El capitaloceno. Francisco Serratos
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Название: El capitaloceno

Автор: Francisco Serratos

Издательство: Bookwire

Жанр: Изобразительное искусство, фотография

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isbn: 9786073043229

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СКАЧАТЬ de México y en Potosí. Esa organización social de la Nueva España fue la sociedad de castas, la cual fue no sólo una jerarquización racial sino también económica, afirman Moore y Patel, porque por medio de la etnicidad y el color de piel se tenía acceso a los privilegios y derechos como la ciudadanía, los impuestos, el trabajo e incluso la cercanía con Dios. Algunas vidas, dicen los autores, valían menos que otras. Todo esto incluso tiene una raíz teológica que se rastrea hasta las ideas de Linneaus presentadas con anterioridad; es decir, los indígenas habían subido en la scala naturae un par de escalones, pero aún estaban muy abajo de los europeos.

      Esta nueva racionalidad fue adoptada, más tarde, por los nuevos filósofos liberales y capitalistas. Locke, en su famoso fragmento, a final de cuentas está proponiendo la misma cosa con diferentes palabras porque en última instancia está fracturando las relaciones entre naturaleza, animales y humanos, incluida la relación entre humanos y otros humanos, porque el sistema económico demanda la mutación de un grupo de ellos en un mero recurso o en máquina de producción de riqueza. Como lo demostró Walter Johnson en su estudio sobre la esclavitud en las plantaciones de algodón de Estados Unidos, los negros eran catalogados como meras mercancías o herramientas cuyo precio radicaba en la especulación sobre su extracción laboral. «Los reportes formalizaron un sistema de clasificación de esclavos —Hombres extraordinarios, hombres número 1, hombres de segunda categoría u ordinarios, niñas extraordinarias, niñas número 1, de segunda categoría u ordinarias, etc.— que permitieron reducir las diferencias físicas entre todos los cuerpos humanos en una escala comparativa simplista basada, según ellos [los esclavistas], en el precio de una persona en el mercado». Originado durante el comercio esclavista transatlántico, la cotización partía de una medida estándar o unidad de valor: hombre, 30 a 35 años, altura de entre 1.50 y 1.80 metros. Esta métrica corporal se trasladaba en una fuerza de trabajo, no necesariamente en un individuo, y aquellos que no satisfacían la expectativa física, o sea mujeres o niños, eran partes de una pieza entera, es decir no eran ni siquiera considerados una persona completa. Lo que interesaba era el resultado de su trabajo, la productividad antes que la humanidad. Era una racialización: una razón, una cuantificación racial, basada en la mera acumulación de riqueza.

      En el imaginario europeo blanco esta concepción, que persiste aún hoy día con el surgimiento de movimientos sociales y partidos políticos nacionalistas en el Norte Global, alcanzó un nivel extremo cuando la idea de extinción comenzó a aceptarse. Una vez conscientes de que era posible y de que la selección natural era manipulable, los habitantes europeos del nuevo mundo se dieron a la tarea de eliminar aquellos animales que atentaban contra sus intereses económicos, aquellos que arruinaban los sembradíos o bien se alimentaban de otros animales explotados para su consumo o venta. Fue así como comenzó en el siglo XIX una campaña incesante por extinguir adredemente a los depredadores. Asimismo, la consciencia de la extinción produjo una nueva ansiedad que empezó a anidarse en la mentalidad de los norteamericanos blancos, que fue el miedo a la extinción racial. Esta ansiedad se manifestó en varias teorías y prácticas sobre la relación entre raza y extinción, entre evolución y adaptación humana al medio ambiente, que fueron inspiradas por las propuestas sobre la herencia genética de Jean-Baptiste Lamarck, las cuales tuvieron sus peores efectos cuando se intentaron aplicar en la extinción, también planificada, de los pueblos originarios de Norteamérica y en la preservación de la raza blanca. Básicamente, se crearon categorías para catalogar en términos de raza a los diferentes grupos étnicos: de mejores a peores, biológicamente superiores e inferiores, y entre aquellas que resistían los cambios no sólo del medio ambiente, ahora también de la modernidad industrial. Tristemente, los paladines de este lamarckismo fueron los primeros conservacionistas del continente, según Miles A. Powell, especialista en temas de raza y conservacionismo estadounidense.

