Telefónica. Ilsa Barea-Kulcsar
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Telefónica - Ilsa Barea-Kulcsar страница 4

Название: Telefónica

Автор: Ilsa Barea-Kulcsar

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Hoja de Lata

isbn: 9788418918346

isbn:

СКАЧАТЬ refugiados de los suburbios y de los pueblos de los alrededores de Madrid. En el piso trece estaba el puesto de observación de la artillería. En medio, apretujada en las habitaciones de doce pisos, la maquinaria de la red telefónica para toda España y al mismo tiempo un corte transversal en el Madrid del asedio: otros refugiados; obreros; policías; milicianos; puesto de Primeros Auxilios; empleados; los oficiales de observación del Estado Mayor, evitando con temor cualquier contacto; como si fueran cuerpos extraños, aislados, los empleados de los capitalistas americanos, que eran dueños de las líneas telefónicas y tenían el monopolio en España, aunque desposeídos en ese momento por el control del Estado; la oficina militar, instancia superior de la administración del edificio, y en la que solo estaba Agustín; una cantina espaciosa; camas de campaña en todos los espacios posibles para la gente del turno de noche; un ejército de telefonistas que en parte dormían en el edificio para no tener que ir de o al trabajo bajo una lluvia de proyectiles; en el cuarto piso los periodistas de la prensa extranjera; en el quinto, la censura de prensa, departamento del Ministerio de Asuntos Exteriores, y la censura de teléfonos, el comité de los empleados de Telefónica; en medio máquinas y más máquinas, valiosas y casi insustituibles; luego las habitaciones de los sindicatos, el Consejo Obrero y sus instituciones; los carteles de la organización; los materiales para reparaciones; la vida técnica, la vida política, la vida militar, máquinas de escribir y telescopios de tijera. Y, atravesando el edificio, los cinco enormes huecos de ascensor y la estrecha escalera, tan peligrosa si cundía el pánico. Todo eso estaba en el punto de mira de los cañones y de los bombardeos de los fascistas.

      Tienen razón al querer destruirnos, pensaba Agustín. Somos una de las centrales nerviosas de Madrid. El cerebelo. Aunque probablemente los señores periodistas se consideren el cerebro. Vaya una pandilla más fatua y ridícula; se les deja demasiada libertad. ¿Por qué tienen que vender primicias a nuestra costa? Estos extranjeros son todos iguales, estos extranjeros; no es más que negocio. La censura no vale para nada. Está claro que es un negocio repugnante. ¿Cómo se llama el censor bajito, grasiento, ese al que le falta un diente? Son tal para cual. El jefe es un hombre mayor y honrado, pero es demasiado bueno. Los corresponsales hacen lo que quieren con él. Tendré que intervenir un poco. Los censores de teléfonos son unos burros. No entienden la mitad de las cosas y siempre me vienen con sospechas cuando se trata de algo inofensivo. Y por supuesto, se les pasa lo más peligroso.

      Vuelvo a estar normal, pensaba Agustín. Si las historias de mujeres no me calientan la cabeza y consigo no pensar en lo que significa todo aquello, esta noche no se me dará mal el trabajo.

      Cerró la ventana y corrió con cuidado la tela negra de algodón de la cortina antes de encender la débil luz de la lámpara de la mesa, cubierta de azul. Sonó su teléfono: el arquitecto del edificio tenía que hablar con él sobre la adaptación de los baños para los refugiados.

      Cuando estaba fijando una reunión para la mañana del día siguiente, apareció Paquita en la habitación, sin llamar ni saludar. La saludó con la cabeza e hizo una pregunta técnica al teléfono, sin pensarla, al buen tuntún. Se estaba imaginando la inevitable escena que iba a producirse: él, atareado y amable, ella, insistente y fuera de control. Tan apasionada que él casi claudicaría y, sin embargo, sentiría un profundo rechazo. Un cansancio indolente lo paralizó. Había que evitar a toda costa que pasara algo, de una manera o de otra. Algo tenía que cambiar, sí, pero en ese momento no quería saber cómo o cuándo.

      La voz del arquitecto sonó sorprendida al teléfono. Porque por suerte el comandante Sánchez en otras ocasiones era muy claro en lo referente a las cuestiones técnicas. Empezó a explicarse en exceso.

