3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas. Adela Zamudio
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Название: 3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

Автор: Adela Zamudio

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: 3 Libros para Conocer

isbn: 9783985944521

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СКАЧАТЬ alcanzó su período álgido cuando Abuelita dijo: «hubieras tenido muy poco, una miseria, pero en fin, algo, algo…» y como me imaginase al punto la cabeza antipática de tío Eduardo, me apresuré a insultarla con toda mi alma, dirigiéndole en pensamiento y de carretilla los siguientes apostrofes: «Viejo avaro, ladrón, canalla, cursi, gangoso, escoba vestida de hombre» e injustamente, hice a Abuelita cómplice de mi desgracia. Entonces, con el objeto de molestarla de cualquier manera, cuando terminó de hablar, fingiendo buen humor, exclamé alegrísima:

      —¡Ay! Abuelita, Abuelita ¡y cómo se conoce que no has estado nunca en París! Yo me hice mis vestidos de luto en Biarritz; ¡claro! pero lo que pasa siempre: te haces un vestido nuevo, llegas a París y parece viejo… Mira, en París, Abuelita, no me puse ni una vez los vestidos de Biarritz, ni los estrené, ni me molesté en guardarlos siquiera, porque su vista, sí, el verlos nada más de lejos, colgados en el armario me repugnaba: olían a colegio, a ingenuidad, a burguesía, ¡qué horror! ¡Ah! fue en París, Abuelita, donde ya aprendí a vestirme, donde sentí de lleno esta revelación del chic!… Los vestidos de Biarritz que eran más o menos… ¡pss!… diez o doce, se los regalé todos a la camarera del hotel… como eran negros, a la camarera le quedaban bastante bien, con la cofia de batista y esos delantalitos de…

      Abuelita me interrumpió desesperada, y con los lentes trémulos, enarbolados en la mano derecha, exclamó varias veces, en ese tono trágico en que se lamentan las catástrofes irremediables:

      —¡Qué locura, Señor, qué disparate, cincuenta mil francos en trapos cuando ya estaba equipada para el viaje!

      —¿Pero no viste ayer mis vestidos, mis sombreros, mis medias, y mis combinaciones de seda, o crees acaso, Abuelita, que eso se regala en París?… ¡Si demasiado barato lo compré todo! aquello representa lo muy menos… lo muy menos: ¡ochenta mil francos!… A ver, tú, tú, tío Pancho, que según dices has pagado muchos sombreros en París, di: ¿están caros mis sombreros? ¿están caros?…

      Y esta última pregunta la hice con tantísima vehemencia que estuve de nuevo a punto de caerme de la columna, pero esta vez de narices y en dirección a tío Pancho. El me consideró un instante y respondió evasivo envolviendo la respuesta en una bocanada de humo:

      —Acuérdate que todavía no me has enseñado tus sombreros, María Eugenia.

      —Bueno: pues mira; lo más elegante, lo más bonito, lo más dernier cri, que has visto en tu vida. ¡Figúrate que llamaban la atención en París!… Y como yo tenía con ellos tanta personalidad, tanta allure, pues no me llamaban sino «Madame»… sí;… «Madame Alonso».

      —¡Ay! María Eugenia —dijo Abuelita asustada desmayando sobre la falda la mano de los lentes— ¡quién sabe hija mía, quién sabe por lo que te tomaban! ¡Y para hacer ese papel tan triste botaste tu dinero!

      —¿Cómo, para hacer ese papel tan triste? Mira, Abuelita, cuando se tiene dinero en París, y ese dinero se bota, como tú dices, pasas a ser más que un rey y más que un emperador. Te parece que todo es tuyo. La plaza de la Concordia, por ejemplo, es como si fuera… ¡pss! el patio de tu casa, los Campos Elíseos el zaguán de entrada, el Bosque de Bolonia tu corral, total, que acabas por convencerte de que vives en una especie de hacienda tuya en donde todo el que pasa está a tus órdenes para lo que quieras mandar. La prueba de lo que te estoy diciendo es esto que me ocurrió una de esas mañanas de sol en que uno se siente muy alegre: iba yo subiendo hacia la Estrella cuando mi taxi se quedó estacionado en plenos Campos Elíseos porque estaban arreglando la calzada y la circulación se hacía difícil. De pronto, gran sensación, pasaba el Presidente de la República con comitiva de ministros llenos de coronas y discursos que se iban a celebrar una de sus eternas ceremonias ante la tumba del soldado desconocido. Bueno ¿tú crees que me impusieron ellos a mí, o que me dieron ni por un segundo la sensación de mando? ¡Todo lo contrario! Como ésos del gobierno tienen por lo general un aire tan desgraciado y llevan tan mal la ropa ¿sabes lo que les grité en pensamiento desde mi taxi parado? Pues saqué la cabeza y les dije así con mucho cariño: ¡Adiós el mayordomo y el peonaje! Y a ver por Dios cuándo me acaban de arreglar el piso que es una vergüenza lo que dura ya esto, aquí me quedo todos los días como están viendo, y llego en retardo para mis pruebas que son por lo general cosas de muchísimo apuro. Y a ver también si aprenden a tener un poco más de gracia, y que se afeiten tanto bigote que eso ya no se usa, y que se adelgacen, y que crezcan. ¡Ahur! ¡Recuerdos al Desconocido!…

