3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas. Adela Zamudio
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Название: 3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

Автор: Adela Zamudio

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: 3 Libros para Conocer

isbn: 9783985944521

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СКАЧАТЬ ¿Sí?… ¿bastante?… pues entonces estuvieron ¡muy bien gastados!… ¡Ah! sobrina, no sabes tú la serie de cheques de a cincuenta mil francos, que gasté yo en París, y como a ti: ¡no me pesa! Más vale gastar el dinero en divertirse, que gastarlo en malos negocios de los cuales se aprovecha infaliblemente un tercero. Al menos divirtiéndose con él no se corren riesgos de hacer el papel de imbécil…

      Pero Abuelita y tía Clara, con gran vehemencia le cortaron la palabra a tío Panchito, por medio de dos distintas objeciones. Tía Clara dijo:

      —¡Pero cómo te figuras, Pancho, que María Eugenia podía divertirse en París, cuando el cadáver de su padre estaba todavía caliente como quien dice!… ¡No la creo tan sin corazón!

      Y Abuelita por su lado, dominando la voz de tía Clara se puso a decir exaltadísima:

      —¡Eso faltaba, Pancho, eso no más faltaba, que vinieras tú ahora a predicarle a esta niña tus doctrinas corrompidas! ¿Por qué no le aconsejas también que beba, o que se ponga morfina o cocaína ahora que no tiene cómo gastar?

      Tío Pancho, sin modificar su actitud se volvió ligeramente hacia Abuelita y dijo con mucha calma:

      —Supongamos, Eugenia, que esta niña, movida por un espíritu de economía y de prudencia llega a Caracas con su cheque de cincuenta mil francos sin cobrar… ¿Qué hubiera sucedido? Usted, en su justo afán de acrecentar la suma, se entusiasma con tal o cual negocio que tiene Eduardo en San Nicolás. En una siembra de algodón, de tabaco, o de papas, un negocio seguro, segurísimo… Eduardo cede generosamente a María Eugenia un tablón de la hacienda; se planta la semilla, pero viene un invierno, un gusano o la langosta; precisamente, es del tablón de María Eugenia del que se encapricha la plaga y: «De profundis clamavi ad te Dómine…» ¡no quedan de él ni cenizas!… ¿no es mil veces mejor que haya entonces empleado su dinero en divertirse?… ¡Ah! en negocios de agricultura, que son los que hasta ahora hemos acostumbrado hacer en la familia, resulta que las calamidades y los malos precios se alían siempre contra el ausente, la mujer o el menor, quienes pierden indefectiblemente… Ocurre… ¡lo natural!… lo que ocurrió en el cuento de aquel almuerzo celebrado entre marido y mujer: ¡la ración del ausente es siempre la que se come el gato!

      Aquello era una explicación clarísima de lo que yo quería saber y como resultó ser lo mismo que había sospechado, sonreí placentera y exclamando interiormente:

      —¡No lo dije!

      Y creo sin duda ninguna, que me habría bajado de la columna para abrazar a tío Pancho por su valiente acusación, si no fuese porque Abuelita, enardecida quizás por mi presencia y mi sonrisa, se había erguido terrible contra el respaldo de su sillón de mimbre, y así, erguida, terrible, lastimada en lo más vivo de su amor de madre, estalló con la arrogancia de una leona:

      —¡Eso no puedo tolerarlo, Pancho, que aquí, en mi casa, en mi presencia, frente a mí, te atrevas a expresarte de Eduardo en esa forma y muchísimo menos todavía que lo desprestigies delante de esta niña, con quien ha sido él, demasiado lo sabes, tan bueno y tan generoso como un mismo padre!… ¡Por decir cosas que tú supones graciosas no respetas nada, ni lo más santo, ni lo más sagrado! ¡Creo que Eduardo ha dado en su vida suficientes pruebas de ser un hombre íntegro y honrado!… ¡Ha levantado una familia honorable, ha pasado su vida trabajando, nunca se ha arrastrado en política, ni como hacen otros, ha avergonzado jamás a su familia entregándose a la bebida y al juego!…

      Y al hablar así, Abuelita estaba imponente y magnífica.

