Название: El capitaloceno
Автор: Francisco Serratos
Издательство: Bookwire
Жанр: Изобразительное искусство, фотография
isbn: 9786073043229
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Desde entonces, el país nipón ha sido uno de los principales consumidores de mariscos y por ello representó un problema para las ideas maltusianas de países occidentales, principalmente Estados Unidos. El crecimiento de la población japonesa dio otro gran salto en la segunda mitad del siglo XX —arriba de cien millones para 1970— y la imperiosa necesidad de pescar industrialmente impulsó sus barcos a casi todo el Pacífico. Japón incrementó en menos de cincuenta años su producción pesquera de manera tan acelerada que, de acuerdo con las bitácoras de los barcos pesqueros que van de 1950 al año 2000, en el Mar Índico y en el Atlántico la población de depredadores disminuyó 50%, mientras que en el Pacífico 25%. No sorprende que las mayores empresas de mariscos son niponas; entre ellas se cuentan Maraha Nichiro, con presencia en sesenta y cinco países, Nipón Suisan Kaisha y Kyokuyo, que operan en treinta y dos y quince países respectivamente. Ante tal expansionismo no sólo de Japón sino también de otras industrias pesqueras, en 1970 las naciones, para proteger sus recursos marítimos, demarcaron sus costas en 200 millas náuticas —370 kilómetros—. La medida no fue en vano: en los años de 1970, dice Roberts, las grandes pesquerías europeas y de otros lares, como la costa de Perú, que en ese momento era el banco más grande de anchoveta, estaban casi completamente colapsadas.
De hecho, fue gracias a esta escasez que Perú experimentó con nuevas técnicas de reproducción y pesca, lo que Cushman llama la «Revolución Azul», que consistió en el surgimiento de la acuicultura, es decir una serie de medidas tecnológicas para incrementar la producción, en el caso peruano, de sardina y anchoveta —al grado de ser el mayor productor global— aun a costa del perecimiento de las aves costeras cuya desaparición amenazaba la otra mercancía de exportación peruana: el guano. Gracias a la acuicultura y la exploración de aguas cada vez más lejanas de las costas, la demanda de proteína marina incrementó como nunca; según el estudio titulado «The Blue Acceleration: The Trajectory of Human Expansion into the Ocean», los mariscos son la industria que más creció desde 1960. Estudiosos como Conner Bailey y Nhuong Eran dicen que entre 1950 y 2016 la oferta per cápita se triplicó de 6 kilos a 20.3 kilos anuales, más que la de puerco, pollo o res, y su comercio internacional es también el que más ha crecido con 60 millones de toneladas métricas —MTM— en comparación con 25 MTM de las otras carnes. La captura de peces en alta mar alcanzó su punto máximo en la década de 1990 y de hecho una moratoria histórica fue la del gobierno de Canadá en 1992: tuvo que regular la pesca de bacalao en Terranova, la isla en la que comenzó la abundancia quinientos año atrás; según las fuentes de Roberts, en 1505 nadaban aproximadamente en esa zona 7 millones de toneladas de bacalao y, para el año de la moratoria sólo había 22 mil toneladas de ese pez: 1% de la población prístina. Esta disminución ha propiciado el crecimiento de la acuicultura al grado de ser la que más ha crecido en el sector alimentario y cada vez se diferencia menos de las procesadoras de carne en cuanto a la forma en que operan y contaminan. Este último punto es crucialmente peligroso debido a que las enfermedades en los ecosistemas acuáticos son más difíciles de controlar porque la exagerada utilización de antibióticos que se filtran y contaminan otras especies. Asia es el continente en el que la acuicultura ha capturado el mayor mercado, particularmente China, la cual ha cultivado la práctica desde hace siglos; este continente representa 89% de la producción global en 2016.
Resulta increíble que los océanos, cuna de la imaginación desbordada, estén llegando a un límite al grado de convertirse en una amenaza debido, por un lado, a la sobreexplotación ya no solamente de la vida marina, ahora también de minerales como el petróleo y, por otro lado, por el crecimiento de su inmensa masa acuática causada por calentamiento global, sin olvidar la imparable contaminación de plástico. Conviene desmenuzar cada uno de estos factores para entender el grado de la amenaza.
