Telefónica. Ilsa Barea-Kulcsar
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Название: Telefónica

Автор: Ilsa Barea-Kulcsar

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Hoja de Lata

isbn: 9788418918346

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СКАЧАТЬ llamándole camarada. Sí, tengo trabajo afuera. Pero ahora no hay nada tan importante como España. Y quiero imaginar que puedo y tengo que hacer una labor útil aquí. ¿Por qué me ha hecho esa pregunta?

      Él no estaba preparado para esta respuesta. La miró: sus labios volvían a ser finos y fruncía las cejas. Tenía que estar muy enfadada. No importaba. Tenía que darse cuenta de que su autoridad se miraba con lupa precisamente por ser extranjera.

      Se fijó en sus dedos sin querer. Tenía unas manos muy suaves, pequeñas y femeninas.

      Agustín estaba tan terriblemente cansado que no reparó en el tiempo que tardaba en responder y lo fácil que era seguir su mirada. Anita dijo con su voz más fría (y eligió ese registro conscientemente):

      —Está claro que no quiere aquí ni extranjeras ni mujeres. Por desgracia hablo algunos idiomas y conozco la situación de la prensa internacional, conocimientos que al parecer aquí brillan por su ausencia. —Es una putada, pero es cierto, pensó él. Tanto más peligrosa es ella. Pero de repente su desconfianza se le antojó exagerada—. Trabajo aquí, al igual que luchan mis amigos de la Columna Internacional.

      No habría debido decirlo, lo notó enseguida. Él era español. Su reacción era completamente lógica, pero dolía. Su silencio después del reproche indirecto resultó violento. No era un buen comienzo para trabajar.

      Entretanto, se le entremezclaban pensamientos contradictorios. La Columna Internacional… legión extranjera. No, eso no. Además de aventureros hay también revolucionarios… y nuestros milicianos se han largado. Pero los bombarderos alemanes y las bombas… esta es una aventurera ambiciosa, pero si es honesta le he hecho daño… contesta bien, lo malo es que no tenemos españoles formados para este trabajo… su mirada es sensata, a lo mejor se puede hablar con ella. Es ella la que asume la función ahora… la conferencia con Valencia va a caer de un momento a otro, lo mejor es acabar y subir.

      —¿Por qué está usted sola aquí arriba? —preguntó inesperadamente en otro tono mientras se sentaba en el borde de la mesa, lo que suele ser una señal de desarme interno.

      Anita sopesó el nuevo tono de voz y llegó a la conclusión de que él la consideraba valiente.

      —He enviado al ordenanza al sótano, tenía que quedarme aquí. Me parece que las noticias de bombardeos son muy importantes para hacer propaganda a nuestro favor y que en esto hay que prestar todo el apoyo a la prensa. —Ella también cambió el tono, sabiendo muy bien el efecto que producía.

      —Puede decir a los corresponsales que la bomba de hace un rato cayó en Vallecas, siete muertos, dieciséis heridos, la bomba era de fabricación alemana. Ha caído otra que no ha estallado.

      —Gracias, camarada. Pero habría que dar la marca exacta del fabricante y el número de serie si es posible, y hacer una foto si se puede. Mire, hay que alimentar a los de los periódicos con noticias reales. —Hablaba con pasión, toda su cara se movía.

      ¿No se dará cuenta de que es una vergüenza para todos los alemanes lo que ocurre aquí o es que le parecerá que no es una de ellos?, se preguntó él. Vaya personaje más extraño, pensaron los dos casi al mismo tiempo. Pero lamentaron que Johnson les interrumpiera precipitándose en la sala.

      Ese inglés con el pelo de color arena era amigo de la mujer, constató Agustín de inmediato. Ella le contó la noticia que acababa de recibir y estaba claro que se alegraba de verlo. El inglés empezó a hablarle sin cesar, preocupado, probablemente quería enviarla al sótano. Agustín estaba molesto por no entender inglés. Rechazó la lógica suposición que habrían asumido todos sus paisanos de que se trataba de una relación amorosa. No, era amistad; si es que podía haber amistad entre un hombre y una mujer, lo que él no creía. Él, Agustín, conocía a los hombres y a las mujeres, le pareció que el inglés estaba tímidamente enamorado de la mujer, pero ella no. Él se inclinó sobre ella, pero ella se echó hacia atrás con una sonrisa amable. Agustín observó cómo le cambiaba la boca; en sus comisuras apareció un pequeño signo de interrogación. Le gustaba esa boca, pensó que sería agradable besarla. Solo eso, nada más.

