El capitaloceno. Francisco Serratos
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Название: El capitaloceno

Автор: Francisco Serratos

Издательство: Bookwire

Жанр: Изобразительное искусство, фотография

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isbn: 9786073043229

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СКАЧАТЬ nada, de fósiles, la teología natural se quedaba corta de respuestas para hablar del origen y la edad de estos misteriosos animales que nunca nadie había visto. En este contexto se puede entender la obsesión de Jefferson por demostrar la existencia del mamut: «No logro convencerme», escribió a un amigo que le había hecho llegar restos óseos de un animal no identificado, «que este animal, así como el mamut, estén extintos. La desaparición de una especie es tan inédita en la economía de la naturaleza (economy of nature) que tenemos todo el derecho a pensar que, en cuanto a las partes que no vemos, las probabilidades contra la extinción son mucho más evidentes que las que están a favor de ella». A pesar de todos los esfuerzos argumentativos de estos hombres de ciencia, quien mejor logró resumir la totalidad de la scala naturae fue un poeta: Alexander Pope. En su portentoso Essay on Man, publicado en 1734, Pope busca, en la tradición de libros como De rerum natura de Lucrecio, «reivindicar las formas de Dios ante el hombre»: «Gran cadena del ser que Dios tejió / Naturaleza etérea, humana, ángel, hombre, / bestia, ave, pez, insecto, y lo invisible para el hombre». Para Pope, la cadena del ser atraviesa lo terrenal y lo divino, lo animal y lo humano, y todas estas partes, continúa, «Son todas partes de una asombrosa totalidad / cuyo cuerpo es la naturaleza y cuya alma es Dios». Por tanto, asestar un golpe contra cualquiera de los eslabones implica, en realidad, dar un golpe contra la perfección de Dios.

      Mientras, en el otro lado del Atlántico, Buffon, más abierto a otras posibilidades, se fue convenciendo poco a poco de que el mundo era mucho más viejo de lo que se pensaba, calculando hasta los millones de años y, con ello, aceptando la extinción como un fenómeno fáctico. Pero no sería Buffon quien puso punto final a la controversia, sino otro colega suyo que fue hilando los restos de animales extraordinarios para finalmente llegar a una respuesta definitiva. Georges Cuvier, a diferencia de su predecesor, se formó en ambientes académicos alemanes menos dogmáticos en los que se contemplaba la posibilidad, señala Barrow, de una naturaleza no estática sino mutable. Una influencia muy grande para Cuvier fue su maestro J. M. Blumenbach, quien a finales del siglo XVIII desarrolló nuevas teorías para estudiar los fósiles. Si comparamos las palabras de Blumenbach con las de Jefferson o Linneaus, hay una gran diferencia de perspectivas: «La naturaleza no se desmorona si una especie muere o si otra nueva aparece (y es muy probable que ambas cosas ya hayan acontecido en el pasado); esto no tiene impacto alguno ni en el orden físico ni moral del mundo, ni siquiera para la religión en general», escribió Blumenbach. Esto no quiere decir que Cuvier haya creído en la evolución o «transformismo», como se le conocía en la época; de hecho, fue tan reacio a la idea que solía humillar y descalificar a los estudiantes y colegas que sugerían la evolución como una posibilidad. A pesar de esto, Cuvier fue capaz de distinguir varias especies que provenían de la misma familia, entre ellas la diferencia del mamut, los elefantes de India y África y sin olvidar la identificación del perezoso gigante de Jefferson. Con esta perspectiva más abierta fue que Cuvier llegó a París a trabajar en el renombrado Museo Nacional de Historia Natural en 1795, donde aplicó sus conocimientos de anatomía comparada. A través de este método y de las pruebas fósiles como objetos geológicos que marcaron periodos en la historia del planeta tierra, Cuvier sentenció que tanto el mamut como el perezoso y otros tantos animales gigantes estaban extintos. La causa de esta tragedia, aseveró en una conferencia, fue probablemente «una especie de catástrofe».