      Entretanto, Paquita caminaba por la habitación. Caminaba despacio moviendo las caderas conscientemente, como hacía siempre desde que había descubierto que a él le gustaba ver sus claras líneas curvas y que esta manera de andar le excitaba. Sabía que su cara —de líneas grandes, carnosas y regulares con grandes ojos redondos muy abiertos— no le atraía especialmente. Lo que Agustín tenía que ver era su cuerpo. Tenía que contemplarlo. ¿Por qué tenía él esa cara de mártir atormentado, con las aletas de la nariz tensas, largas sombras bajo los pómulos y en las sienes y una boca tan severa?

      Se sentó en la butaca con brazos, que le pareció una especie de barricada frente a Paquita: era de una madera tosca e imposibilitaba cualquier intento de aproximación. Pero la seguía con la mirada. Ella lo notó y continuó caminando por la habitación, pegada a las paredes, toqueteando los libros y dando pasos muy cortos. Eso le permitía impulsar el movimiento curvilíneo. Y la escasa luz suavizaba la rudeza atrevida de sus rasgos.

      Agustín soltó una risa algo burlona, pero los músculos de su barbilla huesuda y angulosa se tensaron. De repente gritó al teléfono:

      —Lo mejor es que suba un momento ahora mismo. Así tendré tiempo de bajar con usted al sótano antes de que pongan la conferencia desde Valencia.

      Y colgó.

      Paquita se apoyó en la librería y dijo:

      —Lo que se va a alegrar tu mujer cuando la vayas a ver. Así no tendrá que subir en mitad de la noche a buscar dinero. Y después de la conferencia tendrás tiempo de dormir en la salita. Solo tengo turno hasta las dos. Luego voy a verte, ¿vale?

      Era muy directa porque sabía que tenía poco tiempo para conversar y notaba desde hacía días que Agustín se le escabullía. En realidad ya hacía seis meses que lo venía notando y luchaba contra ello como podía. Pero hacía un mes que iba en serio. En todo ese tiempo no se había acostado con ella. Tampoco con otras, desde luego; ella podía controlar su vida al milímetro. Él afirmaba que ahora no podía tener vida privada. Pero ella no le creía, porque la mayor parte de los hombres que la rodeaban iban más con mujeres durante la guerra porque querían disfrutar de la vida. El que la mujer de Agustín, Pepa, estuviera en el edificio desde ese día, era un motivo más para conseguir acostarse con él, porque si no, al final lo haría con Pepa. Con su hambre. Porque tenía hambre de mujer. Lo veía, tenía buena vista. Seguro que tenía fuego en el cuerpo, como ella, Paquita. O se iría con alguna de las muchas chicas que había en la casa. Todas querían, las muy putitas. Pero ella jugaba con ventaja: él hablaba con ella una y otra vez; con las otras, no. Resultaba curioso lo que parecía significar esto para él, ese hablar y ser comprendido, y sin embargo era totalmente secundario. Pero así era él, así que había que hacerle hablar antes de que llegara el maldito arquitecto. Porque él todavía no le había dicho que fuera esa noche.

      Interrumpió el silencio con su voz ronca y grave:

      —Tinito, ¿estás muy cansado? ¿O es que estás enfadado porque esos señores de Valencia no te mandan los recambios? ¿Qué te pasa?

      Agustín tenía claro que hablaba demasiado con Paquita, le contaba demasiadas cosas. Pero había sido la telefonista de su despacho; sabía mucho de él y sobre él y a ella le interesaban sus asuntos. Al contrario que a su mujer. Y además Paquita le quería mucho, se decía.

      Solo le respondió:

      —Déjalo, niña. —Ella se le acercó de inmediato, porque la voz de él no mostraba reservas, como en otras ocasiones—. ¿Sabes que hoy hemos tenido que retroceder otros doscientos metros en la Casa de Campo? Ya no entiendo cómo va la línea del frente, en zigzag. Nos han metido muchas cuñas en nuestras posiciones y tengo miedo de que nos aíslen por completo.

      No debería decírselo, pensó al mismo tiempo. Pero estoy tan cansado. No se puede estar siempre solo. A lo mejor sí que me voy hoy con ella a la salita. Alguna vez me alcanzará una granada y solo seré un amasijo de jirones de carne. Por lo menos ella piensa en mí. Solo me tiene a mí. Al menos no hay que portarse mal con otros. Los niños... no quiero pensar lo que Pepita ha hecho de mi vida.

      Permitió СКАЧАТЬ