Telefónica. Ilsa Barea-Kulcsar
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Название: Telefónica

Автор: Ilsa Barea-Kulcsar

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Hoja de Lata

isbn: 9788418918346

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СКАЧАТЬ del hombre con el que llevaba acostándose tres años y que se había confiado a ella durante cinco años. Daba por seguro que estarían juntos esa noche si podía enardecerlo un poco más, y al mismo tiempo pretendía aprovechar su estado de ánimo para el siguiente objetivo:

      —Tinito —dijo—, aquí estás haciendo el idiota para los mandamases: estás atrapado en la trampa y ellos en territorio seguro. No tengo ganas de morirme de hambre en Madrid cuando nos aíslen por completo. Ya has sacrificado bastante. Puedes conseguir que te trasladen. Anda, vayamos a Alicante, allí estaremos bien.

      Le pasó la mano por la cabeza y luego empezó a acariciarle la parte interna del muslo.

      Agustín sintió de repente un enorme vacío en el estómago. Su cansancio se transformó en una náusea repentina. No seas tan interesada, niña, no me gusta ver que intentan seducirme, pensó. Tomó la mano de ella con una presión neutra e indiferente, la alejó de su cuerpo y la posó sobre la mesa como si fuera un objeto muerto. Por un momento estuvo a punto de decirle que era evidente que ella no entendía cómo sentía él Madrid y esta guerra, y por qué tenía que quedarse esperando la muerte. Pero en ese preciso instante tuvo la certeza inequívoca de que durante años no había estado hablando con una persona, sino a una persona. Que no había visto su incapacidad para comprender porque no había sido sometida a prueba. Y que jamás podría restaurar esa ilusión de que tenían algo en común.

      En la Telefónica se puede mentir y engañar peor que en la vida normal, pensó, pero ese pensamiento le pareció pueril.

      —Ahora vete, Paquita. Tu turno está a punto de empezar. Mañana me tomaré un café contigo si me da tiempo —dijo, tan fríamente que ella se encolerizó y una ira desesperada inundó su cerebro. Él vio venir el estallido, se levantó, pasó junto a ella y se dirigió a la puerta antes de que pudiera romper a llorar a lágrima viva, de esa forma que él odiaba. En el vestíbulo se quedó junto al ordenanza hasta que Paquita salió de la habitación y bajó por el pasillo sin mirarlo, meciendo con exageración sus hermosas caderas.

      Habían calculado bien el tiempo. En ese momento el arquitecto salió del ascensor y Agustín lo agarró del brazo con afecto. No tenía nada que esconder. Sus confusos conflictos privados le resultaban más irreales y ajenos que la necesidad absoluta de las cuatrocientas mujeres, niños, enfermos y ancianos a los que tenía que proteger de las bombas después de haber escapado de los moros.

      III

      Alas ocho de la tarde explotó una granada de mortero en el octavo piso. Nada digno de mención: una de 75 milímetros. Dio en la parte frontal del poyete de la ventana y explotó. Esquirlas de cemento y astillas volaron al interior de la habitación al mismo tiempo que el cristal de la ventana y los restos de metralla, algunos de los cuales taladraron la pared de enfrente, otros penetraron en los gruesos armarios de encina y otros cayeron al suelo sin fuerza suficiente para perforar nada. La habitación era una de las innumerables salas de la administración que ahora no se utilizaban y estaban vacías. Así que era una granada carente de interés.

      El hombre de confianza del piso examinó los daños. Constató dos detalles no desprovistos de importancia que le permitieron suponer un cambio en el ángulo de tiro o la colocación de una nueva batería.

      —Es el lado izquierdo del marco de la ventana —dijo al ordenanza—, han cambiado la dirección. Pero cómo se les ocurre lanzar a estas horas una sola granada. Será mejor que dé parte al comandante.

