Telefónica. Ilsa Barea-Kulcsar
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Telefónica - Ilsa Barea-Kulcsar страница 6

Название: Telefónica

Автор: Ilsa Barea-Kulcsar

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Hoja de Lata

isbn: 9788418918346

isbn:

СКАЧАТЬ

      —¿Por qué crees que Sánchez va a subir enseguida? La inspección de abajo va a durar y entretanto podría irme a comer.

      —Sí, Manolo, pero mira: la mujer de Agustín, Pepa, está ahora ahí con los dos niños. Es como una ametralladora; no me extraña que huya de ella. La conozco bien. Durante un tiempo subía aquí todos los días y le organizaba una escena porque no le daba dinero suficiente para cojines o el sofá y cosas por el estilo y porque está liado con Paquita. Incluso me ha preguntado si se acuesta con ella aquí, en la Telefónica; pero hasta ahora no lo ha hecho, una tontería por su parte, y se lo he dicho a Pepa. Pepa era una chica guapa, maja, pero ahora tiene la cara avinagrada. Es raro, las mujeres gastonas suelen tener otra cara, uno podría pensar que Pepa es tacaña si no supiera cómo es. Y es más tonta que una mata de habas. Así que puedes estar seguro de que Agustín subirá enseguida, no quiere saber nada de mujeres. Hace un momento ha echado a Paquita. Pero ella volverá, es tenaz y sabe que uno como Agustín no es fácil de encontrar. ¿Sabes que Miaja lo trata de tú?

      —El general tutea a casi todo el mundo si le caen bien. Y tú también eres una ametralladora, Pepe, no haces más que ¡ra-ta-tá! Si estuvieras conmigo no serías ordenanza, ya te lo digo, no me gusta que lleven la cuenta de mis líos de cama.

      —Diantres, Manolo, eres un grosero, vete a tomar por saco. Chico, ya sabes que no hablo de Agustín con todos, solo con los que lo respetan. Y si no lo respetas te rompo los dientes. Y además un hombre es un hombre, no es ninguna vergüenza, y…

      —Y a mí me preocupan otras cosas, no solo tu Agustín. Déjame entrar en el despacho, le quiero dejar una nota. Si sigo escuchándote... Por cierto, lo de romperme los dientes no es tan fácil, míralos, ¡muerden! Vamos, que si sigo escuchándote se me olvida el informe.

      En principio eso iba contra las normas, pero Manuel era el responsable de la planta, así que podía entrar en la habitación aunque el jefe estuviera ausente. No se sentó en la butaca de madera, en parte también porque los sillones de cuero eran mucho más cómodos. Es así como lo han amueblado los americanos, saben lo que es el lujo, pensó Manuel. Nosotros lo haremos de otro modo y también será bonito. Para ello construiremos una escalera más ancha y no solo lavabos y duchas, sino también un baño para los empleados, en cada piso si es posible.

      Sonó el teléfono, Pepe asomó la cabeza y dijo:

      —Contesta tú, Manolo, conoces mejor a la gente. —Manuel se estiró la camisa de estilo militar y cogió el auricular. Al principio no se enteró bien, pero no quería que se notara su torpeza. Sin embargo, luego entendió con suficiente claridad—: Se acercan cuatro junkers y seis cazas. ¡Hay que dar la alerta!

      Y ahora volvía a suceder. Llamó a la centralita de la casa y pronunció la contraseña que tenía que conocer por ser uno de los responsables. Y al hacerlo puso en marcha toda la maquinaria de las alarmas en el enorme edificio sin preguntar al comandante. Pero se trataba de una emergencia. Apagar todas las luces. Solo las linternas y en algunos sitios las luces de emergencia de un azul mate. ¡Y cuidado con las linternas! ¿Qué tenía que hacer él en la planta? Salió a toda prisa y llamó a Pepe. Este se enjugó la frente y propuso ir al sótano a buscar al comandante.

      —Pues vete si tienes miedo —dijo Manuel—. Yo me quedo aquí. Alguien tiene que atender el teléfono. Pero espera a que haya mirado en las demás habitaciones.

      Hizo la ronda a toda velocidad. Las pocas personas que trabajaban en el octavo piso estaban ya en el descansillo. Sirenas de alerta. Ruido de mucha gente en la escalera. Manuel volvió a la comandancia, donde Pepe le estaba esperando. El pasillo estaba oscuro, el vestíbulo sin ventanas, negro, la linterna no iluminaba lo suficiente. Se golpeó contra esquinas y bordes y se sintió abandonado hasta que oyó la voz del viejo:

      —¡Hola, Manuel!

