El capitaloceno. Francisco Serratos
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Название: El capitaloceno

Автор: Francisco Serratos

Издательство: Bookwire

Жанр: Изобразительное искусство, фотография

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isbn: 9786073043229

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СКАЧАТЬ extinción y sociedad, es necesario volver a un punto ya presentado anteriormente, y que es el relato de la división entre naturaleza y sociedad narrado por Moore y Patel. Esta división es desde luego una visión eurocéntrica porque surge en un periodo decisivo en la historia del colonialismo y el surgimiento del capital que permitió, en primer lugar, la construcción de los enormes imperios español y portugués, y en segundo lugar, la esclavitud de nativo-americanos y africanos. El relato, también, se narra desde los europeos no porque hayan sido superiores —China en ese siglo era entonces mucho más rica y poderosa que cualquier nación europea— sino por una simple idea con la que pudieron refundar su interacción con el resto del mundo; a saber, la violenta escisión entre naturaleza y sociedad, entre los considerados meros recursos y los dueños de ellos. Para los autores mencionados, esta idea se comenzó a formar desde lo práctico —los viajes de exploración, la imposición de un sistema económico— hasta lo filosófico y religioso. Por ejemplo, una parte importante de la colonización de América fue el proyecto de evangelización ya fuera por medios pacíficos o bélicos. Recuérdese las palabras del jurista Hugo Grocio, neerlandés que vivió durante la guerra entre su país y el imperio español y la sorprendente expansión comercial por medios marítimos de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales en el siglo XVII. El pensamiento de Grocio justificaba, a través de sus ideas religiosas, la colonización de países africanos o americanos porque los pobladores de estos eran «bestias» para los que la piedad de Dios ya no tenía paciencia: «la más justa de las guerras», escribió en De iure belli ac pacis, «es la que se emprende contra las bestias rapaces, y luego le sigue la que es contra hombres que son como bestias». Los humanos no-europeos y paganos son colocados en el mismo nivel que los animales en la gran cadena de los seres. Esta «guerra justa» (bellum justum), como le llamó, producía algo elemental para el sistema económico incipiente, que eran los esclavos. Después de todo, justificándose en Aristóteles, Grocio dijo que «algunos hombres son esclavos naturales, es decir, creados para ser esclavos, y algunos países tan lo son debido a su temperamento que incluso ellos mismos saben mejor obedecer que comandar».

      Otro filósofo europeo que aportó argumentos para la separación entre naturaleza y sociedad fue, como expliqué previamente, René Descartes. Según Moore y Patel, a él le debemos dos conceptos de la ecología capitalista al separar la mente del cuerpo y categorizar el mundo entre res cogitans y res extensa. La primera se refiere a los humanos pensantes, mientras que el resto de la realidad era la segunda parte. Pero no todos los humanos en el sistema cartesiano tenían la capacidad de pensar: los negros, los aborígenes, los indios, las mujeres y los animales no se distinguían de una piedra o una montaña a los que hay que estudiar, domeñar y manipular con la Razón. No es de sorprender que, aunque francés, Descartes haya escrito el grueso de su obra, al igual que Grocio, en los Países Bajos cuando sus rutas comerciales abarcaban ya casi todo el hemisferio occidental, desde los bosques de Brasil y Polonia, los humedales de Rusia e Inglaterra, hasta las minas de los Andes y Suecia. Moore toma cuatro lecciones de Descartes que impactaron la realidad. La primera, dice, impuso orden ontológico en los entes o sustancias sobre las relaciones entre estos últimos; la segunda, relacionada con la anterior, es que forjó un binomio «esto o lo otro» en lugar de una dualidad, es decir Naturaleza y Sociedad en lugar de Sociedad en la Naturaleza. La tercera es la del control de la naturaleza con un propósito específico a través de un método científico; la cuarta y última es la hegemonía del sentido visual, el órgano del ojo, u ocularcentrismo, como único sentido con el que se explica el mundo.

