3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas. Adela Zamudio
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу 3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas - Adela Zamudio страница 13

Название: 3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

Автор: Adela Zamudio

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: 3 Libros para Conocer

isbn: 9783985944521

isbn:

СКАЧАТЬ style="font-size:15px;">      Durante la explicación de Abuelita, ella, no había dicho ni una sola palabra. En pie junto a la puerta, guardando silencio, tenía la callada y humilde desolación de las vidas que se deslizan monótonas, sin porvenir, sin objeto. Y sin embargo, bajo su pelo canoso, con su fisonomía alargada y marchita de cutis muy pálido, era bonita tía Clara y a pesar del vestido de raso negro recién hecho y pasado de moda, era también distinguida, con esa distinción algo ridícula que tienen a veces en los álbumes los retratos ya viejos.

      Y mirándola así con agradecimiento y con ternura, en un segundo rapidísimo recordé cómo allá, en los tiempos de mi infancia, cuando yo venía a quedarme aquí con Abuelita, ella, tía Clara, se sentaba por las tardes en el sofá del salón y hablaba horas enteras con un señor que me daba caramelos y me hacía muñecos y gallitos con pedazos de papel. Yo solía jugar con aquellos gallitos sentada silenciosamente en el suelo, sobre la alfombra, mientras ellos dos, en el sofá, continuaban su charla que yo encontraba misteriosa en vista de lo prolongada y lo monótona. Ahora por primera vez, después de tantos años, mirándola en pie junto a la puerta, recordé la diaria y olvidada escena, y recordándola pensé: «Si aquel señor, como no cabe duda, era el novio de tía Clara: ¿qué había sido de él?… ¿por qué no se casaron?…». Y para demostrarle mi interés y la fidelidad con que había conservado su imagen a través del tiempo, estuve a punto de describirle la escena tal como la recordaba y de hacerle después la pregunta. Afortunadamente ya con la palabra en la boca me detuve aún a tiempo. Comprendí que podía haber en ello algún secreto dolor; que quizás el dolor se anidaría aún en las románticas ruinas de la cabeza gris y que iba sin duda a lastimarlo con la indiscreción de tal pregunta. Entonces, para expresarle mi cariño en otra forma, cambié bruscamente de tema y dije sonriendo que todo, todo en el cuarto estaba precioso y que recibía con amor y con muchísima alegría aquellas cosas que por tanto tiempo la habían acompañado a ella.

      Pero esto no era cierto. Cristina: ¡no!… Mientras tal decía mirando primero la cabeza gris junto a la puerta, y mirando luego la blanca cortina de punto sobre la cama, tenía el alma oprimida de angustia, de frío, de miedo; ¡yo no sé de qué! y es que lúcidamente, en la faz de los muebles sentía agitarse ya el espíritu de aquella herencia que me legaba tía Clara… ¡Ah! ¡Cristina!… ¡la herencia de tía Clara!… ¡Era un tropel innumerable de noches negras, largas, iguales que pasaban lentamente cogidas de la mano bajo la niebla de punto de la cortina blanca!…

      Y por primera vez, en aquel instante profético, sintiendo todavía en mi brazo la suave presión del brazo de Abuelita, vi nítidamente en toda su fealdad, la garra abierta de este monstruo que se complace ahora en cerrarme con llave todas las puertas de mi porvenir, este monstruo que ha ido cegando uno después de otro los ojos azules de mis anhelos; este monstruo feísimo que se sienta de noche en mi cama y me agarra la cabeza con sus manos de hielo; éste que durante el día camina incesantemente tras de mí, pisándome los talones; éste que se extiende como un humo espesísimo cuando por la ventana busco hacia lo alto la verde alegría de los naranjos del patio; éste que me ha obligado a coger la pluma y a abrirme el alma con la pluma, y a exprimir de su fondo con substancia de palabras que te envío, muchas cosas que de mí, yo misma ignoraba; éste que instalado de fijo aquí en la casa es como un hijo de Abuelita y como un hermano mayor de tía Clara; sí; éste: ¡el Fastidio, Cristina!… ¡el cruel, el perseverante, el malvado, el asesino Fastidio!…

      Pero este fastidio cruel que presentí por vez primera la tarde de mi llegada, este fastidio que me ha hecho analista expansiva y escritora, tiene una raíz muy honda, y la honda raíz tiene su origen en la siguiente reveladora escena que voy a referirte y que ocurrió una mañana, a los dos o tres días de mi llegada a Caracas.

