Telefónica. Ilsa Barea-Kulcsar
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Название: Telefónica

Автор: Ilsa Barea-Kulcsar

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Hoja de Lata

isbn: 9788418918346

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СКАЧАТЬ inteligente —explica Lolita con cierta afectación. Nota la admiración y la envidia difusa en el tono de la mujer y quiere decir algo especial. Pero enseguida retoma su relato sencillo y confiado:

      —¿Sabes, Concha? Mamá dice que es demasiado inteligente y que solo tiene inteligencia y no tiene corazón, pero no es verdad. Mamá dice también que tiene corazón para cualquiera, menos para ella; y si no tiene corazón, tampoco lo puede tener para otras, ¿no te parece?

      —Niña, claro que tu padre os quiere con todo su corazón. Lo he visto esta misma tarde en cómo se ha alegrado de hablar contigo.

      A Concha le parece imposible decir algo amable sobre la mujer que está a su lado y sigue hablando de las infidelidades de los hombres. No puede mirar esa carita alegre sin sentir rabia hacia esa estúpida egoísta. Así que será mejor, piensa, no decir nada sobre el papá, ni siquiera una mentira piadosa. Porque al final la niña notaría el engaño.

      —Oh, sí —contesta Lolita tan excitada que casi deja caer la lana—, a papá le gusta mucho ir conmigo de paseo y siempre habla conmigo. Estoy segura de que a mí me quiere más que a nadie. Y me quiero quedar con él aquí en Madrid si mamá se va a Valencia con Juanito.

      —Eso es una tontería. No puedes. Seguro que no te va a dejar. Aquí caen muchas bombas y también les dan a niños.

      Concha comprende muy bien a la niña. Ni siquiera ella quiere pensar en la evacuación, aunque sabe que es lo único sensato. Pero Concha ha hablado con un hombre que había visto en la morgue cadáveres de niños con un número en el pecho, después del 30 de octubre, cuando cayó una bomba en un colegio de Getafe. Se puso fatal y repetía una y otra vez: Estos asesinos, estos asesinos, ¿acaso creen que son hombres?

      Los niños no tienen que ver esas cosas. No pueden permanecer en peligro. En realidad no deberían ni saber que eso existe.

      Precisamente por eso, Concha no quiere hablar mucho de peligro ni de muerte. La muerte llega cuando toca, pero la vida de la niña no debe transcurrir a la sombra del miedo. Por eso le dice a Lolita para consolarla:

      —A lo mejor tu padre va a Valencia con vosotros. La vida es más tranquila allí.

      Al pronunciar estas palabras siente un rechazo interno. Con los hombres es diferente, tienen que estar en Madrid en sus puestos. Quizá también las mujeres que pueden hacer algo útil, que son una ayuda para los hombres y no una carga. Esa pequeña Lolita seguro que sería muy útil si fuera una adulta.

      —¿Quieres que tu padre se vaya con vosotros? —pregunta Concha.

      —No. ¿Sabes? Papá me ha explicado que lo necesitan aquí para que no entren los moros en Madrid. Y trabaja día y noche. Creo que se tiene que quedar —dice la niña.

      VI

      Después de medianoche, el cielo sin luna estaba cubierto de jirones de nubes negras. Eso significaba una seguridad relativa —una relativa probabilidad de seguridad— de que no habría ataques aéreos. La artillería del enemigo también guardaba silencio. Pero por la Gran Vía pasaban motos y camiones pesados que se dirigían al frente. El frente apenas distaba algo más de un kilómetro calle abajo. A las doce y media de la noche retumbaron las explosiones de cinco granadas de mortero en una secuencia veloz. No se podía distinguir si estaban cayendo en las posiciones enemigas o en las propias. Luego se oyó el tableteo de ametralladoras durante un cuarto de hora. Luego solo algunos tiros aislados cayeron en medio del silencio.

      Reinaba el silencio en Madrid. Reinaba el silencio en la Telefónica. Reinaba el silencio en la ancha calle.

      El centinela del cruce daba el alto gritando más y con más aspereza que antes en cuanto un peatón o un coche le daban ocasión para ello. Entonces resonaban las discusiones sobre la documentación en la calle vacía. Si llegaba un coche, se oía a kilómetros. Se oía un zumbido, un ronroneo, un traqueteo. Se oía un motor que también podría ser de un avión y se aguzaba el oído nerviosamente hasta que al aumentar el ruido se reconocía el sonido familiar de un vehículo y los nervios podían relajarse.

