Destructor de almas, te saludo. Nina Renata Aron
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Destructor de almas, te saludo - Nina Renata Aron страница 12

Название: Destructor de almas, te saludo

Автор: Nina Renata Aron

Издательство: Bookwire

Жанр: Философия

Серия: Para estar bien

isbn: 9786075572949

isbn:

СКАЧАТЬ como nunca con uno de esos encuentros a la hora del almuerzo, como aquél con el chico al que llamamos Ballet Steve, un bailarín amigo de un amigo de un conocido con quien yo había compartido copiosamente en el Kilowatt una sidra que sabía a refresco de pera sin gas. A la implacable luz del día, parecía mucho más bajo de estatura y sonaba mucho más canadiense. Aun cuando sonreí por mero instinto cuando nos vio, eso causó que se acercara y permaneciera demasiado tiempo en nuestra mesa, donde no supo qué decir tan pronto como hicimos las observaciones de rigor sobre el clima. ¿Sentía que me debía una conversación extensa porque nos habíamos acostado a principios de esa semana? Kat y yo nos empeñábamos en ser amables, mientras que Rachel era franca y no soportaba a los idiotas.

      Fue un gusto verte, Steve, le dijo cuando la mesera le llevó la miel de maple extra que había pedido, pero continuaremos con nuestro almuerzo. ¡Gracias por detenerte a platicar!, no pude contener la risa en el tarro de mi primera cerveza del día.

      ¡Qué tipo más pesado!, exclamé con incredulidad una vez que se alejó lo suficiente.

      Es el chico que llevaste la otra noche a casa, dijo Kat.

      Se veía más guapo entonces, dije añorante. Esta parte de crecer resultaba incomprensible. ¡Qué extraño era que dos personas se acostaran y tuviesen que fingir interés y saludarse si se encontraban en la calle o en un restaurante! Pero aunque éste era el lado opuesto del poder que yo había sentido con Miguel, también había energía en los Ballet Steves. Todo esto me hacía sentir la arquitecta de mi destino amoroso. Quizá cometía errores, pero el afecto, el deseo y el sexo estaban ahí, eran fuerzas que fluían en mi interior. El asunto se reducía a elegir una pareja que valiera la pena.

      Trabajaba medio día en la tienda de regalos del barrio de Mission, un lugar abarrotado de veladoras para novenarios, calcomanías, tontos obsequios de temporada y figurillas del Día de Muertos. La dueña era una mujer extraña de cuarenta y tantos años que decidió contratarme cuando le dije que su nombre era un anagrama del mío. En San Francisco, este tipo de cosas son signo seguro… de qué, no lo sé aún. La dama del anagrama tenía también un servicio de sexo por teléfono al fondo del local, cuyos operadores no se regían por ningún horario. Aparte de mí, atendían la tienda otros dos empleados, amables bichos raros y drogadictos de corazón en sus veinte, treinta o cuarenta —me daba igual— con quienes me dividía la semana en partes iguales. Cuando alguno de ellos me relevaba al final del turno, me trataba con una ternura irritante; yo no entendía que era una niña para ellos. En mis días de labores, salvo por los chillidos de los gatos y el gimoteo y ronroneo de los responsables del servicio telefónico, a quienes oía en ocasiones cuando iba al baño o a prepararme una taza de té, la tienda era tranquila y estaba bajo mi mando. Tener a mi cargo un pequeño y oscuro establecimiento, semejante a lo que mis padres llamaban una “tienda formal”, era divino. Leía, escribía cartas a mis amigos de la costa este y entradas de mi diario y me recargaba largas horas en la vitrina, que contenía la burda y pesada joyería de plata que no atraía a góticos ni a hippies. Lo importante era que controlaba el estéreo y ponía música acorde con mi estado de ánimo. En la preparatoria había cultivado una presunción musical de alarde casi machista que se acentuó cuando entré a trabajar a Tower, de donde robaba un montón de álbumes de soul, blues y rock alternativo para ponerlos al día siguiente en el reproductor de cd de la tienda de regalos. Encendía incienso y dejaba que los sonidos me envolvieran mientras satisfacía mis humores pasajeros. Jamás supe si el hombre pálido de cabello teñido de negro al que veía conseguir droga en la esquina de la Sixteenth y Guerrero era Elliott Smith o si yo quería que lo fuera porque ponía su disco Either/Or casi a diario y sentía que mi corazón se contorsionaba de acuerdo con las profundidades de la angustia y el tormento que oía en él. Pensar que compraba drogas a unos metros de mí cuando fumaba un Parliament en la puerta, protegida de la sesgada y estrepitosa lluvia, era demasiado. Tomé esto como tomaba todo: como una confirmación de la tristeza del mundo, una señal de que estaba hecha más que nada para la melancolía.

