Destructor de almas, te saludo. Nina Renata Aron
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Destructor de almas, te saludo - Nina Renata Aron страница 10

Название: Destructor de almas, te saludo

Автор: Nina Renata Aron

Издательство: Bookwire

Жанр: Философия

Серия: Para estar bien

isbn: 9786075572949

isbn:

СКАЧАТЬ vez que entré en contacto con lo que entonces consideraba el complejo industrial de la autoayuda, me sentí atraída y repelida a un tiempo. Siempre había algo con lo cual identificarse en los materiales impresos, por lo común descripciones del caos emocional que acaba por normalizarse en la familia de un alcohólico, pero gran parte de ese material era tan general que al final carecía de sentido. En esos días, además, no era difícil que algo me decepcionara. En las noches leía sobre levantamientos anarquistas e instalaciones feministas, así como las letras de los iracundos discos punk que adoraba, opuestos a la guerra, el capitalismo y la televisión. En plena adolescencia, era escéptica de todo lo que se dirigía al público de masas, y en especial de algo tan ligero como la autoayuda.

      Capítulo cuatro

      A causa del derrumbe de su matrimonio, de las ocupaciones, indiferencia o depresión de mi padre, o de que yo había dependido desde niña del alud de emociones que experimentaba cuando me preocupaba y entrometía junto con mi madre, solía desempeñar el papel de un padre más en nuestra saga familiar en curso. Aún acudía a la preparatoria cuando ya me sentaba con mamá en las dos sillas acojinadas frente a la terapeuta de mi hermana para que habláramos de su caso y su plan de recuperación. Por terrible que haya sido ese periodo, río siempre que recuerdo aquella sucedánea unidad parental que aparecía sin explicación en lugares como ése. Aunque es indudable que yo parecía una niña disfrazada de adulta, eso tenía sentido en mi mundo familiar. La terapeuta, una especie de Marisa Tomei de mirada comprensiva y con la actitud pragmática de Nueva Jersey, nos miró de reojo en lo que me preguntaba: “¿No te parece raro que estés aquí en reemplazo de tu padre?”. No lo creía.

      “La codependencia tiene su origen en la inclinación, muy frecuente entre hijas de familias ‘disfuncionales’, a compensar en exceso las insuficiencias de los padres mediante la adopción de su papel y el desarrollo de una sensibilidad desmedida a las necesidades ajenas”, escribió la psicóloga clínica Janice Haaken en un artículo de 1990 titulado “A Critical Analysis of the Co-Dependent Construct”. Lo que esta autora no explicitó es que las hijas de familias disfuncionales suelen compensar en exceso las insuficiencias de uno de sus progenitores en particular: el padre. Hasta donde sé, ésta es una dinámica común entre las mujeres que han tenido que lidiar con la adicción de un hermano. Incapaz de igualar el grado de preocupación de su esposa, papá abandona (aún más) el cuadro y una hija ocupa su lugar. Los cuidados requeridos por la adicción tienen un componente de género, y en consecuencia no están debidamente reconocidos.

      Asumí el papel de mi padre. Esto semejaba una extensión natural de algo que yo ya era, una sensible hija intermedia a la que le entusiasmaba invariablemente que se le diera acceso a las complejidades de los dramas humanos y se le invitara a explayarse en estrategias de pacificación. Al parecer, esto era útil —de hecho crucial— para mi familia. La incesante repetición del ciclo dramático de la adicción me concedió suficiente experiencia para que viese mi conducta de otro modo y percibiera que podía ser dañina o autodestructiva. En ocasiones reparaba al instante en que hacía algo sin sentido; sabía, por ejemplo, que era vano y hasta cruel que acusara a mi hermana de drogarse o que le dijera que causaba un dolor enorme a nuestros padres, pero ignoraba cómo corregirme.

      La depresión anidó en mi mente. Creía que esto les sucedía a todos —¿acaso no todas las adolescentes lloran a diario?— cuando obviamente no era así. El intenso temor de que mi hermana muriera pronto, parte de una caótica serie de ansiedades entrelazadas, empezó a prevalecer en mi vida emocional. Describía como un nido de serpientes una sensación que ahora reconozco como el principio de un ataque de pánico. Era una espantosa combinación de náusea, envidia, furia y miedo, la fusión de todo lo malo que había visto y lo que únicamente podía imaginar. Ese nido de serpientes era trauma y hormigueo: drogas, sexo y muerte, un espacio mental en el que veía las cosas en patrones para notar después que el patrón se movía y se develaba como una celosía de abejas, gusanos o anguilas que se arrastran en la oscuridad.

