3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas. Adela Zamudio
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Название: 3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

Автор: Adela Zamudio

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: 3 Libros para Conocer

isbn: 9783985944521

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СКАЧАТЬ en el grupo que avanzaba, me llamó a gritos con la voz y con el temblor maternal de sus brazos abiertos:

      —¡Mi hija, mi hija, mi hijita!

      Y no quiero detallarte, Cristina, cómo, ni cuántos, fueron los abrazos y los besos que entre lágrimas me dio Abuelita, y me dio luego tía Clara, porque el detallarlos resultaría largo, monótono y repetido. Sólo te diré que hubo llanto, evocaciones, detallar minucioso de mi fisonomía, de mi cuerpo, de mis movimientos; nuevos besos, nuevas lágrimas, y el dulce nombre de mamá siempre repetido que me cubría como un velo y me transformaba en ella ante el cariño torrencial, efusivo, indescriptible de Abuelita y de tía Clara. Yo me sentía también sorprendida, emocionadísima, y para cortar la escena, conteniendo las lágrimas, con los ojos turbios comencé a inspeccionarlo todo, arriba, abajo, y al ir reconociendo poco a poco las viejas cosas familiares me di a preguntar risueña por los predilectos de mi infancia:

      —¿Y los canarios, Abuelita?… ¿Y la gata negra… aquella… aquella del lazo colorado?… ¿Y los pescaditos de la pila?… ¡Toma!… pero si ya no hay pila ni hay naranjos en el patio: ¡no me había fijado!

      Tía Clara explicó:

      —Todo está cambiado. La casa se reformó hace siete años antes de la muerte de Enrique. Mira: se quitó la pila, se puso el mosaico, se pintó al óleo, se decoró de nuevo, se cambió la romanilla del fondo; pero los naranjos —añadió sonriendo— nunca estuvieron aquí sino en el otro patio… ¡y allá están todavía!

      Volví la cabeza para mirar la nueva romanilla del fondo, y a su puerta vi agrupadas las cabezas más o menos negras y lanudas de las cuatro fámulas que constituyen el servicio doméstico de Abuelita cuyos ojos me contemplaban ávidos de curiosidad. Yo las abarqué a todas en una rápida ojeada indiferente. Pero como en la rapidez de la ojeada hubiese sentido la atracción de unos ojos, volví a mirar de nuevo y entonces, iluminada ya por el vivo chispazo del recuerdo, lo mismo que había hecho Abuelita un momento antes, yo también ahora, abrí efusivamente los brazos y corrí hacia la romanilla exclamando a voces alegrísima:

      —¡Ah!… ¡Gregoria! ¡Gregoria!… ¡Pero si eres tú, viejita linda!…

      Y en un abrazo largo y fraternal de almas que se comprenden, Gregoria y yo sellamos de nuevo nuestra interrumpida amistad.

      Porque has de saber, Cristina, que Gregoria, la vieja lavandera negra de esta casa, contra el parecer de Abuelita y de tía Clara, es actualmente mi amiga, mi confidente y mi mentor, pues aun cuando no sepa leer ni escribir la considero sin disputa ninguna una de las personas más inteligentes y más sabias que he conocido en mi vida. Nodriza de mamá, se ha quedado desde entonces en la casa donde desempeña el doble papel de lavandera y cronista, dada su admirable memoria y su arte exquisito para planchar encajes y blanquear manteles. Cuando yo era chiquita y me venía a pasar el día aquí en la casa de Abuelita, era Gregoria quien me daba siempre de comer, quien me contaba cuentos y quien a escondidas de todos me dejaba andar descalza o jugar con agua, atendiendo de este modo al bienestar de mi cuerpo y de mi espíritu. Y es que su alma de poeta que desdeña los prejuicios humanos con la elegante displicencia de los Filósofos Cínicos, tiene para todas las criaturas la dulce piedad fraternal de San Francisco de Asís. Este libre consorcio le ha hecho el alma generosa, indulgente, e inmoral. Su desdén por las convenciones la preservó siempre de toda ciencia que no enseñara la misma naturaleza. Por esta razón, además de no saber leer ni escribir, Gregoria tampoco sabe su edad, que es un enigma para mí, para ella y para todo el que la ve. Blanqueando manteles y planchando camisas, mira correr el tiempo con la serena indiferencia con que se mira correr una fuente, porque ante sus ojos franciscanos, las horas, como las gotas de la hermana agua, forman juntas un gran caudal fresco y limpio por donde viene nadando la hermana muerte. Como te he dicho ya, cuando yo era chiquita, me cuidó siempre con la ternura poética con que se cuidan las flores y los animales. Por eso, aquella tarde, al reconocerla asomada a la puerta de la romanilla, corrí hacia ella movida por el mismo impulso que hace temblar de alegría y de felicidad la cola agradecida de los perros.