      Hacía muy pocos días que Manuel García era responsable. Formaba parte de los encargados de la brigada de reparaciones. Pero desde el 6 de noviembre no habían tenido ningún servicio externo, al menos no habían prestado ninguno con regularidad. El poco material que quedaba en Madrid lo consumían las líneas militares y las nuevas centralitas de teléfono de las autoridades militares. El grupo de Manuel, compuesto por electricistas y mecánicos que tenían que encargarse de las reparaciones de la red telefónica de la capital, esperaba en vano el envío de material. Aunque por el momento todavía se podía sustituir ese servicio con trucos en la combinación de las líneas y con el conmutador. Pero no podía continuar así mucho tiempo. Además, Manuel no creía ser la persona adecuada para trabajar en la Telefónica, estaba acostumbrado al aire libre y al trabajo en grupo. Pero el Sindicato Libre, la UGT, le había destinado al octavo piso porque allí estaban la cancillería militar y la comandancia y no querían anarquistas. Buenos chicos, pensaba Manuel, pero nunca se sabe la que pueden montar.

      Ahora tenía la tarea de comprobar a personas y cosas en toda la planta. Luego iría a ver a Sánchez. El comandante Sánchez resultaba un poco difícil de entender. Reservado y distante, a pesar de ser un viejo sindicalista. Un hombre capaz y nada cobarde —como muchos otros, habría podido largarse a Valencia el 7 de noviembre y se había quedado en Madrid por voluntad propia— pero le faltaba la amabilidad habitual. Siempre estaba muy tenso. Manuel suponía que sería inevitable que Sánchez tuviera serios problemas con Pedro Solano, el del Consejo Obrero. Pedro consideraba que el comandante no era un elemento de fiar porque cuando trabajaba en la vida civil antes de la guerra había sido jefe de sección e ingeniero en una fábrica, había formado parte del círculo que servía a los capitalistas.

      Manuel tenía otra opinión. Pero no quería emitir ningún juicio definitivo hasta haberlo conocido mejor. Quizá también podría hablar con él de la situación internacional. Sánchez sabía más de eso que la mayoría y a Manuel le atormentaba la idea del fracaso de la solidaridad obrera y de la democracia. No puede ser, se repitió en voz alta y se puso a buscar entre los restos de metralla la espoleta que revelaría de forma inequívoca la procedencia del proyectil. La espoleta había volado a otra parte, quizá a la calle. Pero ahí había un fragmento con una marca de fábrica borrosa. Seguro que alemán, qué iba a ser si no. Pero el comandante lo sabría, era un viejo artillero.

      Manuel entró en el cuartito que simulaba el lujo de disponer de un dormitorio privado en la Telefónica y se pasó un peine por el rebelde pelo negro. En alguna capa de su pensamiento estaba redactando un informe para su comandante, pero en otra estaba calculando si el nuevo ángulo de tiro de la batería ponía en peligro su ventana. No, y tampoco a la comandancia. Pero nunca se sabía. Se miró al espejo, porque le daba mucha importancia al efecto que causaba su aspecto: cejas negras muy espesas, ojos alegres de un sorprendente color marrón claro, nariz potente y recta, boca ancha y fuerte, piel muy morena, mentón demasiado redondeado y carnoso. Su camisa azul oscuro le hacía parecer aún más moreno. Se gustaba y recordó vagamente los cumplidos de la rubia bajita —¡rubia oxigenada!—, que era tan divertida y se estaba convirtiendo en una especie de institución colectiva en la casa. Pensó realmente en la palabra «institución colectiva» y evitó la palabra puta, tan manoseada en estos casos; porque esa chica bajita y divertida enloquecía ante el miedo a no poder aprovechar su joven vida nunca más.

      Una chica agradable, pero no para Manolo. ¿Y si había un bombardeo esa noche? El final de la tarde había sido extraño, sin que pasara nada, pero todo el tiempo con inquietud y disparos. Esas cosas se notan en los huesos. Bueno, primero iría a ver a Sánchez y después a comer, pero ya no a la cantina, era muy tarde para eso.

      Cuando Manuel llegó a comandancia, el ordenanza lo retuvo. Ese ordenanza era un viejo obrero que no quería comportarse como un soldado, pero al mismo tiempo le embargaba el orgullo por la función de «su» oficina, de su superior, de su comandante y de su propia persona.

      Agarró a Manuel del brazo y le explicó con diligencia:

      —El camarada Agustín está ahora mismo en el sótano, el arquitecto quiere poner paredes de madera y hacer cuartos de baño para los refugiados de abajo. No sabemos cuándo van a poder ser evacuados. Pero quédate y espera, subirá enseguida.

      Manuel СКАЧАТЬ