      —María Eugenia —interrumpió Abuelita—, mi Madre decía siempre que Dios nos toma en cuenta las tonterías y las palabras inútiles. Según eso, mi hija, tú, vas a tener mucha cuenta que entregarle a Dios.

      Yo volví a la anterior conversación y seguí enumerando mis gastos:

      —Bueno, además de los sombreros, el calzado todo a medida; añade los déshabillés; añade la liseuse de encaje, añade el kimono negro… ¡ah!, y sobre todo: ¡los regalos!… se me olvidaba, los regalos me costaron carísimos… Fíjate, Abuelita, fíjate en la etiqueta de las cajas, todas cosas finas de la rué de la Paix… ¡Ah!, ¡es que yo no regalo pacotilla!

      —¡Ah! no, no regalas pacotilla —volvió a decir Abuelita sulfurada, enarbolando otra vez los lentes—. ¡Si me parece que estoy oyendo a tu Padre! ¡Qué caracteres de despilfarro! ¿Pero tú te imaginas, hija mía, que puede causarme algún placer ese saco de mano que me trajiste, ahora que sé de dónde salió y lo que te costaría?

      —¡Pero yo tuve gusto en regalártelo y eso me basta!… ¡Ah! ¡si supieras lo que yo aproveché mi dinero! ¡si supieras lo que me encanta probarme vestidos y más vestidos!… Mira, me iba a casa de Lelong quien, te advierto entre paréntesis, siendo de lo más chic, tiene precios bastante moderados, pues yo soy económica aunque tú no lo creas. Bueno, me iba a casa de Lelong: ¡y a probarme!… que éste sí; que éste también; que aquél me queda que es una maravilla; que este otro me queda todavía mejor; y la vendedora que decía admirada: «¡Con ese vestido parece una Reina!… pero le advierto que es el más caro de todos…» y yo, que respondía con este ademán así de millonaria elegante: «¡El precio es lo de menos!», y a ver más modelos, y a tiendas, y a correr bulevares, arriba, abajo, sola, sola, sólita, ¡de mi propia cuenta!… ¿Crees, crees, Abuelita, que cambio esos días de libertad por tener veinte miserables fuertes mensuales?… ¡Ah! ¡no, no y no!…

      —Sí; ya sabía por Eduardo, a quien se lo contaron en La Guaira, que andabas sola por las calles de París, y eso me contrarió muchísimo. No comprendo cómo Ramírez, un hombre sensato, pudo autorizar jamás semejante locura. ¡Una niña de dieciocho años, sola de su cuenta, en una capital como ésa! ¡Qué disparate! ¡Qué peligro!… ¡Cuando lo pienso!… Y no te figures que aquí en Caracas puedes hacer lo mismo…

      —¡Ah! ¿de modo que esas eran «las ocupaciones» que tenía tío Eduardo en La Guaira? Andar averiguando lo que yo hice en París para venir a contártelo a ti. Quiere decir que también es espía y chismoso. ¡Con aquella cara de mosca muerta!

      —¡Eso no es chisme! Era su deber advertirme, así como también es mi deber aconsejarte que no vuelvas nunca a cometer semejante imprudencia.

      Tío Pancho y tía Clara, con ese tacto sutil que tienen las almas muy buenas, sí debieron sentir la tempestad subterránea que se desarrollaba en mi alma, bajo aquella discusión trivial con Abuelita. Respetaban los dos mi dolor con su silencio; ella muy abismada en el pasar de la aguja por la trama del zurcido; él distraído, echado hacia atrás, la cabeza sobre el respaldo de la mecedora, siguiendo con una mirada vaga las figuras alargadas y tenues, que el humo del tabaco iba forjando en el aire. De pronto se levantó; tiró la colilla entre las matas del patio, se quedó un rato pensativo, se vino luego hacia mí, se paró frente a la columna con los pies separados, las СКАЧАТЬ