      Porque sucede, Cristina, que Abuelita, quien jamás sale a la calle; rodeada como está siempre por el ambiente solariego de esta casa, encastillada en sus ideas de honor; aureolada por sus años y su virtud austera, tiene realmente el prestigio de las grandes señoras que infunden en cuantos las rodean un respeto profundo. Del trato con mi abuelo, su marido, que fue poeta, historiador, ministro y académico, adquirió un ademán distinguido en el decir y la palabra fácil y elegante, circunstancias que le han valido sin duda ninguna su gran fama de inteligencia. En aquel instante, defendiendo a su hijo de las sospechas que las palabras de tío Pancho hubieran podido despertar en mi espíritu, estaba como te digo, soberbiamente altiva. Sus ojos ya apagados de ordinario, brillaban ahora encendidos por el fuego de la santa indignación, y enarcados por las cejas severas, realzados por la majestad de los cabellos blancos, infundían temor.

      Y no puedo negarte que durante un instante olvidé mi propio infortunio para admirar a Abuelita: la admiré con sorpresa, con veneración y con orgullo, por la majestad y por la elegancia que tenía para indignarse.

      Pero en cambio, tío Pancho, que como te he dicho ya es insensible a la elocuencia y a cualquier otra de estas manifestaciones sublimes en que suelen exteriorizarse la cólera, el entusiasmo, o la desaprobación, permaneció impasible. Cuando Abuelita remató su brillante apología de tío Eduardo con aquella frase alusiva e hiriente: «No ha avergonzado jamás a su familia entregándose a la bebida y al juego…», tío Pancho, este tío Pancho que es inconmovible, sin decir ni una palabra, siguió inmóvil frente a Abuelita, con sus dos manos en los bolsillos, indiferente, apacible, silencioso, contemplando sobre el patio la inmensidad del espacio, como una roca erguida frente a un mar tempestuoso. Estoy cierta que pensaba:

      —¿Y para qué contestar?… ¿De qué sirven las palabras?… ¡Si también son paravanes, mentiras, monedas falsas!…

      Pero esto no lo dijo sino que debió reflexionarlo mientras callaba, durante la larga pausa que siguió a la indignación de Abuelita, como la calma sigue a la borrasca. Luego, en la misma actitud reflexiva y silenciosa dio unos cuantos pasos por el corredor; pero a poco se detuvo, sacó el reloj del bolsillo de su chaleco, lo miró, exclamó:

      —¡Diablo!, ¡si ya van a dar las doce!

      Y muy tranquilamente, como si nada hubiese ocurrido tomó del colgador su bastón, su sombrero; se puso el sombrero; se asomó un segundo al espejo angosto del colgador; se despidió sonriente:

      —¡Hasta mañana!

      Sonó la puerta de la calle que se cerró tras él, y los pasos se fueron apagando por el zaguán y la acera.

      En efecto, a poco de salir tío Pancho, en plenos puntos suspensivos, el reloj de Catedral, un reloj filarmónico, Cristina, un reloj sochantre, que asomado a los cuatro costados de la torre se pasa el día cantando las horas, las medias y los cuartos con un canto monótono que se oye de toda la ciudad, y que de noche recuerda el fraternal e igualitario «de morir tenemos» de los Cartujos: comenzó a cantar con mucha filosofía y unción:

      —Tin, tan; tin tan;…

      Bueno, una especie de canción que en notas musicales viene siendo:

      —¡Mi, do, re, sol!… (un cuarto) ¡Sol, re, mi, do! (otro cuarto) ¡Do, sí, la, mi!… etc., etc.

      Tía Clara dijo al momento:

      —¡Son las doce!

      Y puesta en pie como por resorte se santiguó y entonó el Angelus en voz alta.

      Yo, en vista de mi malhumor, resolví no contestar en coro con Abuelita, ni a la salutación ni a las avemarias. Tía Clara me dirigió por ello una mirada de desaprobación mientras decía:

      —«El verbo se hizo carne»…

      Pero yo continué callada, y ella, luego de terminar, volvió a santiguarse y sin decir más nada, recogió la ropa y las medias; las СКАЧАТЬ