      Gracias a Cuvier la idea de la extinción fue ganando adeptos en los círculos intelectuales europeos y americanos y con ello surgió una nueva sensibilidad hacia la naturaleza: los seres vivos no son eternos sino pasajeros. Una vez aceptada la posibilidad de la extinción, lo que los naturalistas comenzaron a discutir fueron las razones por las que un animal deja de existir. El debate se libró entre los catastrofistas, es decir aquellos que pugnaban por eventos extraordinarios en el planeta, y los que defendían procesos lentos y graduales. Darwin, que perteneció a este último bando, escribió: «La completa extinción de las especies de un grupo es generalmente un proceso más lento que su producción», o sea, si es difícil presenciar la emergencia de una nueva especie, su respectiva desaparición es un fenómeno aún más raro. Los animales, en suma, pueden desaparecer, tal vez por revoluciones geológicas o desastres naturales y, a partir de los últimos siglos, también por causa de los humanos. Esta última probabilidad es la que más ha causado un impacto en la condición humana: saber que los animales se extinguen permitió el surgimiento de una consciencia que, como ya dije, es única en la historia del conocimiento humano, pero saber que es el mismo humano la causa de esa desaparición de las especies hace las cosas aún más graves. Peor aún: no es casualidad que todo esta consciencia y el debate sobre la extinción haya surgido durante el apogeo del capitalismo imperialista que expandía sus fronteras de producción en las regiones ricas en biodiversidad.

      Así, la conciencia de la extinción formó un nuevo tipo de individuo que se debate entre el progreso y la ecología, entre la cultura y la naturaleza, como veremos más adelante. Con esto no quiero decir que la extinción sea una cosa de los humanos contemporáneos, todo lo contrario: la extinción y la alteración de ecosistemas han ido de la mano con la evolución humana desde que nuestros ancestrales primates bajaron de los árboles para andar en dos patas hace unos cinco o seis millones de años en la sabana africana. Cada evento de nuestra evolución ha tenido un impacto en la naturaleza, desde el descubrimiento del fuego, la formación de herramientas, la fundación de la agricultura, hasta el desarrollo de las técnicas de cocina. Por ejemplo, la desaparición de la megafauna —a la que pertenecía, por cierto, el mastodonte de Jefferson— y sus increíbles animales como el mamut, el perezoso gigante, el ciervo gigante, osos, bisontes y canguros gigantes, está íntimamente ligada a la migración humana por casi todo el planeta. Al aseverar esto tampoco estoy sugiriendo que la naturaleza humana equivale a la destrucción de su propio hábitat. Ha habido revoluciones en la historia que han destruido biomas enteros, es verdad, pero también ha habido momentos en que las comunidades humanas, incluso civilizaciones, han alcanzado un grado de interdependencia ejemplar con sus hábitats. Como bien aclara Franz J. Broswimmer en Ecocide: A Short History of the Mass Extinction of Species, nuestra naturaleza —los atributos biológicos que nos hacen humanos— no necesariamente determina nuestro comportamiento: «es sólo cuando la biología, combinada con una particular forma de organización social y comportamiento institucional, que surge el peligro de crear un ecocidio global». Es la organización y comportamiento contemporáneos los que no han llevado a la catástrofe climática que ha puesto en jaque el sistema ecológico de la Tierra; su nombre es sólo uno: la economía capitalista global. Por esto, al principio, dije que no es una coincidencia que los debates sobre la posibilidad de la extinción hayan surgido en un momento en que el capitalismo extendía sus tentáculos alrededor del mundo. Y esta conciencia de la extinción, en la medida que se pensó en los debates intelectuales de Occidente, también tuvo lugar durante una época oscura que tiene que ver, una vez más, con América y sus habitantes y con la división entre naturaleza y sociedad.

      Imaginar un planeta cuya naturaleza es estable y constante en el marco de una economía capitalista que compulsivamente requiere crecer y expandirse resulta sumamente peligroso. Surgió una ideología de la abundancia que se reforzó hasta el delirio y la superstición con la colonización de otros continentes ricos en recursos de todo tipo; tómese el caso de Potosí sobre el cual escribió Alvaro Alonso Barba en su Arte de los metales (1640): «Lo propio juzgan muchos que sucede en este rico cerro de Potosí, y por lo menos vemos todos, que las piedras que años antes se dejaban dentro de las minas porque no tenían plata, se sacaban después con ella, tan continúa y abundantemente, que no se puede atribuir sino al perpetuo engendrarse de la plata». Después, como señala Dawson, Adam Smith desarrolló una teoría económica que no tomaba en cuenta la escasez del planeta tierra sino todo lo contrario, apelaba a la abundancia ilimitada que crearía la riqueza de los hombres. La economía clásica pasaba por alto que el planeta tiene un límite en la generación de los recursos y que el ritmo acelerado del capitalismo es incapaz de respetar esos ciclos: hay que generar riqueza, porque ésta significa el progreso. Por supuesto, esta concepción, al igual que la imposibilidad de la extinción, llegaría a su fin para mitad del siglo XIX cuando los suelos europeos comenzaron a degradarse, los mares a vaciarse de ballenas y la población mundial a crecer desmedidamente; es, también, cuando la СКАЧАТЬ