Telefónica. Ilsa Barea-Kulcsar
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Название: Telefónica

Автор: Ilsa Barea-Kulcsar

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Hoja de Lata

isbn: 9788418918346

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СКАЧАТЬ funcionario se sorprendió, sobre todo por el apelativo cariñoso.

      —¡Pues claro, hombre!

      Iba a añadir algo cuando sonó el teléfono. Por el sí y el no del comandante no pudo sacar ninguna conclusión. En el reflejo mortecino de la lámpara vio cómo se endurecían los rasgos de Agustín. Este meneó dos veces la cabeza y las finas aletas de su nariz se movieron.

      —Sí. —Colgó y se giró hacia Manuel—. Van a volver. Todavía no ha terminado. Van a atacarnos. No puedo hacer nada. —Empezó a maldecir en todos los tonos, a lanzar juramentos violentos y bárbaros, pero era una explosión artificial que no lo alivió. Sacó una botella de coñac del escritorio y sirvió dos copas pequeñas, una para él y otra para Manuel—. ¡Al diablo con los alemanes!

      El teléfono sonó de nuevo. Él volvió a maldecir y descolgó. En el aparato:

      —Hola... —extranjero—, ¿comandante Sánchez? —una mujer de voz grave. Pronunciaba su nombre con «s», «Sanches»—. ¿Habla usted francés?

      —Sí, ¿qué quiere? Hay alerta aérea —dijo Agustín con poca amabilidad. Seguro que era prensa extranjera.

      —Es por la alerta por lo que le llamo —dijo la mujer extranjera con voz muy fría y suave—, soy la encargada de la censura de la prensa extranjera.

      —Ahí no hay mujeres.

      —Desde hoy sí, comandante Sánchez —dijo la mujer en su francés lento y correcto—. Quisiera que me diera la información con respecto al ataque aéreo, para que se lo pueda comunicar a los corresponsales, si procede. Estoy oyendo en este momento que han tirado una bomba. Mientras hablaba se había producido aquella explosión sorda y la vibración de las ventanas que anuncian una bomba a una distancia moderada.

      —¿No puede ser más tarde? Ahora no tengo ganas de dar informaciones a la prensa.

      —Estoy de servicio, camarada comandante, para transmitir las noticias sobre el bombardeo. Por eso me he quedado aquí arriba. No debería negarse a colaborar conmigo. No se trata de un asunto privado.

      La mujer seguía hablando en un tono frío, pero su voz se había vuelto más grave y un poco ronca —seguro que estaba furiosa. una voz interesante—, alemana, desde luego. Agustín desconfiaba, pero se sentía entre la espada y la pared.

      —Señorita (a una desconocida de abajo no la voy a llamar camarada), voy a bajar a hablar con usted. Está en el quinto piso, ¿no? Se tiene que identificar.

      Agustín colgó y se volvió hacia Manuel, que había intentado en vano entender alguna palabra.

      —Camarada García, quédate junto al teléfono y, si hay algo, me llamas a la censura de prensa a la quinta planta. Hay una mujer extranjera nueva y quiero verla de cerca; no las tengo todas conmigo.

      Tres estrechas escaleras, negras como el carbón, atravesadas por el haz de luz de la linterna, un largo pasillo, puertas, tanteo de paredes hasta que se enfoca la linterna correctamente, habitaciones vacías, una linterna pequeña, una mujer difusa, luz de foco en su cara:

      —¿Acaba de hablar conmigo, señorita?

      La mujer tenía los ojos muy claros —probablemente grises— y sus pupilas se empequeñecieron rápidamente. Tenía las cejas duras y una boca pálida —al menos sin pintar— muy recta. No era nada guapa. Tanto mejor.

      —Aquí no debería llamar a nadie «señorita», comandante —dijo la voz fría y tranquila—. Y, para variar ¿no podría sujetar la linterna de otro modo, aunque sea un momento, para que pueda examinar su cara? —Su boca severa se hundió y se transformó en una alegre sonrisa de camaradería muy parecida a la mueca de un muchacho. Tenía labios carnosos: esa boca no era dura. Agustín la miró con interés porque le pareció un fenómeno propio de un juego de luces y sombras.

      Pero enfocó la linterna hacia otro ángulo, de modo que los dos pudieran verse bajo una luz tenue y dijo con irritación:

      —De acuerdo, ¿quién es usted? ¿Sabe que el sótano es más seguro durante la alarma?

      Ella se sentó. Él vio que ella era lo que él denominaba cuadrada, muy musculada, probablemente deportista. De treinta y tantos, no estaba mal de tipo, demasiado masculina para él, sobre todo la expresión de su cara y el comportamiento. Tomó asiento junto a ella a la mesa rebosante de papeles. Ella vio las sombras bajo sus pómulos y en las sienes, sus largas extremidades, las finas aletas de la nariz, el cansancio. Muy español, una raza susceptible, muy nervioso, probablemente muy decente e hipersensible, todo llevado al extremo, juzgó ella. Se propuso conseguir su colaboración.

      En ese momento entró Morton, el corresponsal del New York Telegraph. Agustín lo conocía y lo despreciaba porque lo había visto a menudo en los bares de la Gran Vía en plena y asquerosa borrachera de whisky; lo consideraba un fascista y una masa de carne poco apetitosa. Agustín no podía seguir la conversación en inglés, pero vio cómo la censora leía y daba el visto bueno al manuscrito en un lapso de tiempo que se le antojó demasiado breve. Eso no le gustó y volvió a helarse en su interior. Sonó el teléfono.

      Por lo visto es para usted, camarada comandante —dijo la mujer, y le tendió el aparato. Manuel comunicó que se habían alejado los bombarderos, pero que había que mantener la alerta otro cuarto de hora, que la bomba de antes había caído en Vallecas: siete muertos, dieciséis heridos, fabricación alemana. Además, otra bomba que no había explotado.

      —¿Es usted alemana? —preguntó Agustín a la mujer cuando el periodista hubo salido de la habitación.

      —Sí —notaba que resurgía la hostilidad.

      —¿Cómo se llama? Enséñeme sus credenciales.

      —Me llamo Anita Adam y aquí tiene mis documentos del Ministerio de Estado —dijo ella con cierta aspereza—. Llegué anoche de Valencia y a partir de ahora tengo turno de noche en la censura.

      Los papeles estaban en orden, pero eso no le decía mucho. Aquí estaban en Madrid, no en Valencia. En muchas cosas el Ministerio seguía estando en manos de antiguos intrigantes. La censura de prensa era un departamento del Ministerio de Estado. Pero Madrid estaba en guerra, la responsabilidad era de las autoridades militares, y aquí, en la Telefónica, suya por el momento. El bueno de Hilario Goma, ya mayor y jefe de la censura, no le ofrecía suficientes garantías para vigilar el trabajo de esa alemana. Se veía que era inteligente y enérgica. ¿Por qué estaba en España?

      Lo preguntó como lo pensaba:

      —¿Qué hace aquí en Madrid?

      Anita no entendía su desconfianza. Hasta entonces solo se había topado con la cordialidad espontánea de los chóferes y la cortesía ampulosa de los funcionarios del Ministerio con respecto a la periodista extranjera y, además, con su fanática voluntad de trabajar y su larga trayectoria de actividad política, creía tener carta blanca en la España republicana.

      —¿Que qué hago aquí? No le entiendo bien, comandante. Lo único que veo es que está cuestionando mi función. Naturalmente que estoy aquí como todos nosotros, como socialista y antifascista, o como quiera llamarlo. En cualquier caso, como camarada que quiere ayudar.

      —¿No tenía nada que hacer СКАЧАТЬ