3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas. Adela Zamudio
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Название: 3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

Автор: Adela Zamudio

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: 3 Libros para Conocer

isbn: 9783985944521

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СКАЧАТЬ ningún comentario. Comprendí que debía ser irremediable y decidí aceptarla desde el principio con valentía y con altivez. Sin embargo, Cristina, las consecuencias que surgían en tropel de aquella revelación eran demasiado enormes para que yo me las viese al momento y para que su vista no desencadenase en mi alma una horrible tempestad interior. ¡San Nicolás era de tío Eduardo! No sabía cómo, ni por qué, pero ¡era de tío Eduardo! por lo tanto, yo, que me creía rica, yo, que había aprendido a gastar con la misma naturalidad con que se respira o se anda, no tenía nada en el mundo, nada, fuera de la protección severa de Abuelita, que se inclinaba ahora sacando la aguja por entre las hebras del pañuelo de seda, y fuera del cariño jovial de tío Pancho, que también callaba enigmático recostado en la mecedora, apretando entre los dientes el tabaco encendido y oloroso… Con mis ojos espantados les miré a los dos y seguí luego contemplando interiormente la horrible noticia que se abría de golpe ante mi porvenir, como una ventana sobre una noche lúgubre: ¡la pobreza!… ¿Comprendes bien, Cristina, todo lo que esto significaba?… Era la dependencia completa con todo su cortejo de humillaciones y dolores. Era el adiós definitivo a los viajes, al bienestar, al éxito, al lujo, a la elegancia, a todos los encantos de aquella vida que había entrevisto apenas durante mi última permanencia en París, y a la que aspiraba yo con vehemente locura. Era también el adiós definitivo para ti y para tantas otras cosas y personas que no había conocido nunca y que presentía esperándome gloriosas por el mundo… ¡el mundo!… ¿sabes?… ¡todo el caudal de felicidad y de alegría que se agita más allá de las cuatro paredes de hierro de esta casa de Abuelita!… ¡Ay! la alegría, la libertad, el éxito ¡ya no serían míos!… Y ante semejante idea, sentí que un nudo me apretaba espantosamente la garganta y que un torrente de lágrimas me asediaba impetuoso y terrible…

      Para poder disimular y contener las lágrimas empecé por bajar los ojos y clavarlos en el suelo. Allí, me di a contemplar fijos sobre el mosaico los zapatos de Abuelita, tía Clara y tío Pancho. No sé por qué me pareció que aquellos zapatos tenían una fisonomía especial y que con ella me estaban mirando. Es muy curioso el observar, Cristina, cómo en los momentos de crisis aguda los objetos que nos rodean se animan de vida. Hay veces que parecen hacerse cómplices del mal que nos tortura; otras, por el contrario, nos miran con una intención cariñosa y triste como si quisieran consolarnos. En aquel instante me pareció que aquellos seis zapatos en sus diversos aspectos o actitudes, tenían todos la expresión uniforme que tienen los públicos. Y era una expresión no sé si de burla o de lástima. Ambas cosas me desagradaban igualmente; pero como quería triunfar de mi emoción me dije que se burlaban de mí. Juzgué mi situación ridícula. Recordé la mirada de inteligencia que habían cambiado Abuelita y tía Clara por encima de sus lentes. Pensé que si tenía una crisis de llanto, ellas la referirían sin duda a tío Eduardo, me imaginé a tío Eduardo comentándola a su vez con su mujer y sus hijos; y enardecido terriblemente mi orgullo ante esta última imagen, acabé por triunfar de mi gran emoción. Entonces, para asumir al punto una actitud cualquiera, alcé la cabeza, miré a los circunstantes, respiré con violencia, exclamé:

      —¡Ay! ¡qué calor!

      Y levantándome del asiento que ocupaba, me senté de un salto con mucha agilidad sobre una mesita o columna dedicada a sostener una de las grandes macetas de palma que en aquel instante tomaba el aire y el sol en el patio; una vez allí, me puse la mano izquierda en la cintura y me di a balancear el pie derecho con un movimiento acompasado de péndulo, cuyo extremo llegaba hasta hacer chocar la punta de mi zapato contra el borde de aquella mesa de mimbre alrededor de la cual se hallaban Abuelita, tía Clara y tío Pancho. Sentía que semejante actitud debía darme un aspecto de absoluta despreocupación y balanceaba el pie con estoicismo, con orgullo y con convicción.