      Ese año El Niño asoló la zona de la bahía de San Francisco y llevó consigo inesperados torrentes, avalanchas de lodo y largos, sombríos y monocromáticos días de lluvia. Cuando pienso en ese año, recuerdo la losa gris oscuro del cielo como el techo demasiado bajo de un departamento horrible. Llovía a cántaros, con gotas enormes que alternaban con una interminable llovizna ambiental, así que la neblina enredaba mi cabello hasta que lo rizaba y exponía la verdad de mi condición judía y mis caireles. Detestaba ese clima por eso. La penumbra se adaptaba perfecto a mi infelicidad. Era apropiadamente agotador que tuviera que arrastrarme de un empleo a otro con pantalones negros ajustados bajo la lluvia fría y tintineante que amenazaba a mi delineador de ojos y mi peinado fijo con pasadores. Durante cuarenta y tres días no paró de llover. Como no salíamos a la calle, nos aburríamos. Miriam, hermana de Rachel, llegó de visita, y con ella hacíamos tarjetas de san Valentín en el piso de la cocina. Otra de nuestras mejores amigas, Miranda, vino de la costa este y, atrapadas en casa, jugábamos con el maquillaje, nos probábamos los vestidos de gala que Kat había hurtado de la tienda de ropa antigua en la que trabajaba —rígidos cilindros de crinolina similares a tubos, de un lavanda pálido, verde pistache y azul celeste— y nos tomábamos fotos con una Polaroid. En eso consistía el ocio para nosotras: en que nos recostáramos sobre el sillón, lleno de pelos de gato, con elegantes vestidos robados de segunda mano y bebiéramos con labios de rubí de altas latas de cerveza o, mejor todavía, de envases de más de un litro. Miranda ofrecía el aspecto de una muñeca regordeta de mejillas sonrosadas. Tenía sangre griega e irlandesa pero parecía asiática y angelical y se peinaba con dos chongos altos al estilo de Björk. Nos dejó pasmadas cuando se probó el vestido strapless blanco con una aplicación de flores azul turquesa que semejaban puntos de merengue. En tanto la lluvia torrencial perforaba el tejado, la fotografié al teléfono mientras ordenaba chow mein para comer en casa.

      Pero entonces, como la gran revelación luego de un cambio de escena en una película, llegó un día soleado. Fue así como nos enteramos de que lo increíble de San Francisco está en esas ocasiones de brillo redentor, los días en que la niebla “se quema”, como dicen, y da paso a un sol penetrante, casi perversamente jubiloso. Los neoyorquinos afirman en broma que sostienen una relación abusiva con su ciudad. En San Francisco entendí eso. Golpeadas sin cesar por las nubes y la lluvia, un sol fulgurante se disculpaba de súbito con nosotras. Esto es lo que esa ciudad hace mejor: tras una borrascosa serie de días helados y de un gris plomizo, te convences de que la vida es un desastre, y cuando menos te lo esperas y más lo necesitas, el cielo se abre de golpe y revela un fulgor cristalino con una luz casi sonora, que se refleja en todo y seca al aire los pálidos edificios empapados. Este truco de magia me maravillaba siempre. El gris no cedía su lugar al sol hasta mediodía, y en el distrito de Mission la ciudad —las partes que nos importaban, donde estaban los jóvenes— volvía a la vida. Los punks de las cafeterías salían de sus hogares y los cantineros exprimían limones en jarras de bloody mary. En nuestros días libres nos enroscábamos en los preciosos tramos de luz que entraban a raudales por las ventanas del cuarto de Rachel, sobre la colcha que aún olía a su casa de Nueva Jersey. Pese a que nunca hacía verdadero calor, cuando el sol salía poníamos hielo en nuestro café y fumábamos cigarros en la ventana, y después íbamos a Dolores Park a patear una pelota.

      K era un maestro del arte de la seducción por medio de cintas mezcladas, y un par de semanas después de que iniciamos nuestro noviazgo me hizo una que permaneció en constante rotación hasta que la perdí. Pero conservé el estuche, adornado con fotos adhesivas en las que un diminuto K aparecía suspendido en una galaxia lustrosa y oscura. Una tarde gris hizo sonar las campanas de la tienda cuando llegó a visitarme y su repentina presencia cambió de inmediato la energía del pequeño lugar, e incluso la estructura de las células de mi cuerpo. Todo adoptó la posición de firmes. Faltaba una hora para que mi turno terminara y a continuación haría un largo receso antes de entrar a Tower. Si él me esperaba, quizá saldría el sol y, doblando la esquina, podríamos ir a comprar un vaso de agua fresca de sandía. Muy bien, dijo, rodeó la vitrina, invadió mi pequeño espacio exclusivo para empleados y me besó СКАЧАТЬ