      Años más tarde, cuando mi primogénito entró al jardín de niños, confié a mi madre que me dolía imaginarlo en el mundo, donde experimentaría el tedio y las humillaciones de la vida. No es grato amar tanto a alguien, le dije. Aunque ella conocía el sentimiento que describí, me alentó a disfrutar esta inocente reiteración de ese fenómeno. Verlos crecer es doloroso, pero también estupendo. Éste es el momento más bello de su vida; gózalo mientras es chico.

      Tienes razón, le dije.

      Cuando los hijos son pequeños, sus problemas lo son por igual. Crecen juntos, agregó, en un modo entre despreocupado y ominoso que utiliza cada vez que imparte sabiduría imperecedera.

      Para el momento en que concluí la preparatoria, nuestros problemas eran enormes, de adultos. Aún veía a mis padres como un par de jóvenes enamorados —en ellos había habido siempre algo apacible y desenvuelto— y el final de su historia de amor cayó sobre mí con un peso aplastante. La casa se vendió. La pobre de Anya tuvo que vivir sola durante el resto de la preparatoria, a salto de mata entre los departamentos de nuestros padres. Perdida en las drogas, Lucia vivía en Brooklyn con Lorenzo, su novio, un joven encantador y apuesto que era también lo peor que puede haber: un drogadicto con dinero. Quizá la adolescencia es así y punto. La fantasía de nuestra infancia había sido una quimera, y la denuncia de su artificio, de las numerosas falsificaciones que entrañó, constituía un desengaño, el estallar de una burbuja, un alfiler en un cúmulo de globos de helio que flotaban absurdamente en el aire y que contenían las convicciones de mi niñez sobre la bondad esencial del mundo. Pum. Pum. Pum.

      Quería correr. Lo hacía en la cancha de futbol hasta que las piernas me temblaban y me sentía desfallecer, y bajo el fresco crepúsculo posterior al entrenamiento una compañera de último año con licencia para conducir me llevaba a casa, donde devoraba todo lo que se me ponía enfrente. Si deseas sentirte bien, haz ejercicio, me decía mi depresivo padre, quien había practicado ese deporte en su juventud. Me animaba desde un costado de la cancha y le satisfacía visiblemente que jugara bien. En mi último año fui la capitana del equipo. Aunque era sociable y cordial, la tristeza me embargaba muy a menudo. Quería mucho a mi familia —era mi hogar, mi corazón—, pero la casi perversa cercanía de nuestra tribu, uno de los factores de nuestro optimista encanto durante mi infancia, había acabado por sofocarme. Cuando terminé la preparatoria, soñaba con espacios reducidos y menos radiantes que me pertenecieran por completo, cuanto más llenos de libros y semejantes a búnkeres, mejor. No me gustaba que me vieran. Lo único que quería era un silencio acogedor: una fantasía de distancia de las redes de responsabilidad en las que ya me sentía perturbadoramente atrapada. Me repetía que si lograba huir y echaba a andar mi propia vida, me sentiría bien. Así, enrollé una docena de camisetas, las metí en la vieja maleta azul pastel de la tienda de descuento de la Route 73 y me marché.

      La oscuridad de San Francisco era muy distinta a la de la costa este que yo conocía, quizá porque mi costa este siempre había estado muy circunscrita, conforme al designio de mis padres. Era una jovencita de los suburbios que viajaba periódicamente a la ciudad con propósitos edificantes. Cuando íbamos a Nueva York o Filadelfia, atravesábamos los barrios bajos, aunque sólo de camino a las colonias elegantes, donde comíamos, visitábamos a la familia o veíamos obras de arte. O bien mi padre, quien era periodista y conocía cada centímetro cuadrado de Nueva Jersey, nos llevaba a viajes de ida y vuelta al Ironbound de Newark para que comiéramos paella, o a las bodegas del mercado oriental en Paterson donde se conseguía el mejor hummus. En la costa este te enteras, si es el caso, de que estás en una mala situación o en un barrio terrible. En un sitio así, las cosas son diferentes, se sienten de otro modo. La gente te mira distinto. Alguien podría preguntarte sin rodeos qué haces ahí, si te perdiste. En California, en cambio, todo era demasiado bello, el cielo más grande. Los parques industriales proyectaban un aspecto funcional, no echado al olvido como en Elizabeth, Linden o los muelles de Brooklyn. Aun el deterioro poseía una belleza matizada, y el sol del atardecer derramaba una luz caramelo sobre las casas СКАЧАТЬ