vallecas solo hay gente pobre. Los moros no han llegado hasta allí. La gente de Vallecas СКАЧАТЬ