Telefónica. Ilsa Barea-Kulcsar
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Название: Telefónica

Автор: Ilsa Barea-Kulcsar

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Hoja de Lata

isbn: 9788418918346

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      Si los bombarderos se llaman Junkers, son alemanes, si se llaman Caproni, son italianos, y todos son fascistas. Y hacen la guerra con los generales. Así es. Una mujer no puede hacer mucho más que esperar sin hacer ruido, porque ahora importan otras cosas. Pero una tiene que explicarse una y otra vez lo que ha pasado, porque si no ya no entiende quién es ni dónde está.

      Pero ella es Concha Martínez. Siempre se ha dicho de ella que nunca está tranquila y que quiere saber todo. Incluso le ha preguntado al comandante que por qué habían dado la alarma cuando estaba en el pasillo sin hacer caso a lo que le estaba contando su mujer. Concha tampoco es capaz de escuchar a Pilar cuando vuelve a empezar con aquello de que solo ha cogido cosas de los niños y no ha pensado en sí misma. En realidad, en este hueco solo están ellas dos y la mujer del comandante. Pero Pilar tiene cuatro hijos, doña Pepa dos, seis en total, todos menores de diez años, como una plaga de langosta. A las dos familias les va bien, disponen de ropa de abrigo e incluso de dinero en metálico. Si bien es cierto que ahora apenas se puede gastar. Realmente no se puede hablar de miseria en su caso. La miseria está a la vuelta de la esquina, a lo largo de la galería. Pero esas mujeres están tan cansadas y exhaustas que no abren la boca. Ni siquiera se han movido durante la alarma.

      Pilar y doña Pepa —vaya tontería hacerse llamar así— no tienen más que historias de hombres en la cabeza. Están todo el rato hablando de sus maridos, lo que estará haciendo uno en la intendencia de Guadalajara, donde hay tanta desvergonzada, y lo que el otro hará allí arriba en el octavo piso. Concha es viuda, no tiene a nadie por quien temer o de quien estar celosa. Por lo menos tiene la cabeza libre para cuidar de los niños. En realidad habría que ocuparse de todos los niños que están aquí abajo. Hay muchos llenos de piojos. Hay muchos que tienen miedo y no quieren jugar. Y hay tantos niños de pecho sin pañales que se respira un olor agrio en el aire. Justo la familia de al lado —la de Carabanchel Alto, con esa niñita tan rica y traviesa, Carmencita, que mira a todos los soldados e incluso a los empleados a la cara preguntándoles para qué le pueden servir a ella—, esa familia no tiene pañales para el pequeño y la peste llega hasta su rincón.

      —Doña Pepa —dice Concha interrumpiendo la conversación de su hermana con Pepa—, ¿no podría dar un calzoncillo viejo del chico o algo parecido para poder poner un pañal seco al pequeño y lavar esos harapos? El pequeñajo tiene que tener heridas. Y Pilar no tiene ninguna ropa interior de más, soy la que mejor lo sabe, porque soy yo la que he hecho el equipaje. Y usted, señora, seguro que tiene muchas cosas, se le nota.

      Concha se da cuenta enseguida por su gesto de que habría sido mejor no pedirle nada; mejor pedírselo a una mujer pobre que haya aprendido a pensar en los demás. Pepa empieza a soltar uno de sus largos discursos para justificar su negativa:

      —No puede ser, de verdad; lo siento mucho. No tengo gran cosa, sí, es posible que tenga muchas, pero no aquí. Mi marido es tan tirano que no me ha dejado traer ni siquiera lo mínimo. Dice que no hay sitio para tanto. Y claro, no quiere guardar mis vestidos allá arriba en su despacho. Siempre tiene excusas. También había dicho que nuestra casa estaba en una calle segura porque está muy cerca de las legaciones extranjeras y allí no iban a ir los bombarderos. Pero no entiendo por qué no iba a meterme en el mejor sótano de la ciudad. Agustín dice que aquí tiene que venir primero la gente que ha perdido su hogar. Muy bonito, pero ¿por qué si hay sitio suficiente en el edificio para las familias de los empleados? No quiero quedarme sola en nuestra casa. Sabe usted, Pilar, si se lo hubiera preguntado antes, me habría prohibido mudarme aquí. Cuando llegué se enfadó tanto que habló de que nos aprovechamos de su cargo y de las incomodidades innecesarias para los niños. Pero yo sé lo que hay detrás. No quiere dejar que vengan mis hijos para deshacerse antes de mí y estar solo con esa Paquita y poder hacer con ella lo que le apetezca. Pero ha hecho mal sus cálculos, se lo digo yo. Soy su mujer y conseguiré que vaya a Valencia con nosotros y cumpla con su deber conyugal. O bien me quedo con los niños en Madrid. No va a pasar nada. Tengo derecho a él, Pilar, soy la madre de sus hijos, le he sacrificado mi juventud. Y sigo siendo tan guapa como sus amiguitas. Si quisiera le podría poner los cuernos en cualquier momento. Pero no quiero, aunque se lo haya ganado una y mil veces.