      Se encendió una luz mate de linterna (la pila de Pepe está gastada, se le va a acabar de un momento a otro y escasean las pilas, pensó); entonces Pepe gritó con voz ronca:

      —Agustín ha llamado, sube ahora. Dice que no me quede si hay alguien de confianza aquí arriba. Me voy, no puedo soportar los junkers, me ponen el estómago del revés.

      —Vete, demonios, viejo cerdo —replicó Manuel, seriamente irritado y nervioso. Prestó atención a los pasos que se alejaban tropezando por el largo pasillo, después se adentró en la comandancia con fuerza de voluntad. Intentó orientarse: Esto es la butaca grande, esto el borde de la mesa y esto una ventana. Si apago la linterna, puedo abrir esta ventana y escuchar. Seguro que es una estupidez no bajar al sótano. Pero por lo menos quiero oír a qué distancia están los aviones. Y ¿dónde están nuestras defensas antiaéreas?

      Miró hacia la oscuridad agobiante de afuera, en la que solo se reflejaba un cielo mate. No vio ningún bombardero, pero ¿cómo iba a verlos entre los jirones de nubes? El ruido de motores se aproximó, era un zumbido que atravesaba todo, pero no retumbaba. Manuel tensó todos los nervios tratando de escuchar y soportar la primera explosión. Cuando de pronto restalló un cañón antiaéreo justo al lado de la Telefónica, casi se llevó una desilusión. Vaya defensas más malas, solo algo mejor que una ametralladora, pensó Manuel, y se sentó porque estaba cansado de estar en cuclillas. En ese momento entró alguien que apagó de inmediato la linterna —¡la ventana abierta y sin cortinas!— y dijo tajante:

      —¿Hay alguien ahí?

      —Aquí Manuel García, mi comandante —dijo el otro—. Perdona, me he quedado aquí porque tú mismo has dado permiso a Pepe para que bajara y alguien tenía que quedarse por el teléfono.

      —Cierra la ventana, camarada Manuel —dijo Sánchez con tranquilidad. Cuando estuvo corrida la cortina negra (una labor difícil sin luz), encendió una linterna muy grande que parecía el faro de un coche—. Siéntate ahí, camarada Manuel. ¿En tu planta está todo en orden? —No esperó a la respuesta, sino que dijo—: La cosa está difícil con las chicas desde el último bombardeo de ayer. Entre ellas hay demasiadas que ya han visto muertos. La mayoría están enloquecidas por el miedo.

      —Camarada Sánchez —dijo Manuel, cambiando la forma de dirigirse a él—, hace un rato quería comunicarte que por la última granada que ha caído en este piso he podido comprobar que los fascistas han cambiado el ángulo de tiro.

      —Sí, ya me ha dado parte la planta trece. Gracias, Manuel.

      Manuel aguzó el oído para escuchar el zumbido de motores que ahora era más difuso. Se sintió un poco decepcionado por haber llegado tarde con su parte. De forma inconsciente, al igual que Agustín, se mantenía fuera del foco deslumbrante de la linterna, que estaba encima de la mesa y proyectaba la luz sobre la puerta.

      —Esta vez no se nos han acercado ni han lanzado ninguna bomba —dijo Agustín. Luego ambos guardaron silencio. Estaban esperando. Agustín tenía mal sabor de boca por el encuentro con su mujer. Durante la alarma no se había alterado; consideraba que el sótano era completamente seguro para ella y los niños, y en otros no pensaba. Pero había querido retener a Agustín, no porque temiera por él, sino... «No puedes dejarme sola, soy tu mujer».

      Y luego, en la escalera, el momento en que el foco de la linterna había iluminado la cara de Paquita. Ella no era cobarde, tenía un gesto de enfado, no descompuesto como muchos otros. Pero al seguir con los ojos el haz de luz y reconocer a Agustín, había exclamado: «¡Tinito, ven, ayúdame, me voy a caer!». Y había cambiado el gesto por otro de desamparo. Qué extraño poder verlo con tanta exactitud en ese haz de luz tan exageradamente intenso e impreciso. Mejor no pensar en ello, sino en los otros. En las dos muchachas de la СКАЧАТЬ