El capitaloceno. Francisco Serratos
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Название: El capitaloceno

Автор: Francisco Serratos

Издательство: Bookwire

Жанр: Изобразительное искусство, фотография

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isbn: 9786073043229

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СКАЧАТЬ era una diatriba contra las tierras comunales del antiguo régimen: su pensamiento estaba encarnado en las nuevas prácticas de los señores capitalistas. Locke dedica todo un capítulo al concepto de propiedad privada en su Second Treatise of Government en el que declara que, si bien Dios dio el mundo a todos los hombres, hay dos excepciones a esta regla: su persona y su trabajo; es decir, el cuerpo de una persona y la actividad laboral que ésta ejerce para garantizar su subsistencia. La mezcla de estos dos elementos tiene la capacidad de alterar la naturaleza o de mejorarla para proveer al hombre de una ganancia (profit). La naturaleza en sí misma, insiste Locke, no tiene un valor a menos que se ejecute sobre ella una labor, pero no se trata de un valor de uso sino de cambio, de comercio: el señor capitalista no trabaja una tierra para extraer de ella una substancia vital sino para ofertarla en el mercado y así obtener una ganancia. En el fondo, esta sería la ideología detrás de la colonización de América del norte por parte de los ingleses y que fue muy distinta a la de los españoles y portugueses en el resto del continente. Locke incluso critica a esos señores católicos y aristócratas que sólo viven para cobrar rentas y no para mejorar la tierra; hay que recordar el profundo desprecio que tenía contra los irlandeses.

      Según Locke, una parcela en América que no se trabaja es una parcela inerte, sin beneficio para nadie, y por esto mismo menos valiosa que una parcela inglesa; si los indios no la trabajan, entonces no tienen ningún derecho sobre ella. Hay un pasaje en el que llega a aseverar que los indios de hecho habitaban «tierras sin dueño», vacuis locis, lugares vacíos. Pero si un hombre «civilizado» llega y la hace productiva entonces tiene el derecho de reclamarla como suya porque ha creado algo para el beneficio de la sociedad. Por esta razón el filósofo inglés incluso dice que es un pecado no lucrar con la tierra porque después de todo el trabajo era un mandato de Dios. Para Locke, lo importante es la productividad de la propiedad antes que la tierra como mera propiedad, o sea la primera es la condición de la otra; pero, al mismo tiempo, al establecer Locke estos nuevos términos de propiedad privada, justifica la expropiación, la colonización y el despojo de la tierra en las colonias americanas. Y esto no es todo: Locke, en otro pasaje de su Tratado, justifica aún otras cosas relativas, como la esclavitud y la explotación de los indios y negros. En un famoso fragmento que ha sido interpretado y disputado profusamente dice lo siguiente: «Así, la hierba que mi caballo ha rumiado, y el heno que mi criado a segado, y los minerales que yo he extraído de un lugar al que yo tenía un derecho compartido con los demás, se convierten en propiedad mía, sin que haya concesión o consentimiento de nadie. El trabajo que yo realicé sacando esos productos del estado en que se encontraban me ha establecido como propietario de ellos». Llama la atención que Locke, como se ha señalado bastante, designe como suyo el trabajo de su criado, es decir la mano de obra de un tercero que, se infiere, no es propietario de nada porque ha sido incapaz de transformar la naturaleza; sin embargo, hay un elemento que pasa inadvertido: no es sólo el criado, también el caballo.

      El criado y el caballo son una propiedad: están en el mismo nivel de recursos naturales. Y lo son, se infiere, porque ambos han llevado a cabo una labor dentro de la cadena de producción de la cual el señor ha sacado una ganancia comercial. Si bien la explotación de un humano sobre otro humano, mediada por cuestión de estatus político o de origen étnico, hasta cierto se entiende en ese contexto, ¿cómo es que el caballo o los animales han pasado de ser, según el mismo Locke, creación de Dios para todos los humanos, a una propiedad? ¿Y por qué no hay diferencia entre animal y humano? Esta comparación implica dos cosas, una degradación de lo humano y una degradación de los animales: ambos son nivelados por el capitalismo. En cuanto a lo animal, reaparece en el mismo segundo capítulo de su Tratado, un poco más abajo, y pone tres ejemplos. El ciervo, los peces y la liebre pasan de un estado natural a ser propiedad privada, una vez muertos, del cazador que invirtió tiempo, paciencia e incluso destreza en cazarlos. De la misma manera que la tierra, los animales no tienen individualidad, sino que están ahí, son naturaleza común que Dios ha puesto a disposición de todos, como frutos o minerales, para ser recogidos o cazados por aquel que quiera adjudicarlos como suyos, siempre y cuando se obtenga un beneficio. Pero, lo importante no son los frutos ni los animales, advierte Locke, sino la tierra misma, porque como todo se sostiene en la tierra, los animales y los frutos, por descontado, pasan a ser propiedad del señor. Y, si la tierra debe mejorarse para generar una ganancia, la explotación de los animales es corolario del Capitaloceno, por lo que su situación es doblemente una tragedia: el mejoramiento del medio ambiente para ser productivo implica la destrucción de su hábitat y, al mismo tiempo, al ser ellos parte integral de la tierra, su destrucción es inminente, siempre y cuando no se descubra una manera de ponerlos a trabajar o comerciarlos, vivos o muertos, enteros o por pedazos.