      Al sentirme entre sus brazos, Gregoria, cuyos sentimientos brotan siempre al exterior ensartados en los matices sonoros o delicadísimos de unas carcajadas especiales, sorprendida y feliz, salpicó un largo rato su risa intensa de emoción con estas pocas palabras:

      —¡Dios la guarde!… ¡Dios la guarde!… ¡Haberse acordado de su negra!… ¡de su negra fea!… ¡de su negra vieja!…

      Y tanto nos abrazamos, y tanto se rio Gregoria y tanto se prolongó la escena, que Abuelita tuvo que intervenir al fin:

      —Bueno, Gregoria, ya basta: ¡hasta cuándo! ¡Que empiezas con la risa, y no acabas de reírte nunca!

      Y luego, cariñosa, Abuelita añadió dirigiéndose a mí:

      —Ven tú, hijita, ven a quitarte el sombrero y a que te refresques un poco. Ven, vamos a que veas tu cuarto.

      Apoyada ella en mi brazo y seguidas de todo el mundo atravesamos un pedazo de patio, cruzamos el comedor, y llegamos al segundo patio, aquí, al patio de los naranjos, donde se abre la puerta y la ventana de este cuarto silencioso y cerrado con llave desde el cual te escribo ahora.

      En el umbral de la puerta nos detuvimos a mirarle.

      A primera vista me pareció sonriente con sus muebles claros y su cainita blanca. En aquella hora gris del crepúsculo llegaba a él, más intensamente que nunca, cierto encanto melancólico que parece desprenderse siempre de estos gajos verdes donde amarillean a veces las naranjas, y flotaba también en el ambiente ese olor a engrudo y a pintura fresca que tienen las habitaciones recién empapeladas. Inmóvil sobre el umbral, Abuelita, apoyada en mi brazo, empezó a explicar:

      —Este cuarto era el de Clara. Lo amueblé para ella tal como está ahora hace ya muchos años…, cuando se casó María, tu Mamá. Antes dormían las dos juntas en una habitación más grande que está cerca de la mía. Clara ha querido ahora cedértelo todo. Como los muebles son blancos y alegres, es más natural que sean para ti…

      —Mira, —interrumpió de golpe mi prima— es un milagro que tía Clara haya convenido en darte su cuarto y sus muebles. Con nosotros, antes, cuando veníamos aquí ¡era una exageración! No nos dejaba ni pasar siquiera porque decía que echábamos a perder los muebles y que de tanto entrar y salir se llenaba de moscas la habitación.

      Tía Clara no contestó nada y Abuelita continuó:

      —Sí; Clara te ha dejado su cuarto y se viene ahora cerca de mí al cuarto que era de su padre, de tu abuelo. Allí están todavía sus muebles, unos muebles de caoba muy cómodos y más serios que estos otros… Por supuesto que todo se pintó y se empapeló de nuevo para tu llegada. Mira, te pusimos a los dos lados de la cama los retratos de tu Papá y de tu Mamá para que te acompañen siempre. Este tocador era también de Clara; ella misma lo vistió de nuevo. ¡No sabes lo que ha trabajado para terminar el bordado antes de tu llegada! Anoche a las doce: ¡estaba cosiendo todavía!…

      El tocador; los retratos; el flamante papel de las paredes; los muebles blancos; tía Clara; la observación de mi prima; todo me había ido produciendo una emoción suave. Había en el arreglo del cuarto profusión de detalles que demostraban unan disposición minuciosa, un afán muy marcado de que todo resultase alegre, elegante, a la moda. Este esfuerzo hecho en un medio ambiente tan atrasado, tan añejo, me conmovía; y me conmovía sobre todo al comprobar lo poco que habían logrado realizar en mí el efecto deseado. Aquellos cuadros altos, simétricos, el bordado de colorines del tocador, el viso tan encendido, la cortina de la cama, la disposición de los muebles, todo, absolutamente todo, estaba contra mi gusto y mi manera de sentir. Me daban ganas СКАЧАТЬ