      Cuando Johnson se fue, titubeando e insatisfecho por dejar a Anita en esa oscura inseguridad de la Telefónica y en esa extraña misión, Agustín se levantó. Se había quedado más tiempo del que pensaba y sin embargo le hubiera gustado seguir hablando con ella. Anita le explicó quién era Johnson, el importante periódico inglés de tendencia moderada que lo había enviado allí y añadió:

      —Es un buen tipo, lo conozco desde que una vez trabajó con mi marido en una agencia internacional de noticias.

      Así que estaba casada. Pero ¿dónde estaba el marido? No parecía casada, pero tampoco una mujer insatisfecha. Ojalá no estuviera buscando aventuras de guerra con esa boca. Solo faltaría eso. En cualquier caso, tenía que dejar claras algunas cosas:

      —Oiga, ahora no me da tiempo, luego le explico lo que las autoridades militares quieren de la censura. Tendrá que trabajar conmigo y con el Comisariado de Guerra. En los asuntos que conciernen al edificio y al servicio telefónico, soy yo la persona a la que se tiene que dirigir. Además, para un extranjero es imposible entender la psicología española, y como se trata de nuestra guerra, no debería olvidarlo nunca. Aquí no puede usted tomar decisiones según sus normas. Evite los errores habituales de los extranjeros. Es usted lo bastante inteligente. ¿Dónde duerme?

      —En el Hotel Gran Vía —dijo ella casi con timidez, y lo miró insegura. Le había leído la cartilla con total amabilidad, sin la aspereza hiriente del primer cuarto de hora. Le había dado a conocer sus límites de una forma tan clara que de pronto cayó en la cuenta sin la menor duda de lo sola que estaba y de que allí era una extraña.

      —Entonces, para poder explicarle las normas militares con respecto a la censura, venga a mi despacho al piso octavo antes de cruzar al hotel. Haré que la acompañe mi ordenanza a la vuelta y le comunicaré las últimas noticias para que todavía pueda hacer un favor a sus amigos periodistas si pasa algo que se quiera difundir. ¿Tiene miedo? —preguntó Agustín interrumpiéndose.

      —Sí, desde luego —dijo ella—, pero no demasiado. Una no es tan importante como creía antes. En cualquier caso, gracias por el ordenanza. Estaré en su despacho a las dos. Es que aquí no conozco nada ni a nadie.

      Le tendió la mano y Agustín entendió correctamente el ademán; era algo más personal que el gesto convencional. Ese apretón de manos creó un remanso de encuentro.

      —Buenas noches, camarada. No creo que vuelvan los junkers esta noche. Adiós.

      Cuando estaba avanzando a tientas por el pasillo, se llenaron de luz las pocas lámparas tapadas con papel azulado y las primeras personas abandonaron la escalera. Había terminado la alerta.

      IV

      Bevan presentó a la censura el texto de su despacho de la tarde:

      «Tras un día tranquilo en el frente, la artillería nacional empezó a atacar por la tarde el centro de la capital, sin causar daños dignos de mención. En su mayor parte se trataba de obuses y granadas de mortero de 75 milímetros (“¿Y eso cuántas pulgadas son? Bueno, que lo calculen en Londres para la edición inglesa”). Una de estas últimas dio a la central de teléfonos. A las 8:55 se anunció la aproximación de cuatro bombarderos y seis cazas. Se dio la alarma inmediatamente y el escuadrón (“en realidad no es un escuadrón, pero la palabra suena muy técnica...”) viró sin arrojar bombas. Diez minutos más tarde, los bombarderos nacionales intentaron alcanzar СКАЧАТЬ