      Los guardias de la Telefónica se aburrían. Uno de ellos se apoyaba en el muro con la cabeza, los hombros y la carabina envueltos en la manta de rayas. El otro se colocaba en la parte interior de la puerta para poder intercambiar alguna palabra que otra con los compañeros que estaban de servicio dentro. La puerta principal estaba cerrada, sus hojas de cristal rotas y cubiertas con mantas. El gélido vestíbulo de mármol estaba débilmente iluminado, no podía salir ningún rayo de luz a la calle. El control de las pequeñas puertas laterales no resultaba difícil: a esas horas solo entraban y salían aquellos que tenían algo que ver con los diferentes puestos militares de la casa y los de la prensa. Los refugiados de los sótanos dormían o por lo menos estaban en silencio. Las telefonistas tenían cambio de turno a las dos, pero todas las del turno de noche dormían en la casa. Entretanto, los pasillos y escaleras de las trece plantas estaban vacíos. Pero precisamente por eso era importante controlar a los visitantes de fuera, sobre todo a los que iban a ver a los extranjeros. ¿Cómo podía saberse quién de los periodistas era honrado y quién un espía?

      El turno de noche del ascensor lo hacía el manco. Las chicas del turno de día nunca hacían lo que hacía él: fijarse en que cada extranjero iba realmente al despacho que había indicado. Las chicas se disculpaban diciendo que estaban muy ocupadas, pero en realidad solo les interesaba su labor de punto y los cumplidos de los que montaban en el ascensor. Y si un inglés o un americano les decía cualquier tontería, enseguida se entusiasmaban. El manco estaba convencido de que las mujeres no servían para un trabajo serio. A una mujer como mucho se la podía dejar discutir con otras como ella, igual que se hacía en el sindicato. Pero el control de los extranjeros... ya que no se entendía su idioma, por lo menos había que tener cierto olfato. Los de la censura eran imbéciles; ahora encima les habían mandado de Valencia a una mujer extranjera. Precisamente ahora que lo de Madrid iba en serio. Pues sí que iba a estar bien. Todo eso iba exponiéndole a Moreno, despacio y con gravedad, repitiendo cada frase.

      Moreno, del comité del edificio, dio a entender que estaba completamente de acuerdo con el manco. Hablaba mucho y muy rápido, combinando un lenguaje artificioso y rebuscado con los juramentos más vulgares. En lo que a él le concernía, comentó, se aburría cuando no estaban las chicas del ascensor y no podía soltarles piropos o maldades, según le diera, porque su coquetería iba en aumento día a día. Pero tampoco él sentía respeto por ninguna otra colaboradora que no fuera Lucrecia, la representante de las telefonistas en el consejo obrero de la Telefónica y parte de la directiva del sindicato. Era una antigua anarquista; era tan fea que lo único que tenía en la cabeza era la organización, y era astuta. Pero en otros casos las mujeres que trabajaban eran lo mismo que dinamita en la cocina. Moreno se propuso mirar con lupa a la nueva de la censura y quería que el manco le ayudara: ¿Con quién se va por la noche? ¿Le interesan otras cuestiones de la Telefónica aparte de la censura? ¿Con qué periodista se ve más? ¿Con quién habla en los pasillos y en la escalera? Y ¿por qué está en Madrid? —El Gobierno de Valencia es capaz de cualquier tontería, —explicó Moreno—. Ya se sabe que a la gente de allí no le importa Madrid. Esos cobardes que salieron huyendo de Madrid el 6 de noviembre quieren quitar el sitio a los hombres de verdad que se quedaron aquí y luego acordar una paz miserable. Y ahora resulta que mandan aquí a un marimacho extranjero y no se sabe si es amiga o enemiga.

      —No es un marimacho —dijo de repente el soldado de la esquina de la puerta—. La he estado mirando cuando ha entrado. Se ve a la legua que es extranjera, su ropa parece un saco y camina como un hombre, pero como mujer no está tan mal.

      —No se trata de eso ahora —dijo Moreno e intentó lo imposible: hacer que su ancha СКАЧАТЬ