      El debate se dividió entre monogenistas, que creían en la existencia de una sola raza uniforme creada por Dios y que reconocían diferencias entre ellas producidas por las variaciones climáticas, pero que atribuían la superioridad a la raza adámica blanca, y los poligenistas que aceptaban la creación de varias razas independientes una de otra con diferencias biológicas evidentes, pero que, al igual que los monogenistas, colocaban a la raza blanca por encima de las demás. Esta coincidencia entre ambas teorías sólo lleva a pensar que la ciencia de la época en realidad no se diferenciaba mucho de las ideas religiosas sobre la creación desde el momento en que se aceptaba como verdad una jerarquía natural muy similar a la de la scala naturae, sólo que esta vez en lugar de tratarse de todos los seres vivos e inertes se aplicó en lo racial; por ejemplo, las «razas inferiores» comenzaron a pensarse en los mismos términos que los animales tanto en domesticación y asimilación. Un médico muy popular en el siglo XIX estadounidense, Charles Caldwell, escribió lo siguiente: «Cuando el lobo, el búfalo y la pantera sean completamente domesticados, de la misma manera que el perro, la vaca y los gatos, entonces, tal vez, esperemos que el indio de pura sangre también se civilice, al igual que el hombre blanco».

      Para este lamarckismo, unido al discurso religioso, el Nuevo Mundo fue la tierra prometida que Dios les dio para transformarla, para hacerla productiva e industriosa, y al lograrlo se complacía un mandato divino. Domesticar, o en su caso, extinguir cualquier obstáculo para ese destino fue primordial para el modo de vida de los blancos —su trabajo, su economía— porque en ello se jugaba la trascendencia misma ante los ojos de Dios. Los nativos americanos, se pensaba, eran incapaces de adaptarse al Edén de la civilización anglosajona porque por un lado no sacaban provecho de sus tierras y, por otro lado, no querían integrarse al ritmo de la vida moderna creada por los blancos. Ante este dilema no había más que un solo destino para ellos: la extinción. Lo mismo se proponía tanto para los de raza negra —una vez liberados de su esclavitud, los consideraban ineptos para adaptarse a las exigencias de la vida industrial— como para los chinos que se asentaron en California para trabajar en la construcción de ferrovías; ambos eran, de alguna u otra manera, «biológicamente inferiores» al hombre blanco. Tanta era la preocupación por la mezcla interracial que para evitar que los jóvenes blancos, clientes asiduos a los numerosos lupanares chinos, varios grupos políticos ayudaron a pasar la primera ley antiinmigrante en la historia de Estados Unidos en 1882, la llamada «Chinese Exclusion Act».

      Este debate, hay que recordar, surgió precisamente durante el expansionismo anglosajón hacia el oeste y la cruenta lucha armada contra los pueblos nativos. Ante la victoria y derrota entre ambos bandos, los blancos se dieron cuenta de que la única manera de deshacerse del enemigo era aniquilando su forma de subsistencia, la cual se encarnaba en la figura del bisonte. El General George W. Morgan, un hombre curtido en las principales guerras de Estados Unidos durante casi todo el siglo XIX, llegó a la conclusión de que ambos, nativos y bisontes, debían perecer ante los soplos del progreso: «los indios se desvanecerán como la yerba del búfalo o las bayas del antílope» y en su lugar florecerán «el trébol, la hierba timotea, las manzanas y las peras, el trigo y el maíz, la vaca y el caballo, y el conquistador supremo, el dominador hombre blanco predestinado ocupará sus campos [de los nativos], y entonces la civilización enarbolará sus templos religiosos y científicos entre las tumbas de esas personas que vivían sin propósito y que murieron sin historia».

      La consumación de estas ideas se resumiría en el concepto de eugenesia, usado por primera vez en 1883 por el naturalista Francis Galton al referirse a la reproducción selectiva de humanos para el mejoramiento de la especie. Utilizado primero por los naturalistas decimonónicos para preservar la flora y fauna nativa del continente, el concepto tenía como finalidad la cría de especies animales más productivas y cultivos más resistentes. La obsesión por acelerar la productividad de la naturaleza se afianzó con la creación de la Eugenic Committee of the American Breeders Association, lo que institucionalizó la idea original de Locke sobre el mejoramiento de la tierra. Igualmente, las repercusiones sociales de la eugenesia fueron determinantes en las incipientes políticas de migración hacia Estados Unidos y de segregación dentro del país. Su finalidad era preservar la pureza de la raza blanca nórdica y evitar su mezcla con otras etnias, algunas de ellas blancas como la irlandesa, italiana y del resto de la Europa sureña. Asimismo, la eugenesia fue un placebo para contrarrestar otras características de la extinción ligada СКАЧАТЬ