Las desesperantes horas de ocio. Jorge Humberto Ruiz Patiño
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СКАЧАТЬ máscaras en la celebración del San Juan en Bogotá, actitud restrictiva que el virrey Solís retomó en 1775 al prohibir las carreras de caballos y las corridas de toros (Tovar 2009, 213). Durante este periodo, también fueron prohibidas las corridas de gallos y los altares erigidos en las casas a san Juan Bautista, en torno de los cuales se realizaban las chirriaderas (Tovar 2009, 215).

      Todas estas regulaciones, dice Tovar, tuvieron en su trasfondo “el esfuerzo de la iglesia por controlar y domesticar el goce festivo de la población”, esfuerzo que “ponía de manifiesto al mismo tiempo la tensión entre el imperativo de los preceptos religiosos y el llamado pulsional de las diversiones inmediatas y corporales” (Tovar 2009, 206). A partir de esta perspectiva del goce festivo el autor sostiene que los juegos en torno a los gallos y los toros relajaban, mediante la comunión implícita en el elemento sacrificial inscrito en la relación con el animal, la tensión producida por la agresividad y el antagonismo social. El exceso del goce festivo, entonces, tenía la función de evidenciar los antagonismos sociales, al igual que producía vínculos sociales integrativos por medio de los juegos, la comunión y el sacrificio (Tovar 2009, 550).

      A propósito de corridas y juegos de gallos, vale mencionar el texto de Max Hering (2015) sobre un episodio sucedido en 1892 con ocasión de la celebración de la fiesta de San Pedro, durante la cual un juego de gallos realizado en la zona bogotana de Chapinero terminó en desorden y enfrentamientos entre la Policía Nacional y los asistentes a dicho evento. Este episodio —comentado también por Bernardo Tovar para indicar el significado de barbarie que poseía dicha diversión— se suscitó por una diferencia de criterios entre la Policía Nacional y el inspector del barrio, pues mientras aquella había prohibido las corridas, este último había dejado abierta la posibilidad de su realización. Esta situación, finalmente, derivó en una disputa por el ejercicio legítimo de la autoridad entre las dos instancias reguladoras.

      Aunque el texto de este autor no trata directamente sobre la festividad, se incluye en este balance porque proporciona un ejemplo de los conflictos ocasionados con ocasión de las diversiones en tiempo de fiesta. En este sentido, Hering argumenta que por medio del episodio se pueden observar dos tipos de conflicto: uno relacionado con la fractura del poder que se expresa en las diferentes directrices proporcionadas por la Policía Nacional y por la Alcaldía de Bogotá a través del inspector de Chapinero, y otro que se manifiesta en la protesta social contra la prohibición de las corridas de gallos, esto es, contra el control del goce de la diversión (Hering 2015, 249).

      Los juegos de azar son un capítulo especial respecto a la fiesta colombiana. Orián Jiménez (2007), en su trabajo sobre las fiestas de La Candelaria celebradas en Antioquia durante el siglo XVIII, opina que esta forma de diversión, al igual que las corridas de toros, permitía que las jerarquías sociales se difuminaran gracias a la interacción de las diferentes castas sociales en medio del desborde pasional que se suscitaba (Jiménez 2007, 84). Esta última situación y la imagen de ociosidad con que eran evaluadas dichas diversiones llamaron la atención de las autoridades borbónicas, quienes hicieron más estrictas las regulaciones que desde siglos anteriores ya existían sobre el juego (Jiménez 2007, 93). La preocupación por los juegos de azar fue uno de los ejes centrales de la política borbónica, que según Héctor Lara (2015) buscaba el establecimiento de un horario de trabajo contrapuesto “al horario de ocio y de las diversiones” (Lara 2015, 254). Sin embargo, dice este autor, a pesar del mayor control sobre ellas durante el siglo XVIII, está práctica se mantuvo en todas las clases sociales debido a la oscilación constante entre penas y prohibiciones, y a la permisividad de los funcionarios encargados de velar por el cumplimiento de las normas.