      Las implicaciones de esta valoración para lo humano radican en la cuestión racial y de clase social desde el momento en que Locke en realidad no se refiere a los humanos en general, sino a algunos en específico: los obreros, es decir los desposeídos de tierra, y los que no saben sacar una plusvalía de ella, en este caso los pueblos americanos y africanos. Ellos, al ser puestos en el mismo escaño de los recursos naturales, son dispensables. Con esta idea Locke se apega a lo que señalan Moore y Patel acerca de la fundación de lo social y civilizador de los inicios del colonialismo. De hecho, las plantaciones de azúcar trabajadas por mano esclava estaban fundadas en la misma lógica lockeana, como bien demuestra Gilberto Freyre en su estudio sobre los impactos socioambientales de la caña de azúcar en el Nordeste brasileño: «el aliado más fiel del esclavo africano en el trabajo agrícola, en su rutina diaria de la plantación y en la misma industria del azúcar, fue el buey: fueron estos dos, el negro y el buey, los que fundaron la base de la economía azucarera».

      A partir del siglo XV se empezó a usar el término «natural» para referirse a los habitantes de América porque se encontraban en un estado natural opuesto a la sociedad civilizada representada por Europa. Con esta división, los originarios de otros territorios continentales fueron excluidos de la sociedad porque eran naturales, eran parte del paisaje de la misma manera que lo es un árbol para talar madera o un zorro para extraerle la piel: «los naturales» se consideraban meras herramientas, como el labrador y el caballo de Locke, para extraer una ganancia a través de su trabajo, sea este por salario o por esclavitud. Esta idea aparece desde Cristóbal Colón, quien no confirió a los nativos de América la calidad de humanos —hacerlo habría sido perjudicial para su empresa—, sino simples súbditos, humanos incompletos —seis cabezas de hombre, seis de mujer—, partes esenciales del paisaje —hay que recordar el viaje de regresó en el que intentó llevar muestras de animales, plantas e indios a España—, o potenciales esclavos para generar riqueza para el rey. Su mirada sólo ve un interés económico y esta mirada no cambió mucho a lo largo de los siglos; compárese la impresión de Churchill en 1908 durante un tour por África, cuando observó con asombro cómo las aguas del Lago Victoria descendían por las cascadas Owen hacia el río Nilo: «Cuánta energía desperdiciada […] tal palanca para controlar las fuerzas naturales de África no domesticadas no puede sino irritar y estimular la imaginación. Y qué divertido sería hacer que el inmemorial Nilo comience su viaje sumergiéndose en una turbina».

      Hernán Cortés, comenta Todorov, veía a los nativos de la misma manera: eran sujetos no en el sentido humano, sino de sumisión, sujetos del rey: «No hay duda que para que los naturales obedezcan los reales mandatos V.M. y sirvan en lo que se les mandare», dice Cortés en una de sus cartas. Asimismo, los consideraba sujetos de estudio y uso para la generación de riqueza: eran obreros, artesanos e incluso juglares a los cuales el conquistador admiraba, pero esta admiración e incluso fascinación que causaba la maestría de los arquitectos, médicos y artistas nativos no fue suficiente para elevarlos a la igualdad con los europeos. En la Nueva España esta idea fue agotada en el debate — llamado «polémica de los naturales»— entre las autoridades eclesiásticas para resolver el problema de la humanidad de los indios. De un lado estaba Juan Ginés de Sepúlveda, quien pensaba que los indios no eran capaces de absolver su salvajismo porque no tenían alma y por tanto era derecho de los españoles continuar su esclavitud y explotación; del otro lado estaba Bartolomé de las Casas, quien creía todo lo contrario. El debate no resolvió nada, pero sí sentó las bases para las «nuevas leyes» que prohibían la esclavitud de los indígenas. СКАЧАТЬ