      —Exactamente igual que mi marido —empieza Pilar.

      No, ya no quiere seguir escuchando, piensa Concha. Los dos hombres tienen razón al ser infieles a sus mujeres. Esas dos, con sus veintisiete o treinta años, no son más que viejas cotillas. Ambas tienen la boca fina y una arruga profunda desde la nariz hasta el mentón; pero Pilar por lo menos tiene unos ojos bondadosos y sonrientes. Se ve que han sido chicas guapas, pero ya no alegran la vista. Resultan muy pesadas.

      Anda, la pequeña de ahí está escuchando con mucha atención: Lolita, la mayor de los dos de Pepa. Esto no es conversación para tus nueve años, tesoro, y si tu madre no lo sabe, peor para ti y para ella.

      Concha sacó de su bolsa grande de la compra una madeja de lana.

      —Lolita, ven, ayúdame a devanarla.

      A Lola no le hacía gracia dejar de escuchar. Pero esa mujer le caía bien, tan tranquila y viva al mismo tiempo. Su mamá era tremendamente viva, pero nada tranquila. La abuela siempre estaba tranquila, pero tenía ojos de sueño. Esta mujer era distinta. Además, papá había puesto cara amable cuando estaba hablando con ella. Y sin embargo, Concha era fea, tan flaca y pálida, con el pelo tan liso y oscuro.

      Mamá dice que a papá solo le interesan las mujeres guapas y no muy flacas. Pero mamá dice muchas cosas así. No entiende a papá, siempre ha sido así.

      —Oye, Concha, yo sé dónde está Italia y cómo es.

      —¿Sí? Y ¿cómo lo sabes?

      A Lolita le gusta que le hagan preguntas. Su hermano Juanito no sabe contestar a algo así. Claro que es tres años más pequeño.

      —Me lo ha enseñado papá en el atlas grande —Sabe muy bien que muchas niñas de su edad nunca han oído hablar de atlas— y, ¿sabes una cosa? Italia parece una bota rara con muchas arrugas y deformada. Pero papá ha dicho que eso no se ve cuando se está allí, en el país, sino solo desde el aire. Pero hay que estar muy arriba. Y los italianos también tienen muchos aviones y han mandado algunos a la guerra contra nosotros.

      Lolita está muy orgullosa de lo que ha contado. Siente que papá no lo haya oído, pero se alegra de que su madre no preste atención. Siempre dice:

      —Lolita repite todo lo que dice mi marido sin entenderlo.

      A Concha le parece natural que a la pequeña le interesen estas cosas y le gusta. Lolita no es una niña guapa; no tiene la nariz recta y fina como la madre, sino una nariz chata, ancha, corta y alegre. Además, tiene la cara redonda y ojos curiosos, brillantes y marrones, pero no muy grandes ni oscuros, ojos de una buena y pequeña camarada, piensa Concha, que en la infancia ha sufrido en sus propias carnes lo que significa no ser guapa. Justo como hace ahora Lolita, hace mucho tiempo se ponía rizos artísticos en el pelo castaño con agua y saliva. Tiene la sensación de que esta niña es como una hermana pequeña o una compañera pequeña.

      —Pero ¿sabes lo que son los aviones, Lolita?

      —Pues claro —dice la hija del ingeniero y estira los brazos sin soltar los hilos de lana—, una vez papá me regaló un avión. No vuela, pero se puede ver muy bien cómo está hecho por dentro. ¿Sabes? A Juanito le habían traído los Reyes uno grande que puede volar, y yo también quería uno. Pero mamá no quería porque soy una niña. Y yo ya tenía una muñeca, y a los chicos les regalan muchas cosas interesantes. Y entonces papá lo comprendió.

      —Tu papá es muy listo, ¿verdad? —dice Concha con envidia. A ella СКАЧАТЬ