      Tal vez el mejor ejemplo del exceso festivo sea la celebración de las carnestolendas. Sobre estas fiestas, en las que se juntaban casi todas las diversiones (juegos de azar, bailes, consumo de chicha, juegos de gallos y corridas de toros), Marcos González (2005) y Camila Aschner (2006) han hecho aportes valiosos para la comprensión de su derrotero histórico desde sus momentos de mayor intensidad hasta su desaparición en Bogotá a comienzos del siglo XX. González afirma que estas fiestas, celebradas en el santuario de La Peña, no formaron parte de la política de reducción de los días festivos que instauraron los borbones en su lucha contra la ociosidad, pero que, en cambio, ya en el XIX fueron consideradas un foco de desorden por parte de la Iglesia católica, que fortalecida durante el régimen de la Regeneración comenzó a debilitarlas mediante la modificación de su sentido festivo con las llamadas “40 horas de oración” y con la construcción de nuevos centros de peregrinación, que, como en el caso del templo de Nuestra Señora de Lourdes, permitieron reorientar las peregrinaciones hacia esos lugares en detrimento del santuario de La Peña (González 2005, 99).

      Aschner (2006) coincide con González al identificar el declive de las carnestolendas de La Peña con los intentos de la Iglesia católica de cooptar la festividad y modificar su carácter hacia la solemnidad y el recato espiritual (Aschner 2006, 37). Pero a esto agrega la idea de un proyecto civilizatorio de las élites —expresado en el refinamiento de sus costumbres— dirigido a los sectores populares y a partir del cual todas las actividades, como las corridas de toros o las mismas carnestolendas, que fueran identificadas con la idea de desorden debían ser normalizadas (Aschner 2006, 41). La autora dice que dentro de dicho proceso de refinamiento —que hizo que las élites se distanciaran de las carnestolendas— se desarrolló un gusto burgués por los espectáculos públicos que, imitados de Europa, llegaban a la ciudad en los comienzos del siglo XX (Aschner 2006, 58).

      Un texto adicional que se incluye acá —aunque no directamente relacionado con las fiestas— es el de Victoria Peralta (1995) sobre el placer de la clase alta bogotana en el siglo XIX. Para esta autora tanto el ritmo diario, marcado por las horas de trabajo, de la comida y de los oficios religiosos, como el ritmo semanal, definido por los días de mercado, se rompían anualmente con la celebración de las fiestas patrias y religiosas, momento en el cual la clase alta podía entregarse sin censura al placer dionisiaco (Peralta 1995, 49). Este desfogue de pasiones durante las festividades era el producto de la combinación entre la amplia disponibilidad de tiempo libre que tenían dichas clases —lo que las empujaba hacia el ocio y la pereza— y la imposibilidad de usar este tiempo exhaustivamente debido al ritmo pasivo de las actividades diarias en la ciudad (Peralta 1995, 41).

      De las investigaciones anteriores sobre fiesta se resalta entonces la articulación entre diversión y representaciones del orden social y político, tanto en su capacidad integradora de los antagonismos por medio del juego o de las jerarquías sociales dentro de una unidad simbólica —por ejemplo, en el Corpus Christi— como en su propensión a tensionar las relaciones sociales o de favorecer los procesos de legitimación y cuestionamiento de regímenes particulares. Ejemplos de estas dos últimas situaciones son el episodio sobre corridas de gallos en 1892 y la permanencia de las corridas de toros en las celebraciones civiles una vez termina la Colonia e inicia el periodo republicano, así como su ausencia en las fiestas creadas por la Regeneración en la disputa con la fiesta liberal de la Independencia.

      También es importante la relación entre diversión y exceso festivo (transgresión) en la cual se formaron los significados de desorden, ociosidad y barbarie como parte de procesos de construcción de alteridad y de políticas de control poblacional, aquellos potenciados por la Iglesia católica durante los años iniciales de la Conquista y la Colonia, y estas últimas desarrolladas por las autoridades borbónicas en el siglo XVIII. Del conjunto de textos evaluados sobre fiesta en Colombia se puede decir que hay una mayor concentración en el periodo de la Colonia y en las fiestas de carácter religioso, por lo que la reflexión sobre las diversiones se observa más en estos últimos textos que en aquellas investigaciones centradas en las fiestas civiles —especialmente en las que se interesan por la fiesta patria republicana—. Un último aspecto está relacionado con la ausencia de análisis que planteen la conexión entre las formas de diversión de la Colonia y las nuevas formas que emergen a partir de mediados del siglo XIX, pues, salvo el texto de Camila Aschner (2006), ninguno de los trabajos plantea la cuestión de posibles continuidades o rupturas entre ambos tipos de divertimentos.

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