      La misma idea cartesiana sería retomada, ahora en el contexto inglés, por Francis Bacon, para quien la ciencia era el método de extracción de los secretos de la naturaleza. Pero Bacon, señalan los autores, añade otro elemento a la concepción de la naturaleza, que es su característica femenina: la ciencia —el hombre— debe escarbar, abrir, explorar, penetrar, diseccionar «el útero de la naturaleza» para poder entenderla, explotarla, dominarla. El sometimiento de la mujer es fundamental para el capital desde el momento en que, de su trabajo doméstico y su control natal, se extrae una plusvalía y se impone un orden social. Tampoco es casualidad, tal y como Descartes, que Bacon haya formulado su pensamiento durante el comienzo de la minería de carbón, es decir una actividad laboral que ejerce una violencia evidente sobre la tierra: la abre, escarba su interior, la dinamita y extrae un recurso explotable, en este caso el carbón durante el reinado de Elizabeth I, de quien fue consejero oficial. Para Merchant, entre 1500 y 1700 la «naturaleza viva y animada murió, mientras que el muerto e inánime dinero fue dotado de vida» por un pensamiento llamado racional fundado por Descartes, Bacon, Harvey y Newton, quienes sentaron las bases de la Revolución Científica en los siglos XVI y XVII y sus contribuciones propulsaron las innovaciones tecnológicas que, en última instancia, comenzaron a tener un impacto ecológico.

      De esta forma, la naturaleza, el mundo, la res extensa, quedó conformada como un ente pasivo, vulnerable de ser dominado, y puramente femenino para la mirada masculina eurocéntrica. Esta transición ontológica de la naturaleza como un ente vivo, animado e íntimamente inherente a lo humano a una materia inerte fue necesaria para que el capitalismo emergiera. Jason Hickel asevera que una vez que la naturaleza fue convertida en un objeto «se pudo hacer todo con ella: cualquier restricción ética para la posesión y la extracción que restaba contra la posesión y la extracción había sido removida, para el deleite del capital. La tierra se volvió propiedad, los seres vivos se volvieron cosas y los ecosistemas, recursos». Estas características de la nueva naturaleza como mero recurso, continúan Moore y Patel, permitieron concebir el espacio como mensurable, calculable, mapeado para ciertos propósitos; en suma, para su valoración económica. «El mapa moderno no simplemente describía el mundo, sino que era una tecnología de conquista», aseveran los autores —más adelante detallo este importante factor—. Las palabras del teólogo, científico y naturalista William Derham en su obra Physico-Theology (1713) resumen todo este periodo: «Podemos, si es necesario, saquear el mundo entero, penetrar en las entrañas de la Tierra, descender hasta el fondo de las profundidades y viajar hasta las regiones más lejanas del planeta para hacernos de riqueza» (cursivas mías).

      La errónea teoría de Buffon añadió a aquel tinglado filosófico un aire de cientificidad al argumentar que los americanos eran desiguales a los europeos debido a la determinación ambiental. Un filósofo que siguió este hilo de pensamiento, señala el historiador Shawn William Miller en su An Environmental History of Latin America, fue Gottfried Wilhem Leibniz: según él, los humanos descienden del mismo origen biológico, pero las variaciones ambientales y climáticas en el planeta son las que dan forma a cada uno de los grupos humanos. Una persona progresa no a pesar de sus limitaciones raciales sino por las del medio ambiente en que se desenvuelve. Así, hay ambientes más benignos que otros. Los europeos, para Leibniz, gozaban de ese beneplácito: eran blancos —creía que los primeros humanos lo eran— y sus rasgos físicos eran refinados y bonitos, mientras que los habitantes de los trópicos, al vivir en tal tempestivo ambiente, se habían degradado. Por esto tienen piel oscura y sus capacidades física y mental eran menores. Fue esta la razón por la que los nativos de América y África, en la visión eurocéntrica, no fueron capaces de construir civilizaciones similares a la europea. Otro ejemplo que recuerda Miller es el del barón de Montesquieu, quien en El espíritu de las leyes (1748) lo deja muy en claro cuando dice que «en el norte se encuentra gente con menos vicios, más virtudes y mucho más sinceridad y honestidad». La gente del sur, por el contrario, «se aleja de la moralidad» porque las pasiones en esa región se alebrestan y por tanto hay más crimen. Haciendo eco de las palabras de su connacional Buffon, Montesquieu remata: «El calor del ambiente puede ser tan excesivo que el cuerpo se debilita y esta postración contamina el espíritu; no hay curiosidad, nobleza del emprendimiento, ni sentimiento de generosidad; todos los deseos se marchitan».

      Por último, otro filósofo determinante en la separación entre naturaleza y sociedad y entre civilizados y salvajes fue John Locke, quien además aprendió mucho de Grocio al decir en Two Treatises of Government que los cautivos de guerra pierden sus libertades y pasan a ser sujetos del dominio absoluto y arbitrario de sus nuevos amos. De hecho, la filosofía de la privatización liberal —volveré sobre СКАЧАТЬ