      Sería a cosa de las once y media. Abuelita, tío Pancho, tía Clara y yo, nos hallábamos instalados hacia el fondo del corredor de entrada, allí mismo, en aquel bosquecillo verde que te he descrito ya; en donde se esparcen varios sillones de mimbre alrededor de una mesa; en donde vi blanquear el día de mi llegada la cabeza de Abuelita y en donde ella se instala diariamente con su calado, sus tijeras y su cesta de costura. Aquella mañana habíamos entrado por fin en plena normalidad. O sea que yo, luego de pasar dos días en una especie de exhibición ante las relaciones góticas de Abuelita, es decir, ante un reducido número de personas de ambos sexos más o menos uniformadas en cuanto a ideas, vestimenta y edad, las cuales acudieron a conocerme y a felicitar a Abuelita por mi feliz llegada, y las cuales, durante unas visitas muy largas, me hicieron todas con ligerísimas variantes, los mismos cumplidos y las mismas preguntas, aquella mañana, digo, terminado ya el desfile, yo había podido al fin entregarme a mi libre albedrío y a mis personales ocupaciones. La mañana, dedicada por entero al arreglo de mi cuarto, había sido muy bien aprovechada. Al dar las once me hallaba cansada y satisfecha, porque hermanando el espíritu de conquista al espíritu de conciliación, había logrado imponer mi gusto moderno y algo atrevido, sobre el gusto rutinario, simétrico y cobardísimo de tía Clara. Sin herir susceptibilidades la obra primitiva se encontraba ya reformada, y bajo la presidencia de dos muñecas parisienses, rubias, petulantísimas, y vestidas de seda que esponjaban como pantalla sus dos crinolinas, rosa la una y verde la otra, sobre mi mesa de noche y sobre mi escritorio, el cuarto se veía ahora bastante contemporáneo y bastante bien. Poco después de las once, vinieron a avisarme que tío Pancho había entrado a saludarnos como suele hacer cuando vuelve a esa hora del Ministerio de Relaciones Exteriores donde desempeña un empleo. Al tener noticias de su llegada, dejé al punto de contemplar mi obra, y fue entonces cuando entre helechos y palmas, hacia el fondo del corredor de entrada, me instalé en tertulia con él, con Abuelita y con tía Clara.

      Como era sábado, día de repasar, tía Clara se hallaba ante una cesta llena de medias y de ropa, zurciendo una servilleta de hilo ya muy vieja y usada; Abuelita, inclinándose mucho sobre las rodillas calaba uno de esos pañuelos de seda que doblados luego en cuatro, atados con un lacito, y puestos en una caja de cartón, distribuye el día de su santo a los nietos; tío Pancho, sentado en una mecedora, fumándose un tabaco refería una historia muy interesante que hacía detener de pronto el calado de Abuelita o el zurcido de tía Clara y que a mí no me interesó nada porque trataba de personas que me eran completamente desconocidas. Mirando las matas del patio descansaba con fruición de la doble fatiga moral y material ocasionada por el arreglo de mi cuarto, reflexionando al mismo tiempo cuál sería la manera más eficaz de desviar el curso de aquella conversación que me aburría. De pronto dije atropellando resueltamente la interesante historia:

      —¡Oye, tío Pancho, quiero comunicarte un proyecto! ¡vamos a ir de paseo a Los Mecedores, los dos; hoy, mañana, pasado, cuando a ti te parezca! Me siento romántica. Tengo unos deseos inmensos de presenciar un crepúsculo acostada sobre la hierba, en pleno aire, mirando desde abajo la copa de los árboles y, detrás de los árboles, el cielo; ¡deseo muchísimo ver otra vez Los Mecedores! Recuerdo que cuando chiquita me llevaban allá a hacer ejercicio y me gustaba mucho. Tomábamos el tranvía y llegábamos cerca de una iglesia que se llamaba… ¿cómo era?…

      —La Pastora.

      —Eso es. ¡Pues vamos a ir un día a Los Mecedores, los dos!… ¡Ah! y a propósito, Abuelita, ¿cuándo vamos a la hacienda de papá, a San Nicolás?… ¿Es tío Eduardo quien la administra siempre, verdad?…

      Aquella pregunta que había sido hecha con entera naturalidad y alegría, se quedó durante un rato como suspendida en el espacio, y hubo un silencio, Cristina, un silencio intenso y trágico durante el cual Abuelita y tía Clara sin levantar la cabeza de la costura, levantaron la vista y se miraron un instante por encima de los ojos redondos de sus respectivos lentes. Luego, volvieron a la costura, y fue entonces cuando Abuelita, cosiendo y sin mirarme se decidió a hablar en un tono muy dulce y conmovido:

      —San Nicolás es de Eduardo, mi hija.

      Y esto lo dijo con la misma compasión con que se le habla a los niños muy pobres cuando quieren comprar en las tiendas un juguete de lujo. Después de la СКАЧАТЬ