3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas. Adela Zamudio
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Название: 3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

Автор: Adela Zamudio

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: 3 Libros para Conocer

isbn: 9783985944521

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СКАЧАТЬ marcadísimo de indolencia y descuido. Hablaba, y al hablar accionaba hacia adentro con unos movimientos enterizos, horriblemente desairados, que no guardaban compás ni relación ninguna con lo que iba diciendo la voz, una voz, Cristina, que además de ser nasal tenía un acento cantador, monótono, desabridísimo. Yo le miraba extrañada y mientras exclamaba a gritos mentalmente:

      —¡Ah! ¡Qué feo!

      Procuraba esconder tras una amable sonrisa aquella breve impresión o sentencia crítica tan poco halagüeña para quien la producía. Y con el objeto de disimular aún mejor, comencé a informarme de pronto por toda la familia. Le pregunté por Abuelita, tía Clara, su mujer, y sus hijos. Pero era inútil. Mi amable interrogatorio resultaba puramente maquinal. Mi pensamiento andaba tras de mis ojos, y mis ojos insaciables no se cansaban de escudriñarle de arriba abajo, mientras que en mis oídos, llenos ahora de verdad y de vida, parecían resonar de nuevo las palabras de Papá: «El imbécil de Eduardo»… «El mentecato de Eduardo»…

      El, en su charla, desairada y sin vida, apoyado de espaldas en la baranda y con el rollo de cuerdas a sus pies, me dijo que todos en la familia deseaban muchísimo verme; que con el solo objeto de recibirme se había venido de Caracas desde la víspera en la mañana por estar anunciado el vapor para ese mismo día en la tarde; que por lo tanto, aquella noche había dormido en Macuto; que desde allí había visto pasar el vapor a eso de las siete; que de un momento a otro deberían llegar al muelle su mujer y sus cuatro hijos, los cuales habían salido en automóvil de Caracas hacía ya más de una hora; que era probable que por su lado viniese también tío Pancho Alonso, porque algo le había oído decir sobre el particular; que teniendo ciertos asuntos urgentes que despachar en La Guaira le parecía mejor el que almorzásemos todos juntos en Macuto; que como yo vería, Macuto era fresco, alegre y muy bonito; y que, finalmente, luego de almorzar subiríamos a Caracas donde me esperaban Abuelita y tía Clara consumidas de impaciencia.

      Y mientras esto decía era cuando yo lo miraba con aquella amable sonrisa, juzgándole feo, desairado y mal vestido. A pesar del gran embuste de la sonrisa, algo debía reflejar mi semblante porque de pronto él dijo:

      —Te vine a recibir así… ya ves… porque aquí no se puede andar sino vestido de blanco, ¡hace un calor! Y desde ahora te advierto que La Guaira te va a hacer muy mal efecto. Es horrible: unas calles angostísimas, mal empedradas, mucho sol, mucho calor, y… —añadió con misterio bajando la voz— ¡muchos negros! ¡ah! ¡es horrible!

      Yo contestaba con la amable sonrisa petrificada en los labios:

      —No importa, tío, no importa. Como no vamos a estar sino de paso ¡qué más da!

      Pero te aseguro, Cristina, que si nos hubiésemos hallado en el Palacio de la Verdad, donde es fama que pueden expresarse los más íntimos pensamientos sin tomar en consideración este exagerado respeto que en la vida real profesamos al amor propio ajeno, yo habría contestado:

      —Es muy probable que La Guaira sea tan fea como dices, tío Eduardo, y sin embargo, estoy cierta de que su fealdad no es nada comparada con la tuya. Sí; La Guaira debe tener la fealdad venerable y discreta de las cosas inmóviles; y es segurísimo que ella no acciona hacia adentro, ni se viste de flojo, ni tiene bigotes lacios, ni habla por la nariz. Mientras que tú sí, tío Eduardo, desgraciadamente tú accionas, hablas, te vistes, y por consiguiente, tu fealdad activa se prodiga y se multiplica hasta lo infame en cada uno de tus movimientos.

      Pero naturalmente que en lugar de decir esta sarta de inconveniencias, dije que me parecía admirable el proyecto de irnos a almorzar a Macuto; que deseaba mucho el que nos permitiesen desembarcar pronto; que habíamos hecho un viaje magnífico; que las noches de luna en alta mar eran una maravilla, que el invierno en Europa se anunciaba muy frío, y que en París se usaban las faldas cada día más cortas.