      Pero todo esto que detallado aquí parece larguísimo había ocurrido apenas en el breve espacio de un minuto. Bajo el rítmico balanceo de mi pie los tres circunstantes continuaban aún en completo silencio e inmovilidad. Sólo Abuelita, optó de repente por levantar los ojos del calado, me observó unos segundos y como mi actitud pareciese convencerla del todo, volvió a bajar la vista y siguió calando con mucha tranquilidad el pañuelo de seda. Se imaginó cándidamente que la noticia anunciada por ella como una bomba, me tenía sin cuidado. Eso era lo que yo quería y por lo tanto me sentí satisfecha. Pero te aseguro, Cristina, que desde aquel momento, Abuelita comenzó a desprestigiarse muchísimo ante mis ojos. Comprendí que tenía muy poca penetración y que carecía en absoluto de sutileza psicológica. En el fondo me alegro de que así sea. Es muy incómodo vivir con personas dotadas de penetración y de sutileza psicológica. Se pierde en absoluto la independencia y no es posible engañarlas jamás porque todo lo ven. Sin embargo, Abuelita tiene entre sus relaciones fama de gran inteligencia. ¡Ah! pero desde ese día cuando me dicen a mí: «el talento de tu Abuela» yo exclamo inmediatamente en mi fuero interno: «¡No es verdad, no tiene ninguno!».

      Como te decía, Abuelita, luego de observarme sin hacer comentario, volvió a su costura, enhebró la aguja que se le había desenhebrado, dio unas cuantas puntadas, levantó otra vez la cabeza, volvió a observarme y entonces dijo:

      —María Eugenia, hija mía, oye: eres distinguida, bien educada, tienes bastante instrucción, sabes presentarte correctamente, y sin embargo algunas veces tomas esos modales de muchacho de la calle. Mira: en lugar de sentarte en una silla como los demás, estás sentada ahí arriba, al nivel de mi cabeza en esa columna que se puede venir abajo con tu peso. Se te ven las piernas hasta las rodillas, tienes una mano en la cintura lo mismo que las sirvientas, y estás balanceando el pie con un movimiento vulgarísimo… Además, fíjate, mira, al darle así a la mesa con la punta del zapato echas a perder a un tiempo las dos cosas: la mesa y la punta de tu zapato nuevo…

      Terminada esta exhortación dejé de balancear el pie y me quité la mano de la cintura, pero como sentía una necesidad violenta de destruir algo, sin bajarme de la columna, cosa que hubiera sido demasiada obediencia, empecé a surcar con la uña una hoja de palma que para desgracia suya se encontraba a mi alcance. Abuelita entretanto había vuelto a sumirse en el calado y callaba de nuevo. Su pensamiento debió caminar ahora por el terreno de los asuntos económicos, porque al cabo de un rato dijo con entera naturalidad:

      —Se me olvida siempre preguntarte, María Eugenia: ¿trajiste los diez mil bolívares que te giró Eduardo a París por medio de Antonio Ramírez?… Con el cambio me parece que alcanzaban a unos cincuenta mil francos…

      —Sí; en efecto, cincuenta mil francos, de los cuales, Abuelita, la última moneda de oro la cambié en la Habana. Por cierto que si no va tío Eduardo a buscarme a bordo, te advierto que de mi propio pecunio no hubiera podido pagar quien me cargase una maleta —y balanceando otra vez el pie, pero con impulso tan fuerte que estuve a pique de irme para atrás con columna y todo añadí—: ¡No me quedó ni un céntimo, ni medio céntimo, ni un cuarto de céntimo! ¡Nada! ¡nada! ¡¡nada!!

      Abuelita soltó el pañuelo, el dedal, la aguja, y se quitó los lentes espantada:

      —¿Gastaste todos los diez mil bolívares?… ¿los tiraste a la calle?… ¡Ave María! ¡qué locura!… Si se lo dije a Eduardo: “No mandes ese dinero sin advertir antes a Ramírez” pero se empeñó en girarlo por cable y ¡aquí está el resultado!… ¡De modo que gastaste los diez mil bolívares!… Pero dos mil fuertes colocados al nueve te hubieran producido unos quince fuertes mensuales, mi hija: tal vez se hubieran podido colocar al diez, hasta al doce y hubieran sido entonces ochenta o cien bolívares al mes… piensa… hubieras tenido algo, muy poco, una miseria, pero en fin algo, ¡algo para gastos de bolsillo siquiera!… Ese dinero se mandó a París, sólo por previsión, en caso de un accidente, de una enfermedad. Un mes antes se había girado al consulado una letra para tu viaje, para pagar cualquier gasto extraordinario que hubiera ocasionado la muerte de tu padre y para tu luto. ¡Era más que suficiente!

      ¡Ah! el celo extremado de Abuelita hacia aquellos dos mil fuertes, último jirón de mi patrimonio, me crispaba horriblemente los nervios, ahora que ante СКАЧАТЬ