Primero, la explotación de minerales en la profundidad de los océanos es una nueva frontera que el capitalismo apenas está abriendo y abarca desde las orillas hasta las profundidades. Por ejemplo, la arena es uno de los recursos más extraídos del mundo; de acuerdo con un reporte de 2018, es el recurso más demandado después del agua debido al auge de la construcción, sobre todo en China, lo que destruye playas, modos de vida humana, animal y vegetal. En cuanto a energéticos, los océanos son los nuevos Medio Oriente, Texas y Venezuela: «se han otorgado licencias mineras exploratorias para más de 1.3 millones de km2 del fondo marino en áreas más allá de la jurisdicción nacional» y se espera que las regulaciones de explotación continúen aprobándose, dicen los autores de «The Blue Acceleration». Agregan que casi 70% de los principales descubrimientos de depósitos de hidrocarburos entre 2000 y 2010 ocurrieron en alta mar y, en la medida que los campos de aguas poco profundas se agotan, la producción se está moviendo hacia mayores profundidades. Las plantas desalinizadoras también son un problema porque su propagación se debe a la escasez de agua dulce causada por la urbanización y contaminación de ríos: «las instalaciones de desalación en todo el mundo son alrededor de 16 000 con una capacidad global de más de 95 millones de metro cúbicos por día». La desalinización del agua de mar representa el mayor volumen (59%), seguida de agua salobre (21%) y otras aguas menos salinas.
Y en cuanto a otros recursos minerales, existe la idea de una cornucopia similar a la del siglo XVI: las aguas internacionales, que cubren más de la mitad del fondo marino mundial, contienen minerales más valiosos que todos los continentes juntos, según la revista The Atlantic. En el Pacífico hay abundancia de níquel, cobalto y manganeso como pocas minas en cualquier continente y los grandes consorcios mineros, usando tecnología algorítmica diseñada por Google y Amazon, como ya es utilizada en minas continentales, prometen mapear centímetro a centímetro cada rincón oscuro de la profundidad de los océanos para extraer estos minerales. Ya existe toda una tecnología robótica estudiando los minerales hasta una profundidad de 5 mil metros, mientras que las concesiones de exploración continúan expandiéndose, algunas de hasta 72 mil kilómetros cuadrados. La canadiense Nautilus Minerals, la primera en explorar los lechos marinos, cuenta con enormes vehículos de operación remota, tipo Transformers, capaces de operar a una profundidad de mil quinientos metros para extraer cobre, zinc y oro a una velocidad de 3 mil toneladas por día. Las consecuencias son aún incalculables, pero sí imaginables: la destrucción de los mares desde sus entrañas hasta alcanzar las ciudades costeras. Algunos efectos ya son palpables a la vista, como el crecimiento del nivel de los mares debido a dos fenómenos llamados «eustatismo», que es el incremento de la masa acuática debido al calentamiento de la atmósfera que los océanos absorben y por esto se expanden, y la «isostasia», que es provocada por factores geológicos como terremotos, cambios en las placas tectónicas y derretimiento de glaciares. Aunque la isostasia ha sido endémica en la larguísima historia del planeta, hoy día coexiste con el eustatismo: el calentamiento de la atmósfera derrite el hielo de los polos y esto genera un acelerado incremento del nivel del mar. Por ejemplo, si se derritiera todo el hielo de Groenlandia, que comprende unos 4 550 kilómetros cuadrados, los niveles crecerían hasta siete metros. Esto sin contar el de otras regiones como la Antártica.
Para que ocurra una tragedia, sin embargo, no es necesaria tal altura del nivel del mar porque algunas ciudades ya comienzan a sentir las mordidas del océano. Shanghái, el centro financiero de China con aproximadamente veinticinco millones de habitantes, se ha hundido bajo el agua dos metros en todo el siglo XX, comenta Fagan en The Attacking Ocean, y su hundimiento conlleva otros problemas, como la erosión por falta de sedimentos que ahora se quedan atorados en la monumental Presa de las Tres Gargantas del río Yangtzé. Si acaso los niveles del mar crecen medio metro, señala Fagan, inundaría 855 kilómetros cuadrados de Shanghái; si crece un metro, la ciudad en su integridad quedaría bajo el agua. Pero esta sólo es una ciudad de tantas en el planeta: poco más de doscientos millones de personas viven en ciudades con una costa menor a cinco metros del nivel del mar. Ho Chi Min, Bangkok, Bombay, Alexandria, Basra (Irán), Yakarta, Lagos, Manila, Bangladesh, Londres, Houston, Miami, Río de Janeiro: ciudades portuarias que en su momento sirvieron para transportar humanos, voluntaria e involuntariamente, mercancías y animales y que ahora, víctimas de la misma lógica capital que las fundó, corren el peligro de convertirse en un museo marino.