      Deseoso de complacerme en lo de bajar a tierra, tío Eduardo se fue a activar los trámites del desembarco, y yo, mientras esperaba, solitaria y recluida en un rincón de cubierta, como la víspera en la tarde, ahora también me di a contemplar el panorama grandioso de la montaña, el mar, las chalupas corredoras, las velas lejanas, y muy cerca de mí a un costado del vapor el movimiento humano por el puerto.

      Pero de pronto, cuando más absorta me hallaba, oí que me llamaban varias voces alegres y sonoras. Volví la cabeza para atender al llamamiento y vi que las voces salían de una colección de fisonomías frescas, bonitas y sonrientes que venían a mí precedidas de tío Eduardo. Agradeciendo la alegría del saludo corrí hacia el grupo a fin de corresponder al bullicio de las voces con un bullicio de abrazos. Pero tío Eduardo juzgó prudente dar al encuentro cierto barniz de ceremonia, y deteniendo mi impulso, con un ademán desairadísimo de su mano izquierda, dijo:

      —Espera, que voy a presentártelos. —Y fue señalando así, por orden de edad:

      —María Antonia.

      —Genaro Eduardo.

      —Manuel Ramón.

      —Cecilia Margarita.

      —Pedro José.

      —Y… ¡María Eugenia!… —añadió señalándome a mí.

      Yo los abracé entonces a todos ordenadamente, pensando si aquella obsesión o manía por los nombres dobles, sería cosa de mi familia nada más, si se extendería también por Venezuela entera, o si traspasando las fronteras invadiría todo el continente americano; gracias a lo cual durante un segundo entre besos y abrazos evoqué muy claramente el mapa de Sur América con su forma alargada de jamón.

      Como papá no nombraba jamás a la familia de tío Eduardo, ni yo había visto nunca sus retratos, no bien hube repartido los ordenados abrazos, sentí que en mi cabeza se formaba una ensalada de caras y de nombres sueltos imposibles de combinar y colocar después en sus respectivos sitios. No obstante, en honor de la verdad, Cristina, debo confesarte que aquella ensalada de tío Eduardo no estaba nada mal. La edad de mis cuatro primos es de: dieciocho, dieciséis, catorce, y trece años, respectivamente. En aquel instante, animados y decidores, me hablaban todos a la vez y como al hablar sonreían alegremente con unos dientes muy blancos y unos ojos muy negros, yo me puse de muy buen humor y también saqué a relucir toda mi colección de amabilidades y sonrisas.

      Pero debo advertirte, no vayas a confundir, que esto de la ensalada más o menos fresca, agradable y bien aderezada, no atañe sino a mis primos, o sea a las cuatro últimas combinaciones de la lista que he tenido la precaución de escribirte. Porque el encabezamiento de dicha lista o sea la combinación: «María Antonia» corresponde a la persona de mi tía política «la honorable matrona» como dirán los periódicos el día de su muerte, esposa de tío Eduardo, y madre o cocinera-autora de la ensalada, quien al igual de su marido, exige imperiosamente los honores de un croquis que paso a esbozarte ya lo mejor y más brevemente posible:

      Mi tía María Antonia Fernández de Aguirre es más bien pequeña, y su figura completamente trivial e insignificante a no mediar la circunstancia de los ojos. Pero María Antonia, Cristina, tiene unos ojos inmensos, redondos, negrísimos y brillantes, que están circundados por unas ojeras que también son inmensas, redondas, negrísimas, pero opacas. Este consorcio de los enormes ojos con las enormes ojeras, no es nada banal como te he dicho ya, sino que por el contrario, tanta negrura brillante asomada a tantísima negrura opaca viene siendo algo así como una tragedia espantosa de cinematógrafo de esas que pasan entre apaches con puñales en un cuarto oscuro. Y naturalmente que la intensa tragedia de los ojos, tiene una influencia directa sobre toda la persona física y moral de María Antonia. En el rostro, por ejemplo, la boca cerrada se tuerce siempre, sin saber por qué, y el observador al mirarla así, cerrada y torcida, busca al punto los СКАЧАТЬ